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– Bien. En cuanto a la intensidad de la llama y la velocidad de combustión de la mecha se puede hallar una vía intermedia aumentando la proporción de azufre que contiene la mezcla inflamable. Pero esa mezcla se caracteriza por su baja fiabili- dad. Nosotros no queremos que la llama empiece a temblar y se apague.

– No.

– He probado con diversas cuerdas, mechas, e incluso trapos empapados, sin resultado. Ninguno de ellos puede utilizarse. En consecuencia, he buscado un contenedor en el que encerrar la carga. Y he encontrado esto. -Levantó una sustancia blanca, fina y membranosa-. Las visceras de una rata -dijo, sonriendo encantado-. Ligeramente secadas sobre carbones tibios, para eliminar los humores y los jugos sin que pierda flexibilidad. Así he logrado que cuando se introduce cierta cantidad de pólvora en el intestino, resulte una mecha muy útil. Os lo demostraré.

Cogió un pedazo de intestino, de unos tres metros, blanquecino, en el que se transparentaba la pólvora negra del interior. Lo dejó en el suelo y encendió un extremo.

La mecha ardió silenciosamente, con pocos temblores y lentamente, consumiendo no más de cuatro o cinco centímetros por minuto.

El Judío sonreía feliz.

– ¿Lo veis?

– Tenéis motivos para estar orgulloso -dijo Hunter-. ¿Esta mecha se puede transportar?

– Con toda seguridad -afirmó el Judío-. El único problema es el tiempo. Si el intestino se seca demasiado, se vuelve frágil y podría quebrarse. Esto sucede al cabo de uno o dos días.

– Entonces tendremos que llevarnos algunas ratas.

– Es lo que pensaba yo -coincidió el Judío-. Pero tengo otra sorpresa, algo que ni siquiera me pedisteis. Quizá no le encontraréis utilidad, aunque a mí me parece un artilugio realmente admirable. -Se calló un instante-. ¿Habéis oído hablar de esa arma francesa que llaman grenade?

– No. -Hunter sacudió la cabeza-. ¿Una fruta envenenada? -Grenade era la palabra francesa para la granada, y envenenar estaba a la orden del día en la corte del rey Luis.

– En cierto sentido -dijo el Judío, con una ligera sonrisa-. Se llama así por su similitud con las semillas que contiene la granada. Conocía de la existencia de esa arma, pero también sabía que era peligroso fabricarla. Sin embargo, lo he logrado. El truco es la proporción de salitre. Observad.

El Judío levantó una botella vacía con el cuello corto. Mientras Hunter observaba, el Judío le echó un puñado de perdigones y algunos fragmentos de metal. Mientras trabajaba, el Judío se explicó:

– No querría que pensarais mal de mí. ¿Habéis oído hablar de la Complicidad Grande?

– Solo un poco.

– Empezó con mi hijo -dijo el Judío, con una mueca, mientras preparaba la granada-. En agosto del año 1639, mi hijo hacía tiempo que había renunciado a la fe judía. Vivía en Lima, en Perú, en Nueva España. Su familia prosperaba y él se creó enemigos.

»Le arrestaron el 11 de agosto -prosiguió el Judío mientras echaba más perdigones en el recipiente de vidrio- y le acusaron de ser judío clandestinamente. Decían que no había querido cerrar una venta un sábado, y también que no comía tocino para desayunar. Le marcaron como judaizante y lo torturaron. Le metieron los pies dentro de zapatos de hierro al rojo vivo y su carne se abrasó. Confesó.

El Judío terminó de llenar la botella de pólvora y la selló con cera derretida.

– Lo tuvieron seis meses en prisión -continuó-. En 1640, en enero, quemaron a once hombres en la pira. Siete estaban todavía vivos. Uno de ellos era mi hijo. Cazalla era el comandante de la guarnición que supervisó la ejecución del auto de fe. Los bienes de mi hijo fueron requisados. Su esposa y sus hijos… desaparecieron.

El Judío miró brevemente a Hunter y se secó las lágrimas de los ojos.

– No quiero compasión -dijo-. Pero quizá esto os ayudará a comprender.

