El domingo 30 de junio de 1762, Catalina regresa a San Petersburgo, saludada por carillones, salvas de artillería y gritos de júbilo. [64] Se diría que Rusia celebra que ha vuelto a ser rusa gracias a ella. ¿Es tal vez el hecho de que sea de nuevo una mujer la que está al mando del imperio lo que tranquiliza al pueblo? En el orden de la sucesión dinástica, será la quinta, después de Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna e Isabel I (Petrovna), en subir los peldaños del trono. ¿Quién ha dicho que la falda obstaculiza los movimientos naturales de la mujer? Catalina no se ha sentido jamás tan cómoda ni tan segura de sí misma. Las que la han precedido en esta dignidad máxima le dan ánimos y una especie de legitimidad. Ahora es la cabeza, no el sexo, la mejor baza para tomar el poder.
Seis días después de su entrada apoteósica en San Petersburgo, Alexéi Orlov, muy preocupado, la informa en una carta de que Pedro III ha sido mortalmente herido en el transcurso de una pelea con sus guardianes, en Ropcha. Catalina está aterrada. ¿La acusará el pueblo de ser la responsable de ese violento y sospechoso final? Toda esa gente que ayer la ovacionó en las calles ¿la odiará por un crimen que no ha cometido pero que la beneficia enormemente? Apenas un día más tarde, respira aliviada. Nadie está afligido por la muerte de Pedro III y a nadie se le ocurre sospechar que ella haya sido la causante de una desaparición tan necesaria. Incluso tiene la impresión de que ese crimen que ella reprueba responde a un deseo secreto de la nación.
Algunas de las personas de su entorno asistieron al advenimiento, en 1725, de otra Catalina, la primera en llevar este nombre. Esas personas no pueden evitar pensar que desde entonces han pasado treinta y siete años y que en el transcurso de ese período cuatro mujeres han ocupado, una tras otra, el trono de Rusia: las emperatrices Catalina I, Ana Ivánovna e Isabel I, con el breve intermedio de una regencia a cargo de Ana Leopóldovna. ¿Cómo evitar que los supervivientes comparen entre sí a las diferentes soberanas que han encarnado sucesivamente, y en tan poco tiempo, el poder supremo? Los más viejos, rebuscando en sus recuerdos, descubren curiosas similitudes entre estas autócratas con faldas. En Catalina I, Ana Ivánovna y Ana Leopóldovna ven la misma lubricidad, los mismos excesos en el placer y la crueldad, el mismo gusto por las bufonadas y la fealdad, todo ello aliado con la misma búsqueda del lujo y la misma necesidad de engañar con falsas apariencias. Este frenesí primitivo y este egoísmo innato también estaban presentes en Isabel, pero atemperados por la preocupación de parecer «clemente», de acuerdo con el sobrenombre que le había puesto el pueblo. Evidentemente, para los habituales de la corte hay cientos de particularidades más que distinguen la forma de ser de cada una de estas personalidades desbordantes. Pero, para alguien que no haya vivido en su estela, en algunos momentos la confusión parece total. ¿Fue a Catalina I, a Ana Leopóldovna, a Ana Ivánovna o a Isabel I a quien se le ocurrió aquella noche de bodas de los dos bufones encerrados en un palacio de hielo? ¿Cuál de estas mujeres omnipotentes tuvo por amante a un cosaco, chantre de la capilla imperial? ¿Cuál de las cuatro se divirtió igualmente con las muecas de sus enanos y con los gemidos de los prisioneros sometidos a tortura? ¿Cuál conjugó, con una avidez devoradora, los placeres de la carne y los de la actividad política? ¿Cuál fue bondadosa satisfaciendo al mismo tiempo sus instintos más viles, piadosa insultando a Dios a cada paso? ¿Cuál, pese a no saber apenas leer y escribir, fundó una universidad en Moscú y permitió a Lomonósov sentar las bases de la lengua rusa moderna? Para los atónitos contemporáneos, durante este lapso de tiempo no ha habido tres zarinas y una regente, sino una sola mujer, tirana y egoísta, que, con rostros y nombres diferentes, ha inaugurado la era del matriarcado en Rusia.
Tal vez porque amó mucho a los hombres, a Isabel le gustó tanto dominarlos. Y ellos, eternos bravucones, se sintieron felices de notar su tacón en la nuca e incluso pidieron más. Reflexionando en el destino de sus ilustres predecesoras, Catalina se dice que esa capacidad para ser moralmente masculina en las decisiones políticas y físicamente femenina en la cama debe de ser la característica de todas sus congéneres que se precian de tener una opinión acerca de los asuntos del Estado. En lugar de mitigar su sensualidad, el ejercicio de la autocracia la exacerba.
Cuantas más responsabilidades asumen en la dirección de la nación, más necesidad sienten de saciar su instinto genésico, reprimido durante las aburridas conversaciones ministeriales. ¿No será eso la prueba de la ambivalencia original de la mujer, que, lejos de tener por única vocación el placer y la procreación, está igualmente en su papel cuando dirige el destino de un pueblo?
De repente, Catalina ve con una claridad diáfana una evidencia histórica: Rusia es, más que ninguna otra tierra, el imperio de las mujeres. Ella sueña con modelarla a su manera, con pulirla sin desnaturalizarla. Desde la primera Catalina hasta la segunda, las costumbres han cambiado imperceptiblemente. En los salones, la robusta barbarie oriental ya se da aires de cultura europea. La nueva zarina está resuelta a alentar esta metamorfosis, pero su próxima ambición es hacer olvidar sus orígenes germanos, su acento alemán y su antiguo nombre, Sofía de Anhalt-Zerbst, y ser para todos los rusos la más rusa de las soberanas, la emperatriz Catalina II de Rusia. Tiene treinta y tres años y toda la vida por delante para demostrar su valor. Es más de lo que hace falta cuando, como ella, uno tiene fe en su estrella y en su país. Y le da igual que ese país no sea donde ha nacido, porque es el que ha elegido. No hay nada más noble, piensa Catalina, que construir el propio futuro al margen de las nociones de nacionalidad y genealogía. ¿No es por eso por lo que un día la llamarán Catalina la Grande?
Árbol genealógico de los Románov
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