– Una de ellas.
– ¿Cómo lo sabéis?
– Lo sé.
– ¿Una nao? -El Judío pestañeó más rápidamente aún. Se rascó la nariz con el índice de la mano izquierda mutilada, signo inequívoco de que estaba reflexionando-. Seguramente está llena de tabaco y canela -dijo lúgubremente.
– Seguramente está llena de oro y perlas -le rectificó Hunter-. De otro modo habría intentado volver a España aun a riesgo de ser capturada. Si fue a Matanceros fue solo porque el tesoro es demasiado valioso para correr riesgos.
– Tal vez, tal vez…
Hunter observó al Judío cuidadosamente. El comerciante era un gran actor.
– Supongamos que tenéis razón -aceptó finalmente-. A mí no me interesa. Una nao en el puerto de Matanceros está tan segura como si estuviera atracada en Cádiz. Está protegida por la fortaleza y la fortaleza no puede tomarse.
– Es cierto -dijo Hunter-. Pero las baterías de cañones que custodian el puerto pueden destruirse, si vuestra salud es buena y os avenís a trabajar con pólvora otra vez. -Me halagáis.
– Nada más lejos de mi intención.
– ¿Qué tiene que ver mi salud con esto?
– Mi plan -dijo Hunter- tiene sus inconvenientes.
Don Diego frunció el ceño.
– ¿Estáis diciendo que deberé ir con vos?
– Por supuesto. ¿Qué esperabais?
– Creía que queríais dinero. ¿Queréis que vaya?
– Es esencial, don Diego.
El Judío se levantó bruscamente.
– Para atacar a Cazalla -dijo, repentinamente emocionado.
Se puso a caminar arriba y abajo.
– He soñado con su muerte cada noche durante diez años, Hunter. He soñado… -Paró de pasear y miró a Hunter-. Vos también tenéis vuestras razones. -Las tengo -dijo Hunter. -Pero ¿puede hacerse? ¿De verdad? -De verdad, don Diego.
– Entonces estoy deseando oír el plan -dijo el Judío, entusiasmado-. Y estoy deseando saber qué pólvora necesitáis.
– Necesito un invento -dijo Hunter-. Debéis fabricar algo que todavía no existe.
El Judío se secó las lágrimas de los ojos.
– Contadme -dijo-. Contádmelo todo.
El señor Enders, el cirujano barbero y artista del mar, aplicó con delicadeza la sanguijuela al cuello de su paciente. El hombre, echado hacia atrás en la silla, con la cara tapada con un paño, gimió cuando la bestia viscosa le tocó la carne. Inmediatamente, la sanguijuela empezó a hincharse de sangre.
El señor Enders tarareó en voz baja.
– Ya está -dijo-. Solo un momento y os sentiréis mucho mejor. Confiad en mí, respiraréis mejor y las damas también quedarán más contentas. -Dio unos golpecitos a la mejilla tapada con el paño-. Salgo un momento a respirar aire fresco y vuelvo enseguida.
Sin más, el señor Enders salió de la tienda porque había visto a Hunter, que desde fuera le hacía una seña para que se acercara. El señor Enders era un hombre bajo, de movimientos rápidos y delicados; parecía que bailara en vez de caminar. Tenía un modesto negocio en el puerto, porque muchos de sus pacientes sobrevivían a sus cuidados, a diferencia de los de otros cirujanos. Pero su mayor habilidad, y su auténtica pasión, era pilotar naves con las velas desplegadas. Enders, un verdadero artista del mar, era un espécimen raro, un timonero perfecto, un hombre que parecía entrar en comunión con el barco que gobernaba.
– ¿Necesitáis un afeitado, capitán? -preguntó a Hunter.
– Una tripulación.
– Pues ya tenéis a un cirujano -dijo Enders-. ¿Y de qué tipo de viaje se trata?
– Vamos a talar madera -contestó Hunter sonriendo.
– Siempre es agradable talar madera -dijo Enders-. ¿Y de quién es la madera?
– De Cazalla.
Inmediatamente, Enders abandonó su buen humor.
– ¿Cazalla? ¿Pretendéis ir a Matanceros?
– Hablad más bajo -dijo Hunter, mirando hacia la calle.
– Capitán, capitán, el suicidio es una ofensa a Dios.
– Sabéis que os necesito -dijo Hunter.
– Pero la vida es bella, capitán -replicó Enders.
– El oro también.
