A decir verdad, si bien el generalísimo, designado in extremis, rebosa de buenas intenciones, no posee ni la autoridad ni la ciencia militar que se requieren. Sin embargo, ninguno de los íntimos de Isabel la ha puesto en guardia contra los riesgos de tal elección. Por un Iván Shuválov, que continúa preconizando la guerra a ultranza, ¡cuántos dignos consejeros de Su Majestad manifiestan extrañas vacilaciones, inexplicables rehuidas! Poco a poco, Isabel se percata de que en el propio palacio hay dos políticas irreconciliables, dos grupos de partidarios que se enfrentan valiéndose de argumentos, ardides y tapujos. Los unos, apelando a Su Majestad, incitan a la conquista por amor a la patria; los otros, cansados de una lucha costosa en vidas y en dinero, desean acabar con ella cuanto antes, aunque sea al precio de algunas concesiones. Dividida entre los dos bandos, Isabel estaría dispuesta a renunciar a sus pretensiones sobre la Prusia oriental con la condición de que Francia apoyara sus reivindicaciones sobre la Ucrania polaca. En San Petersburgo, en Londres, en Viena y en Versalles, los diplomáticos regatean implacablemente. Es su oficio y lo hacen encantados. Pero Isabel desconfía de sus argucias. A despecho de las habladurías sobre su estado de salud, tiene intención de seguir decidiendo el destino de su imperio mientras le queden fuerzas para leer el correo y recitar sus oraciones. Hay momentos en que lamenta ser una anciana y no poder, en su estado, ponerse a la cabeza de sus regimientos.
En realidad, no obstante los sobresaltos de la guerra y de la política, las cosas no van tan mal en Rusia. Aunque los acontecimientos hayan enturbiado la superficie de las aguas, en las profundidades circula una potente corriente, alimentada por el papeleo habitual de las cancillerías, las cosechas de las fincas agrícolas, el trabajo en las fábricas y en los talleres artesanales y las obras públicas, además del ir y venir de los barcos en los puertos y las caravanas en las estepas, con sus cargamentos de mercancías exóticas. Isabel interpreta esta actividad de hormiguero, que pese al alboroto exterior se realiza en silencio, como una muestra de la prodigiosa vitalidad de su pueblo. Pase lo que pase, piensa, Rusia es tan vasta, tan rica en tierra fértil y en hombres valerosos que no perecerá jamás. Si logran curarla de su sumisión a las maneras prusianas, la partida ya estará medio ganada. Por su parte, ella puede vanagloriarse de haber librado a la Administración de la mayoría de los alemanes que la encabezaban. Cuando sus consejeros le proponían un extranjero para un puesto importante, su respuesta era invariablemente: «¿No tenemos a un ruso que pueda ocuparlo?» Esta preferencia sistemática, que no había tardado en ser conocida por sus súbditos, había suscitado la llegada de nuevos estadistas y guerreros, deseosos de consagrarse al servicio del imperio. Al tiempo que renovaba la cúspide del funcionariado, la emperatriz se había esforzado en levantar la economía del país suprimiendo las aduanas interiores, en instituir bancos de crédito siguiendo el ejemplo de los demás Estados europeos, en alentar la colonización de las llanuras incultas del suroeste, en crear los primeros establecimientos de enseñanza secundaria y en fundar la Universidad de Moscú, después de la Academia eslavogrecolatina en la misma ciudad y de la Academia de las Ciencias en San Petersburgo. De este modo, a lo largo de su reinado ha mantenido contra viento y marea la apertura a la cultura occidental deseada por Pedro el Grande, sin sacrificar demasiado las tradiciones propias defendidas por la antigua nobleza. Si bien reconoce los defectos del sistema por el cual los campesinos son propiedad de los terratenientes, no se propone en absoluto renunciar a esta práctica secular. Por más que unos utopistas impenitentes sueñen con un paraíso donde ricos y pobres, mujiks y terratenientes, iletrados y sabios, ciegos y videntes, jóvenes y viejos, malabaristas y mancos tengan las mismas oportunidades en la vida, ella es demasiado consciente de la dura realidad rusa para apoyar semejante espejismo. En cambio, cuando ve que tiene al alcance de la mano la posibilidad de ampliar los límites geográficos de Rusia, la asalta un frenesí posesivo comparable al de un profesional de las apuestas ante la promesa de una ganancia segura.
