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A pesar de su fama como corsario, L'Olonnais era un hombre estúpido y brutal, aunque tampoco se necesitaba una gran inteligencia para ser corsario. Solo había que esperar en las latitudes adecuadas hasta que pasara un barco y entonces atacarlo. En el despacho del gobernador, L'Olonnais, de pie y con el sombrero en la mano, recitaba su inverosímil historia con inocencia infantil. Había abordado el barco, dijo, pero lo había encontrado desierto. No había pasajeros a bordo, y la nave iba a la deriva.

– A fe que alguna plaga o calamidad debió de caer sobre ese barco -contó L'Olonnais-. Pero me pareció un buen barco, excelencia, y consideré un servicio a la Corona traerlo a puerto.

– ¿No encontrasteis ningún pasajero?

– Ni un alma.

– ¿Ningún muerto a bordo del barco?

– No, excelencia.

– ¿Y ninguna pista de la desgracia que había ocurrido?

– Ni una sola.

– Y la carga…

– Tal como la han encontrado vuestros inspectores, excelencia. No habríamos osado tocarla. Lo sabéis.

Sir James se preguntó a cuántas personas inocentes habría matado L'Olonnais para vaciar el puente de aquel barco mercante. Y dónde habría atracado el pirata para esconder los objetos de valor de la carga. Había innumerables islas y pequeños islotes por todo el Caribe que podía haber utilizado con ese propósito.

Sir James tamborileó con los dedos sobre la mesa. Era evidente que el hombre mentía, pero necesitaba pruebas. Incluso en el rudo ambiente de Port Royal, la ley inglesa debía cumplirse.

– Muy bien -dijo al fin-. Os anuncio oficialmente que la Corona está muy contrariada con esta captura. Por consiguiente, el rey se quedará con una quinta parte…

– ¡Una quinta!

Normalmente, el rey se quedaba con una décima o incluso menos, una quinceava.

– No hay discusión -dijo sir James con calma-. Su Ma- j estad tendrá una quinta parte de la carga. De todos modos, os advierto que si llega a mis oídos que vuestra conducta es deshonesta, seréis juzgado y colgado como pirata y asesino.

– Excelencia, os juro que…

– Es suficiente -atajó sir James, levantando una mano-. Sois libre de marcharos por el momento, pero no olvidéis mis palabras.

L'Olonnais inclinó la cabeza ceremoniosamente y salió de la estancia. Almont llamó a su ayudante.

– John -dijo-, busca a algunos de los marineros de i:t Monnais y encárgate de darles suficiente vino para que se les suelte la lengua. Quiero saber cómo se apoderó de esa nave y quiero pruebas consistentes contra él.

– Así se hará, excelencia.

– Y John… Aparta una décima para el rey y una décima para el gobernador.

– Sí, excelencia.

– Es todo.

John hizo una reverencia.

– Excelencia, el capitán Hunter ha venido a buscar sus documentos.

– Hazle pasar.

Hunter entró poco después. Almont se levantó y le estrechó la mano.

– Parecéis de buen humor, capitán.

– Lo estoy, sir James.

– ¿Los preparativos marchan bien?

– Marchan bien, sir James.

– ¿A qué precio?

– Quinientos doblones, sir James.

Almont había previsto la suma. Buscó un saco de monedas en su escritorio.

– Esto será suficiente.

Hunter hizo una reverencia mientras cogía el dinero.

– Veamos -dijo sir James-, he ordenado que os entreguen una patente de corso que os autorice a talar madera en cualquier lugar que consideréis oportuno y adecuado. -Entregó el documento a Hunter.

En 1665, los ingleses consideraban un comercio legítimo la tala de madera, aunque los españoles reivindicaban el monopolio de esta industria. La madera, Hematoxylin campaechium, se utilizaba para elaborar tinte rojo, así como ciertas medicinas. Era una sustancia tan valiosa como el tabaco.