Enders se calló, enfurruñado. Sabía, como lo sabía el Judío, como lo sabían todos en Port Royal, que no había oro en la fortaleza de Matanceros.
– ¿Podríais explicaros?
– Es mejor que no.
– ¿Cuándo zarpáis?
– Dentro de dos días.
– ¿Y nos enteraremos de las razones en la bahía del Toro?
– Tenéis mi palabra.
Enders extendió silenciosamente la mano y Hunter se la estrechó. Dentro de la tienda, el paciente se retorcía y gruñía.
– ¡Cielos, pobre hombre! -exclamó Enders y entró corriendo. La sanguijuela estaba hinchada de sangre y algunas gotas rojas caían en el suelo de madera. Enders arrancó la sanguijuela y el paciente chilló-. Calma, calma, no os pongáis nervioso, excelencia.
– Eres un maldito pirata y un canalla -escupió sir James Almont, apartando el paño de la cara y taponándose con él el cuello mordido.
Lazue estaba en un llamativo burdel de Lime Road, rodeado de mujeres risueñas. Lazue era francés; el nombre era una contracción de Les Yeux, porque sus ojos de marinero eran graneles, brillantes y legendarios. Podía ver mejor que nadie en la oscuridad de la noche; muchas veces Hunter había logrado maniobrar sus navios entre arrecifes y bancos de arena con la ayuda del francés en el castillo de proa. También era cierto que ese hombre esbelto y felino era un extraordinario tirador.
– Hunter -gruñó Lazue, con un brazo alrededor de una muchacha tetuda-. Hunter, unios a nosotros. Las muchachas rieron, jugando con sus cabellos.
– Hablemos en privado, Lazue.
– Qué aburrido sois -dijo el francés, y besó a todas las muchachas una por una-. Volveré, preciosas -se despidió, y fue con Hunter a un rincón alejado.
Una muchacha les llevó una vasija de barro llena de ron y un vaso para cada uno.
Hunter miró la cara lampiña y los cabellos largos y enmarañados de Lazue.
– ¿Has bebido, Lazue?
– No demasiado, capitán -contestó él, con una risa ronca-. Hablad.
– Salgo en una expedición en dos días.
– ¿Sí? -Lazue recuperó la sobriedad de golpe. Sus grandes ojos vigilantes se concentraron en Hunter-. ¿Una expedición adonde?
– A Matanceros.
Lazue rió, con un gruñido profundo y resonante. Era insólito que un sonido así saliera de un cuerpo tan flaco.
– Matanceros significa matarifes, y, por lo que he oído, decir el nombre le va como anillo al dedo.
– No importa -dijo Hunter.
– Vuestras razones deben de ser muy buenas.
– Lo son.
Lazue asintió, sin esperar a oír más. Un capitán experto no solía revelar demasiado de una expedición hasta que la tripulación estaba en alta mar.
– ¿Las razones son tan buenas como grandes los peligros?
– Lo son.
Lazue escrutó la cara de Hunter.
– ¿Queréis a una mujer en la expedición?
– Por eso estoy aquí.
Lazue rió de nuevo. Se rascó los pequeños pechos distraídamente. Aunque se vestía, se comportaba y luchaba como un hombre, Lazue era una mujer. Pocos conocían su historia, pero Hunter era uno de ellos.
Lazue era la hija de la esposa de un marinero bretón. Su marido estaba en el mar cuando ella descubrió que estaba embarazada y poco después tuvo un hijo. Sin embargo, el esposo no regresó -de hecho no se supo nunca más de él- y unos meses después la mujer quedó embarazada de nuevo. Temiendo el escándalo, se trasladó a otro pueblo de la provincia, donde tuvo a su hija, Lazue.
Al cabo de un año el hijo murió. En ese tiempo, la madre se había quedado sin dinero, así que tuvo que volver a su pueblo natal a vivir con sus padres. Para evitar la deshonra, vistió a su hija de niño; el engaño fue tan completo que en el pueblo nadie, ni siquiera los abuelos de la niña, sospecharon jamás la verdad. Lazue creció como un varón, y a los trece años entró a trabajar de cochero para un noble de la zona; más tarde se alistó en el ejército francés y vivió varios años entre las tropas sin que nadie la descubriera. Finalmente -al menos tal como ella contaba la historia- se enamoró de un joven y guapo oficial de caballería y le reveló su secreto. Vivieron un amor apasionado pero él nunca se casó con ella, y cuando todo acabó, ella decidió emigrar a las Indias Occidentales, donde asumió de nuevo su papel masculino.