A fines de 1761, cuando Isabel comienza a dudar de la capacidad de sus jefes militares, los rusos se apoderan de la plaza fuerte de Kolberg, en Pomerania. El ataque lo ha dirigido Rumiántsev, junto con un nuevo general que promete: un tal Alexandr Suvórov. Esta victoria inesperada da la razón a la emperatriz en contra de los escépticos y los derrotistas. Sin embargo, ella apenas tiene fuerzas para alegrarse. Las semanas de descanso que acaba de pasar en Peterhof no le han aportado ningún alivio. De regreso en la capital, su satisfacción por el ímpetu guerrero de su país se desvanece, ahuyentada por la obsesión de la muerte, las intrigas en torno a la herencia dinástica, los escándalos amorosos de la gran duquesa y la estúpida obcecación del gran duque en apostar por el triunfo de Prusia. No puede moverse de su habitación, pues, pese a todos los remedios, las llagas de las piernas le supuran. Además, sufre hemorragias y unos ataques de histeria que la dejan atontada y sorda durante horas. Recibe a los ministros sentada en la cama y tocada con un gorro de encaje. A veces, para distraerse, convoca a los mimos de una compañía italiana que ha hecho venir a San Petersburgo y observa sus muecas pensando con nostalgia en los tiempos en que los bufones la hacían reír. En cuanto se siente un poco animada, pide que le lleven sus vestidos más bonitos, escoge uno después de pensárselo detenidamente, se lo endosa a riesgo de reventar las costuras, se pone en manos del peluquero para que le rice el cabello como impone la última moda parisiense y anuncia su intención de asistir al próximo baile de la corte. Pero luego, plantada delante de un espejo, se aflige ante la visión de sus arrugas, de sus párpados marchitos, de su sotabarba y de la cuperosis de sus mejillas, y habiendo ordenado a sus camaristas que la desnuden, se mete de nuevo en la cama y se resigna a terminar sus días sumida en la soledad, el cansancio y los recuerdos. Cuando recibe a los pocos cortesanos que la visitan, ve en sus ojos una curiosidad sospechosa, la fría impaciencia del guerrero que permanece al acecho. Pese a sus gestos afectuosos, no van para compadecerla sino para averiguar si todavía le queda mucho tiempo de vida. Tan sólo Alexéi Razumovski le parece sinceramente conmovido. Pero ¿en qué piensa cuando la mira? ¿En la mujer enamorada y exigente que ha tenido tantas veces entre sus brazos o en aquella cuyo féretro adornará mañana con flores?
Pronto a esta obsesión funesta de Isabel viene a añadirse otra: el miedo a un incendio. El viejo palacio de Invierno, donde la zarina vive en San Petersburgo desde el comienzo de su reinado, es un inmenso edificio de madera que la más pequeña chispa haría arder como si fuese una antorcha. Si el fuego prendiera en un rincón de sus aposentos, ella perdería todos sus muebles, todas sus imágenes santas, todos sus vestidos. Seguramente ni siquiera tendría tiempo de huir y perecería abrasada. En la capital son frecuentes esta clase de siniestros. Debería hacer acopio de valor y tomar la decisión de mudarse. Pero ¿adónde? La construcción del nuevo palacio que Isabel ha encargado a Rastrelli está retrasándose tanto que no puede confiar en verlo acabado antes de dos o tres años. El arquitecto italiano pide trescientos ochenta mil rublos sólo para terminar los aposentos privados de Su Majestad, pero Isabel no dispone de ese dinero y no sabe de dónde sacarlo. Mantener al ejército en campaña le cuesta un ojo de la cara. Además, en junio de 1761, un incendio ha destruido los depósitos de cáñamo y lino, unas valiosas mercancías cuya venta hubiera ayudado a llenar las arcas del Estado.
Para consolarse de esta penuria y este desorden típicamente rusos, la zarina ha empezado de nuevo a beber grandes cantidades de alcohol. Cuando ha ingerido un número suficiente de copas, se desploma en la cama, vencida por un sopor casi bestial. Sus camaristas velan su descanso. Tiene a su lado, además, un guardián nocturno, el spálnik, encargado de permanecer atento a su respiración, escuchar sus lamentaciones y calmar sus angustias en los ratos en que emerge de la oscuridad y recupera la conciencia. Seguramente le cuenta a este hombre inculto, ingenuo y servicial como un animal doméstico, las inquietudes que la asaltan en cuanto cierra los ojos. Las historias de la familia y las sutilezas de la política llevan tanto tiempo dando vueltas dentro de su cabeza que se han convertido en una bazofia indigesta. Mientras rumia viejos rencores y vanas ilusiones, espera que la muerte aguarde al menos hasta que haya firmado un acuerdo definitivo con el rey de Francia. El hecho de que Luis XV no la quisiera como prometida cuando ella sólo tenía catorce años y él quince puede ser comprensible. Pero que dude en reconocerla hoy como única y fiel aliada, cuando los dos están en la cima de la gloria, eso es algo que, a su entender, no tiene explicación. ¡El bribón de Federico II no rechazaría semejante regalo! Claro que el rey de Prusia cuenta con el gran duque Pedro para hacer que Rusia se arrepienta. Isabel preferiría ser maldecida por la Iglesia antes que aceptar una humillación como ésa. Para demostrar que todavía es capaz de ocuparse de los asuntos de Estado, el 17 de noviembre emite un decreto destinado a reducir el impuesto sobre la sal, muy impopular, y, en una muestra de indulgencia tardía, publica una lista de condenados a cadena perpetua que deben ser puestos en libertad. Poco después, una hemorragia más violenta que de costumbre la obliga a interrumpir toda actividad. Cada vez que tose, vomita chorros de sangre. Los médicos ya no se apartan de su lado y confiesan que, en su opinión, no queda ninguna esperanza.