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El capitán siguió sin decir nada.

– ¿Sarah? -dijo, volviéndose, y vio a Hunter, sentado y sonriéndole.

– ¿No sabéis que bañarse es poco sano? -dijo Hunter.

Ella le salpicó, enfadada.

– Todo lo que dicen de vos es cierto -se quejó-. Sois un hombre vil, vulgar y absolutamente desagradable, y no sois un caballero.

– ¿Esperabais a un caballero hoy?

Ella volvió a salpicarle.

– Sin duda esperaba algo más que un espía deshonesto. ¡Alejaos inmediatamente para que pueda volver a vestirme!

– Este sitio me resulta muy agradable -dijo Hunter.

– ¿Os negáis a marcharos?

Estaba muy enfadada. En las aguas transparentes, Hunter podía ver que era demasiado delgada para su gusto, con pechos pequeños; una mujer huesuda con el ceño fruncido. Pero su ira le excitó.

– En efecto, temo no poder complaceros.

– Entonces, señor, os he juzgado mal. Os creía dispuesto a tratar con cortesía y buenos modales a una mujer en desventaja.

– ¿Cuál es vuestra desventaja? -preguntó Hunter.

– Estoy desnuda, señor.

– Ya lo veo.

– Y el agua del manantial está fría. -¿Sí? '

– Ya lo creo que sí.

– ¿Acabáis de daros cuenta?

– Señor, os pido una vez más que ceséis esta impertinencia y me permitáis un momento de intimidad para secarme y vestirme.

A modo de respuesta, Hunter se acercó al borde del agua, la tomó de la mano y la subió a la roca, donde se quedó goteando y temblando, a pesar del calor del sol. Ella lo miraba, furiosa.

– Pillaréis un mal resfriado -dijo él sonriendo ante la vergüenza de ella.

– Pues que seamos dos -replicó ella, y bruscamente lo empujó al agua, totalmente vestido.

Cuando Hunter se sumergió sintió el impacto del agua helada en el cuerpo. Jadeó, sin respiración. Luchó por mantenerse a flote mientras ella se reía de él desde la roca.

– Señora -dijo él, ahogándose-. Señora, os lo ruego.

Ella seguía riendo.

– Señora -dijo él-. No sé nadar. Os ruego que me ayudéis… -Y su cabeza se sumergió un momento.

– ¿Un lobo de mar que no sabe nadar? -preguntó entre carcajadas.

– Señora… -fue todo lo que pudo decir al salir a la superficie antes de volver a hundirse.

Un momento después salió a flote, dando manotazos y patadas frenéticamente. Ella empezó a mirarlo preocupada; luego le alargó una mano y él se acercó agitando pies y manos.

Hunter le cogió la mano y tiró con fuerza, levantándola por encima de su cabeza. Ella gritó y cayó de espaldas, como un peso muerto; volvió a chillar, antes de hundirse. El todavía reía cuando ella salió a la superficie, pero la ayudó a volver a subir a la roca tibia.

– Sois un canalla -espetó ella escupiendo agua-, sois un bastardo, un bribón, un malvado granuja y un maldito sinvergüenza.

– A vuestro servicio -dijo Hunter, y la besó.

Ella se apartó.

– Y un presuntuoso.

– Y un presuntuoso -aceptó él, y volvió a besarla.

– Supongo que ahora pretendéis forzarme como a una mujer cualquiera.

– Dudo -dijo Hunter, quitándose la ropa mojada- que sea necesario.

Y no lo fue.

– ¿A la luz del día? -se escandalizó ella, pero esas fueron sus últimas palabras inteligibles.

11

Hacia mediodía, el secretario Robert Hacklett se presentó ante sir James Almont con noticias preocupantes.

– La ciudad es un hervidero de rumores -dijo-. Se dice que el capitán Hunter, el mismo hombre con quien cenamos anteanoche, está organizando una expedición pirata contra un dominio español, tal vez La Habana.

– ¿Y vos dais crédito a esas tonterías? -preguntó Almont tranquilamente.

