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– ¿Debo adivinar la razón de tu visita?

– No -dijo Hunter, mirando a la muchacha.

– Ah -dijo Sanson. Se dirigió a ella-. Mi delicado melocotón… -Le besó las puntas de los dedos y señaló con la mano el pasillo.

La muchacha saltó inmediatamente de la cama, desnuda, recogió apresuradamente su ropa y salió de la habitación.

– Una delicia de muchacha -comentó Sanson.

Hunter cerró la puerta.

– Es francesa -dijo Sanson-. Las francesas son las mejores amantes, ¿no te parece?

– Sin duda son las mejores prostitutas.

Sanson se rió. Era un hombre corpulento y alto, que provocaba una sensación tenebrosa y amenazadora: cabellos oscuros, cejas oscuras que se unían sobre la nariz, barba oscura, piel oscura. Pero su voz era sorprendentemente aguda, sobre todo cuando se reía.

– ¿No puedo convencerte de que las francesas son superiores a las inglesas?

– Solo en su capacidad para transmitir enfermedades.

Sanson se rió con ganas.

– Hunter, tu sentido del humor es único. ¿Tomarás un vaso de vino conmigo?

– Con placer.

Sanson le sirvió de la botella de la mesita. Hunter cogió el vaso y lo levantó para brindar.

– A tu salud.

– A la tuya -dijo Sanson, y ambos bebieron.

Ninguno de los dos apartó la mirada del otro.

Por su parte, Hunter no confiaba en absoluto en Sanson. En realidad, no deseaba llevarse a Sanson a la expedición, pero el francés era necesario para el éxito de la empresa. Porque San- son, a pesar de su orgullo, su vanidad y sus fanfarronerías, era el asesino más despiadado del Caribe; procedía de una familia de verdugos franceses.

Incluso su nombre -Sanson, que significa «sin sonido»- era una definición satírica de la manera silenciosa en la que solían acabar sus víctimas. Era conocido y temido en todas partes. Se decía que su padre, Charles Sanson, era el verdugo del rey en Dieppe. Se rumoreaba que el propio Sanson había sido sacerdote en Lieja durante un tiempo breve, hasta que sus indiscreciones con las monjas de un convento cercano hicieron más conveniente que abandonara el país.

Pero Port Royal no era una ciudad donde se prestara mucha atención a las historias del pasado. Allí Sanson era conocido por su habilidad con el sable, la pistola y su arma favorita, la ballesta.

Sanson volvió a reír.

– Bien, hijo. Cuéntame qué te preocupa.

– Zarpo dentro de dos días. Hacia Matanceros.

Sanson no rió.

– ¿Quieres que vaya contigo a Matanceros?

– Sí.

Sanson sirvió más vino.

– No quiero ir allí -dijo-. Ningún hombre cuerdo quiere ir a Matanceros. ¿Por qué quieres ir?

Hunter no dijo nada.

Con el ceño fruncido, Sanson se miró los pies sobre la cama. Meneó los dedos de los pies, todavía con el ceño fruncido.

– Tiene que ser por los galeones -dijo finalmente-. Los galeones perdidos durante la tormenta se han refugiado en Matanceros, ¿verdad?

Hunter se encogió de hombros.

– Cauto, cauto -bromeó Sanson-. Muy bien, ¿y qué condiciones propones para esta expedición de locos?

– Te daré cuatro partes sobre cien.

– ¿Cuatro partes? Eres un hombre avaro, capitán Hunter. Has herido mi orgullo, si crees que solo valgo cuatro partes…

– Cinco partes -dijo Hunter, con la expresión de un hombre que se rinde.

– ¿Cinco? Pongamos ocho y cerramos el trato.

– Pongamos cinco y cerramos el trato.

– Hunter. Es tarde y no tengo paciencia. ¿Quedamos en siete?

– Seis.

– Por la sangre de Cristo, qué avaro eres.

– Seis -repitió Hunter.

– Siete. Toma otro vaso de vino.

Hunter le miró y decidió que no merecía la pena seguir discutiendo. Sanson sería más fácil de controlar si creía que había negociado bien; en cambio, estaría intratable y de mal humor si consideraba que el acuerdo era injusto.

– Está bien, siete -aceptó Hunter.

– Amigo mío, eres una persona sensata. -Sanson alargó la mano-. Cuéntame cómo piensas atacar.

