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– ¿Os he sobresaltado, capitán? ¿Os sorprende que lo sepa?

– Susurro -dijo Hunter-, ¿lo sabe alguien más?

– Algunos -siseó Susurro-. O lo sospechan. Pero no lo comprenden. Me he enterado de la aventura de Morton durante su travesía. -Ah.

– ¿Vais a ir, capitán?

– Háblame de Matanceros, Susurro.

– ¿Queréis un mapa? -Sí.

– Quince chelines.

– Hecho -dijo Hunter.

Sin embargo, pensaba pagarle veinte, para asegurarse de su amistad y comprar su silencio. Por su parte, Susurro comprendería la obligación que comportaban los cinco chelines adicionales. Y sabría que Hunter le mataría si hablaba con alguien de Matanceros.

Susurro sacó un pedazo de tela encerada y un poco de carbón. Con la tela sobre las rodillas, dibujó un esbozo rápido.

– La isla de Matanceros, que en la lengua del virrey significa literalmente matarife -susurró-. Tiene forma de «U», así. La boca del puerto -golpeó el lado izquierdo de la «U»- es punta Matanceros. Ahí es donde Cazalla ha construido la fortaleza. En esta zona el terreno es bajo. La fortaleza no está a más de cincuenta pasos sobre el nivel del mar.

Hunter asintió y esperó mientras Susurro tragaba un poco de ron.

– La fortaleza es octogonal. Los muros son de piedra, de diez metros de altura. Dentro hay una guarnición del ejército español.

– ¿De cuántos hombres?

– Unos dicen que doscientos. Otros dicen que trescientos. He oído incluso que cuatrocientos, pero no lo creo.

Hunter asintió. Debía contar que fueran trescientos soldados.

– ¿Y la artillería?

– Solo en dos lados de la fortaleza -dijo Susurro con su voz rasposa-. Una batería de cañones apuntando al mar, al este. Y otra batería hacia el otro lado del puerto, al sur.

– ¿De qué cañones se trata?

Susurro soltó su horripilante risa.

– Qué interesante, capitán Hunter. Son culebrinas, cañones de veinticuatro libras, fundidos en bronce.

– ¿Cuántos?

– Diez, tal vez doce.

Era interesante, pensó Hunter. Las culebrinas no eran un armamento muy potente y ya no solían utilizarse a bordo de los barcos. En su lugar, casi todas las flotas de guerra habían adoptado los cañones cortos.

La culebrina era un arma que había quedado anticuada. Las culebrinas pesaban más de dos toneladas, y sus cañones de hasta cinco metros de largo las hacían mortalmente precisas a larga distancia. Podían disparar proyectiles pesados y se cargaban rápidamente. En manos de artilleros bien adiestrados, las culebrinas podían disparar a razón de una vez por minuto.

– Veo que está bien armada -dijo Hunter-. ¿Quién es el encargado de la artillería?

– Bosquet.

– He oído hablar de él -dijo Hunter-. ¿Es el hombre que hundió el Renown?

– El mismo -siseó Susurro.

Así que los artilleros serían hombres expertos. Hunter frunció el ceño.

– Susurro -dijo-, ¿sabes si las culebrinas están fijas en tierra?

El antiguo corsario se meció un buen rato.

– Estáis loco, capitán Hunter.

– ¿Por qué?

– Estáis pensando en atacar por tierra.

Hunter asintió.

– No lo lograréis -dijo Susurro. Golpeó el mapa que tenia sobre las rodillas-. Edmunds ya lo pensó, pero cuando vio la isla, se olvidó de ello. Mirad, si os acercáis por el oeste -señaló la curva de la «U»- hay un pequeño puerto que podéis utilizar. Pero para cruzar hasta el puerto principal de Matanceros por tierra, deberéis escalar el monte Leres, y pasar al otro lado.

Hunter hizo un gesto de impaciencia.

– ¿Es difícil escalar ese monte?

– Es imposible -aseguró Susurro-. Un hombre normal no podría hacerlo. A partir de aquí, de la cala occidental, el terreno asciende suavemente unos ciento cincuenta metros. Pero está cubierto de una selva densa y calurosa, repleta de pantanos. No hay agua potable. Habrá patrullas. Si ellas no os descubren y no morís a causa de las fiebres, llegaréis al pie del peñasco. La ladera occidental de Leres es una pared de roca vertical de unos cien metros. Ni siquiera un pájaro podría posarse en ella. El viento es incesante y tiene la fuerza de un huracán.