– Excelencia -insistió Hacklett-, es un hecho probado que el capitán Hunter ha ordenado que se cargaran provisiones para un viaje por mar a bordo de su balandro Cassandra.

– Quizá -admitió Almont-. Pero ¿dónde está el delito?

– Excelencia -dijo Hacklett-, con el mayor de los respetos debo informaros de que, según los rumores, vos habéis autorizado la expedición e incluso habéis aportado vuestro apoyo económico.

– ¿Estáis diciendo que he financiado la expedición? -preguntó Almont, con cierta irritación.

– En otras palabras, esto es lo que se dice, sir James.

El gobernador suspiró.

– Señor Hacklett -dijo-, cuando llevéis más tiempo residiendo aquí, pongamos una semana, sabréis que siempre corre el rumor de que he autorizado una expedición y de que la he financiado.

– Entonces, ¿los rumores no tienen fundamento?

– Reconozco que he proporcionado al capitán Hunter unos documentos que lo autorizan a talar madera donde le parezca oportuno. Este es el alcance de mi interés en el asunto.

– ¿Y dónde se talará esa madera?

– No tengo la menor idea -contestó Almont-. Probablemente en la Costa de los Mosquitos de Honduras. Es un lugar extraordinario.

– Excelencia -insistió Hacklett-, ¿permitís que os recuerde respetuosamente que en esta época de paz entre nuestra nación y España, la tala de madera representaría un motivo de irritación que podría evitarse fácilmente?

– Podéis recordármelo -dijo Almont-, pero considero que os equivocáis. En esta parte del mundo hay muchas tierras que España reclama; sin embargo no están habitadas, no hay ciudades, no hay colonos, no hay ciudadanos en ellas. En ausencia de tales pruebas de dominio, no considero que pueda objetarse nada a la tala de madera.

– Excelencia -rogó Hacklett-, ¿no estáis de acuerdo con que lo que empieza como una expedición de tala de madera, aun y reconociendo el acierto de lo que decís, puede convertirse con suma facilidad en una empresa de piratería?

– ¿Con facilidad? Con facilidad no, señor Hacklett.

A Su Excelsa Majestad Carlos, por la gracia de Dios, de la Inglaterra e Irlanda, rey, defensor de la fe, etc.

La humilde petición del vicegobernador de las plantaciones y de los territorios de Su majestad en jamaica y en las Indias Occidentales.

Humildemente atesta

Que yo, el más leal de los subditos de Su Majestad, habiendo sido encargado por Su Majestad siguiendo los sentimientos y deseos de la corte en la cuestión de la piratería en las Indias Occidentales; y habiendo notificado epistolarmente y, después, personalmente a sir James Almont, gobernador del susodicho territorio de Jamaica, los ya mencionados sentimientos y deseos, debo comunicar que muy poca atención se dedica, en estas latitudes, a poner fin o reprimir la piratería. Al contrario, debo informar sinceramente de que el mismo sir James se relaciona con todo tipo de canallas y delincuentes; de que alienta con palabras, actos y dinero la ejecución de viles y sangrientas expediciones contra territorios españoles; de que permite que Port Royal sea lugar de reunión para matones y truhanes, y para el disfrute de sus beneficios deshonestos; de que no muestra remordimiento por esas actividades y ninguna prueba de que hayan de cesar en el futuro; de que él no es persona idónea para el alto cargo que ostenta por la mala salud que padece y por su laxa moral; de que permite todo tipo de corrupción y vicio en nombre de Su Majestad. Por todas estas razones y pruebas, suplico humildemente y solicito a Su Majestad ser eximido de este cargo, y que Su Majestad nombre, en su grandeza, un sucesor más apto que no haga burla a diario de la Corona. Humildemente imploro la aquiescencia de Su Majestad a esta simple solicitud, y por ello rogaré. Resto entretanto vuestro más fiel, leal y obediente servidor,

Robert Hacklett,

dios salve al rey

Hacklett releyó la carta, la consideró satisfactoria y llamó a un criado. Anne Sharpe respondió a su llamada.