Sanson escuchó el plan sin decir una sola palabra. Finalmente, cuando Hunter terminó, se dio una palmada en el muslo.

– Es cierto eso que dicen de que el español es perezoso, el francés elegante y el inglés ingenioso.

– Creo que funcionará -dijo Hunter.

– No tengo la menor duda -dijo Sanson.

Cuando Hunter salió de la pequeña habitación, el día estaba rompiendo sobre las calles de Port Royal.

8

Por supuesto, fue imposible mantener en secreto la expedición. Había demasiados marineros buscando un puesto en cualquier buque corsario, y se necesitaban demasiados mercaderes y granjeros para aprovisionar el Cassandra, el balandro de Hunter. A primera hora de la mañana, todo Port Royal estaba hablando de la inminente empresa del capitán.

Se decía que Hunter atacaría Campeche. También se decía que saquearía Maracaibo. Incluso se decía que osaría atacar Panamá, como había hecho Drake hacía setenta años. Pero un viaje tan largo por mar exigía un fuerte aprovisionamiento, y Hunter estaba reuniendo tan pocos suministros que los rumores se inclinaban mayoritariamente porque el objetivo de la expedición fuera la propia La Habana, que nunca había sido atacada por los corsarios. La mera idea era considerada una locura por casi todos.

Salieron a la luz otras informaciones desconcertantes. Ojo Negro, el Judío, estaba comprando ratas a los niños y a los bribones de los muelles. Para qué querría ratas el Judío era algo que estaba fuera del alcance de la imaginación de los marineros. También se sabía que Ojo Negro había comprado las entrañas de un cerdo, que podían utilizarse para la adivinación, pero sin duda no le serían de utilidad a un judío.

Mientras tanto, la tienda de oro del Judío estaba cerrada y atrancada.

El Judío se había ido a alguna parte de las colinas del interior. Había salido antes del alba, con cierta cantidad de azufre, salitre y carbón.

El aprovisionamiento del Cassandra también era extraño. Solo se había solicitado una cantidad limitada de cerdo salado, pero en cambio habían pedido mucha agua, incluidos varios barriletes, encargados especialmente al señor Longley, el tonelero. La tienda de cáñamo del señor Whitstall había pedido un encargo de más de trescientos metros de cuerda robusta, demasiado gruesa para usarla como jarcias en un velero. Al señor Nedley, el fabricante de velas, le habían pedido que cosiera varias bolsas grandes de lona con ojales para cerrarlas por arriba. Y Carver, el herrero, estaba forjando rezones con un diseño peculiar: los brazos llevaban bisagras para poder doblarlos y aplanarlos.

Hubo también un presagio: por la mañana, los pescadores atraparon un gigantesco tiburón martillo, y lo arrastraron hasta el muelle cercano a Chocolate Hole, donde las tortugas hacían sus madrigueras. El tiburón, que medía más de cuatro metros y tenía un hocico muy largo y plano, y los ojos a uno y otro lado de una protuberancia, era anormalmente feo. Pescadores y transeúntes dispararon sus pistolas contra el animal, sin aparentes consecuencias. La enorme bestia siguió contorsionándose y agitándose sobre la madera del muelle hasta pasado mediodía.

Luego, abrieron el vientre del tiburón, de donde salieron unos viscosos y retorcidos intestinos. Cuando miraron en las entrañas vieron un destello de metal; posteriormente se comprobó que se trataba de la armadura completa de un soldado españoclass="underline" el pectoral, el yelmo con cresta y las rodilleras. De ahí se dedujo que el tiburón martillo había devorado al soldado y se había comido su carne, pero no había sido capaz de digerir la armadura. Algunos interpretaron lo sucedido como un presagio de un inminente ataque español a Port Royal; otros, como una prueba de que Hunter atacaría a los españoles.

Sir James Almont no tenía tiempo para presagios. Aquella mañana estaba ocupado interrogando a un granuja francés llamado L'Olonnais, que había llegado a puerto hacía unas horas con un bergantín español como botín. L'Olonnais no tenía patente de corso y, de todos modos, se suponía que Inglaterra y España estaban en paz. Sin embargo, lo peor era que, en el momento de su llegada al puerto, el bergantín no contenía nada particularmente valioso. Algunas pieles y tabaco fue todo lo que se halló en su bodega.