– Si lograra escalarla -dijo Hunter-, ¿después qué encontraría?

– La ladera oriental es muy suave y no presenta ninguna dificultad -explicó Susurro-. Pero nunca alcanzaréis la vertiente del este, os lo aseguro.

– Pero si la alcanzara -dijo Hunter- ¿debo temer las baterías de Matanceros?

Susurro se encogió de hombros.

– Apuntan al agua, capitán Hunter. Cazalla no es tonto. Sabe que no puede ser atacado por tierra.

– Siempre hay una forma.

Susurro se meció, en silencio, un largo rato.

– No siempre -dijo finalmente-. No siempre.

Don Diego de Ramano, conocido también como Ojo Negro o simplemente como el Judío, estaba encogido en su banco de trabajo del taller de Farrow Street. Entornaba los ojos a la manera de los miopes mientras miraba la perla que sujetaba entre el pulgar y el índice de la mano izquierda. Eran los únicos dedos que le quedaban en esa mano.

– Es de una calidad excelente -dijo. Le devolvió la perla a Hunter-. Os recomiendo conservarla.

Ojo Negro pestañeó rápidamente. Tenía la vista débil y los ojos rosados como los de un conejo. Le lagrimeaban casi constantemente; de vez en cuando se los secaba. En el ojo derecho tenía una gran mancha negra cerca de la pupila, de ahí su apodo.

– No me necesitabais para que os dijera esto, Hunter.

– No, don Diego.

El Judío asintió y se levantó del banco. Cruzó el estrecho taller y cerró la puerta de la calle. Después cerró las persianas de la ventana y volvió con Hunter.

– ¿Y bien?

– ¿Cómo estáis de salud, don Diego?

– Mi salud, mi salud -repitió don Diego, hundiendo las manos en las profundidades de los bolsillos de su ancho blusón. Era susceptible con su mano izquierda mutilada-. Mi salud es indiferente, como siempre. Tampoco me necesitabais para que os dijera esto.

– ¿El taller marcha bien? -preguntó Hunter, mirando por la habitación. Sobre las mesas toscas había joyas de oro a la vista. El Judío llevaba casi dos años vendiendo en esa tienda.

Don Diego se sentó. Miró a Hunter, se acarició la barba y se secó los ojos.

– Hunter -dijo-, me estáis poniendo nervioso. Hablad con claridad.

– Me preguntaba si todavía trabajabais con pólvora -aventuró Hunter.

– ¿Pólvora? ¿Pólvora? -El Judío miró por la habitación, frunciendo el ceño como si no entendiera el significado de la palabra-. No -dijo-. No trabajo con pólvora. Después de esto no. -Señaló su ojo ennegrecido-. Y tampoco después de esto. -Levantó la mano izquierda casi sin dedos-. Ya no trabajo con pólvora.

– ¿Creéis que podría haceros cambiar de opinión?

– Jamás.

– Jamás es mucho tiempo.

– Jamás es lo que quiero decir, Hunter.

– ¿Ni siquiera para atacar a Cazalla?

El Judío gruñó.

– Cazalla -repitió en tono grave-. Cazalla está en Matanceros y no se le puede atacar.

– Yo pienso hacerlo -dijo Hunter en voz baja.

– Como el capitán Edmunds, el año pasado. -Don Diego hizo una mueca al recordarlo. Había participado en la financiación de la expedición y había perdido su inversión de cincuenta libras-. Matanceros es invulnerable, Hunter. Que la vanidad no enturbie vuestros sentidos. La fortaleza no puede tomarse. -Se secó las lágrimas de la mejilla-. Además, allí no hay nada.

– En la fortaleza no hay nada -dijo Hunter-. Pero en el puerto sí.

– ¿El puerto? ¿El puerto? -Ojo Negro volvió a mirar al vacío-. ¿Qué hay en el puerto? Ah. Deben de ser las naos del tesoro perdidas en la tormenta de agosto, ¿me equivoco?