Levantó la granada e insertó una mecha corta.

– Os aconsejo que os refugiéis tras esos matorrales -dijo el Judío.

Hunter se escondió y miró cómo el Judío dejaba la botella sobre una roca, encendía la mecha y corría a reunirse con él. Los dos hombres se quedaron mirando la botella.

– ¿Qué va a pasar? -preguntó Hunter.

– Observad -respondió el Judío, sonriendo por primera vez.

Poco después, la botella explotó. Fragmentos de vidrio y metal salieron despedidos en todas direcciones. Hunter y el Judío se aplastaron contra el suelo, mientra oían los fragmentos que cruzaban el follaje por encima de sus cabezas.

Cuando Hunter levantó de nuevo la cabeza, estaba pálido.

– ¡Cielo santo! -exclamó.

– No es un accesorio para caballeros, precisamente -bromeó el Judío-. Causa pocos daños a todo lo que no sea carne viva.

Hunter miró al Judío, intrigado.

– El comandante se ha ganado estas atenciones -dijo el Judío-. ¿Qué opináis de la granada?

Hunter no dijo nada. Su instinto se rebelaba contra un arma tan inhumana. Sin embargo iba a llevarse a sesenta hombre para capturar un galeón con un tesoro en una fortaleza enemiga; sesenta hombres contra una fortaleza dotada con trescientos soldados y la tripulación que se encontraba en tierra, lo que sumaba doscientos o trescientos más.

– Construidme una docena -dijo finalmente-. Empaquetadlas para el viaje y no se lo digáis a nadie. Será nuestro secreto.

El Judío sonrió.

– Tendréis vuestra venganza, don Diego -dijo Hunter. Montó a caballo y, sin añadir nada más, se alejó.

10

Crawford's Valley estaba a una agradable distancia de media hora a caballo hacia el norte, a través del exuberante follaje que crecía a los pies de las Blue Mountains. Hunter llegó a lo alto de una cima sobre el valle y vio los caballos de la señora Hacklett y de sus dos esclavas atados junto al alegre riachuelo, que surgía de una poza en la roca en el extremo oriental del valle. También vio un mantel en el suelo sobre el que se había dispuesto la merienda.

Hunter desmontó cerca de los caballos y ató el suyo. Apenas tardó un momento en convencer a las dos negras, llevándose un dedo a los labios y lanzándoles un chelín. Riéndose silenciosamente, las dos mujeres se esfumaron. No era la primera vez que alguien las sobornaba para que guardaran silencio sobre un encuentro clandestino, así que Hunter no tuvo ningún temor de que contaran a nadie lo que habían visto.

Tampoco dudaba de que se quedarían espiando a los dos blancos desde los arbustos, riendo por lo bajo. Se acercó silenciosamente a las rocas que rodeaban la poza, al pie de la suave cascada. La señora Hacklett estaba chapoteando en el agua del manantial. Todavía no se había percatado de la llegada de Hunter.

– Sarah -dijo la señora Hacklett, hablando con la esclava que todavía creía tener cerca-, ¿conoces al capitán Hunter, del puerto?

– Humm -contestó él, en tono agudo y se sentó junto a la ropa de ella.

– Robert dice que no es más que un granuja y un pirata -prosiguió ella-. Pero mi esposo me presta tan poca atención… Era la favorita del rey, así que él debería estar contento. Pero el capitán Hunter es tan guapo. ¿Sabes si goza de los favores de muchas mujeres en la ciudad?

Hunter no contestó. Contemplaba a la señora Hacklett mientra chapoteaba.

– Estoy segura de que sí. La expresión de sus ojos podría derretir el corazón más duro. Es evidente que es fuerte y valiente; y esto es algo que a ninguna mujer le pasa inadvertido. Además sus dedos y su nariz son de buen augurio para las que disfruten de sus atenciones. ¿Tiene alguna favorita en la ciudad, Sarah?

Hunter no contestó.

– Su Majestad tiene los dedos largos y está maravillosamente dotado para la cama. -Se rió-. No debería decir estas cosas, Sarah.