– Debo avisaros -prosiguió sir James lentamente- de que no podemos de ningún modo legitimar ataques contra asentamientos españoles sin que medie una provocación.

– Lo comprendo -dijo Hunter.

– ¿Prevéis que habrá provocaciones?

– Lo dudo, sir James.

– Entonces, vuestro ataque contra Matanceros será un acto de piratería.

– Sir James, nuestro miserable balandro Cassandra, escasamente armado y como prueban vuestros documentos dedicado a la actividad comercial, podría ser blanco de los cañones de Matanceros. En tal caso, ¿no estaríamos obligados a responder? Una agresión sin motivo a un navio inocente no puede ser tolerada.

– Por supuesto que no -coincidió sir James-. Estoy seguro de que puedo confiar en que actuaréis como un soldado y un caballero.

– No traicionaré vuestra confianza.

Hunter se volvió para marcharse.

– Una última cosa -dijo sir James-. Cazalla es uno de los favoritos de Felipe. La hija de Cazalla está casada con el vicecanciller del rey. Un mensaje de Cazalla en el que describiera los sucesos de Matanceros de forma muy distinta de vuestro relato sería causa de gran turbación para Su Majestad el rey Carlos.

– Dudo que ningún informe de Cazalla llegue a España -dijo Hunter.

– Es importante que no los haya.

– No se reciben mensajes de las profundidades del mar.

– Por supuesto que no -afirmó sir James.

Los dos hombres se estrecharon la mano.

Cuando Hunter se disponía a abandonar la mansión del gobernador, una criada negra le entregó una carta y después se retiró sin decir palabra. Hunter bajó la escalera de la mansión leyendo la misiva escrita por una mano femenina.

Mi querido capitán:

Acabo de saber que en el interior de la isla hay un lugar, llamado Crawford's Valley, donde se encuentra un hermoso manantial de agua dulce. Para conocer la belleza de mi nuevo lugar de residencia, haré una excursión a esa fuente a última hora del día y espero que sea tan excepcional como me han inducido a creer.

Afectuosamente suya,

Emily Hacklett

Hunter guardó la carta en el bolsillo. En circunstancias normales, no habría prestado atención a la invitación implícita en las palabras de la señora Hacklett. Tenía mucho que hacer en su último día antes de que el Cassandra zarpara. Pero de todos modos debía ir al interior para ver a Ojo Negro. Si le sobraba tiempo… Se encogió de hombros y se dirigió a los establos a buscar su caballo.

9

El Judío se había retirado a Sutter's Bay, al este del puerto. Incluso desde lejos, Hunter pudo determinar con precisión dónde se había escondido, por el humo acre que se elevaba sobre los árboles y la detonación ocasional de cargas explosivas.

Guió el caballo hasta un pequeño claro y encontró al Judío en un escenario grotesco: había animales muertos por todas partes, pudriéndose al sol de mediodía. Tres barriles de madera, que contenían salitre, carbón y azufre, esperaban a un lado. Fragmentos de cristal roto relucían entre la hierba alta. El Judío trabajaba febrilmente, con la ropa y la cara manchadas de sangre y de pólvora de las explosiones.

Hunter desmontó y miró alrededor.

– ¿Se puede saber qué habéis estado haciendo, en el nombre de Dios?

– Lo que me pedisteis -contestó Ojo Negro sonriendo-. No quedaréis decepcionado. Venid, os lo mostraré. Primero, me encargasteis una mecha larga y de combustión lenta, ¿verdad?

Hunter asintió.

– Las mechas normales no sirven -sentenció el Judío-. Se podría utilizar un rastro de pólvora, pero arde a una gran velocidad. O por el contrario se podría utilizar un fósforo lento. -Un fósforo lento era un fragmento de cuerda o cáñamo empapado de salitre-. Pero es demasiado lento y a menudo la llama es tan débil que no consigue encender los materiales finales. ¿Me explico? -Sí.