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Después, habló de la división del botín. Hunter, como capitán, se quedaría con trece partes sobre cien. A Sanson le corresponderían siete -esta cifra desencadenó algunos gruñidos- y el señor Enders tendría una y media. Lazue se llevaría una y cuarto. Ojo Negro también una y cuarto. El resto se dis- 1 ribuiría equitativamente entre la tripulación.

Uno de los marineros se puso de pie y dijo:

– Capitán, ¿nos lleváis a Matanceros? Es peligroso.

– Sin duda lo es -admitió Hunter-, pero el botín bien lo vale. Habrá mucho para todos. Si alguno considera que el riesgo es excesivo podrá desembarcar en esta bahía, y no por eso perderá ni un ápice de mi estima. Pero debe decidirse antes de que os hable del tesoro que nos espera.

Esperó, pero nadie se movió ni habló.

– Bien -prosiguió Hunter-. En el puerto de Matanceros esta anclada una nao española cargada de riquezas. Vamos a apoderarnos de ella. -Sus palabras desencadenaron un enorme griterío. Hunter tardó varios minutos en hacerlos callar otra vez. Y cuando los marineros volvieron a prestarle atención, sus ojos relucían con visiones de oro-. ¿Estáis conmigo? -gritó Hunter.

Todos respondieron a gritos.

– Entonces, rumbo a Matanceros.

SEGUNDA PARTE. El navio negro

14

Desde lejos, el Cassandra ofrecía una bella imagen. Con las velas hinchadas al viento matinal, escorada algunos grados, veloz y sibilante, surcaba el agua azul y clara.

Sin embargo, a bordo, estaban incómodos y estrechos. Sesenta combatientes, hirsutos y apestosos, se peleaban por sentarse, jugar o dormir al sol. Se aliviaban por la borda, sin ceremonias, y su capitán a menudo asistía al espectáculo de media docena de culos desnudos sobresaliendo por la regala de sotavento.

No se distribuyó comida ni agua. Durante el primer día no se les ofreció nada, pero la tripulación, que ya se lo esperaba, había comido y bebido hasta saciarse en su última noche en el puerto.

Aquella primera noche Hunter no echó el ancla. Entre los corsarios era habitual fondear en alguna bahía protegida para que la tripulación pudiera dormir en tierra, pero Hunter decidió seguir el viaje sin detenerse. Tenía dos motivos para apresurarse. Primero: temía que algún espía pudiera llegar a Matanceros para advertir a la guarnición. Segundo: no deseaba correr el riesgo de que la nao del tesoro saliera del puerto de Matanceros antes de que llegaran.

Al terminar el segundo día, ya se dirigían al nordeste a toda velocidad por el peligroso pasaje entre La Hispaniola y Cuba.

La tripulación conocía bien la zona, porque estaban a menos de una jornada de navegación de la isla Tortuga, conocida por ser un bastión pirata.

Siguieron navegando todo el tercer día, pero por la noche Hunter mandó anclar, para dar descanso a la agotada tripulación. Al día siguiente sabía que empezaría la larga travesía que, una vez superada Inagua, los conduciría a Matanceros. A partir de ahí, no habría más refugios seguros. En cuanto cruzaran la latitud 20, entrarían en las peligrosas aguas españolas.

La tripulación estaba de excelente humor, riendo y bromeando alrededor de las hogueras. Durante los tres últimos días, solo un hombre había tenido las visiones de demonios acechantes que a veces acompañaban la abstinencia de ron, pero ya se había calmado y no temblaba ni se estremecía.

Satisfecho, Hunter contemplaba la hoguera. Sanson se le acercó y se sentó a su lado.

– ¿En qué piensas?

– En nada en particular.

– ¿Te preocupa Cazalla?

– No. -Hunter sacudió la cabeza.

– Sé que mató a tu hermano -dijo Sanson.

– Fue la causa de que lo mataran, sí.

– ¿Y eso no te enfurece?

Hunter suspiró.

– Ya no.

Sanson lo miró a la luz crepitante de la hoguera.

– ¿Cómo murió?

– No es importante -dijo Hunter con serenidad.

Sanson se quedó callado un momento.

– He oído decir -prosiguió- que a tu hermano lo capturaron en un mercante de Cazalla. He oído decir que Cazalla lo colgó por los brazos, le cortó los testículos y se los metió en la boca hasta que murió ahogado.

Hunter tardó un poco en contestar.

– Es lo que se dice -respondió finalmente.

– ¿Y tú te lo crees? -Sí.

Sanson lo miró atentamente.

– La astucia de los ingleses. ¿Dónde está tu rabia, Hunter?

– Te aseguro que la tengo -dijo Hunter.

Sanson asintió y se levantó.

– Cuando encuentres a Cazalla, mátalo enseguida. No dejes que el odio ofusque tu juicio.

– Mi juicio no está ofuscado.

– No, ya lo veo.

Sanson se marchó. Hunter se quedó mirando la hoguera un buen rato.

Por la mañana entraron en el peligroso Paso de los Vientos entre Cuba y La Hispaniola. Los vientos eran imprevisibles y el mar estaba agitado, pero el Cassandra avanzaba a buena velocidad. En algún momento de la noche pasaron junto al oscuro promontorio de Le Mole, la punta más occidental de La Hispaniola, a estribor. Y al acercarse la aurora, vieron el perfil de la isla Tortuga separándose de la costa norte.

Siguieron avanzando.

Pasaron todo el quinto día en mar abierto, pero el tiempo fue bueno, y el mar solo estaba un poco picado. A última hora de la larde avistaron la isla de Inagua por babor, y poco después, Lazue distinguió en el horizonte la mancha que dibujaban las Caicos frente a ellos. Era un momento importante, porque al sur de las Caicos había varias millas de bancos de arena poco profundos y traicioneros.

Hunter dio la orden de poner rumbo al este, hacia las islas Turcas todavía invisibles. El buen tiempo persistía. La tripulación cantaba y dormitaba.

El sol estaba bajando en el horizonte cuando Lazue alertó a la adormilada tripulación con un grito.

– ¡Barco a la vista!

Hunter se puso en pie de un salto. Escrutó el horizonte pero no vio nada. Enders, el artista del mar, hizo lo mismo con el catalejo, buscando en todas direcciones.

– ¡Maldición! -exclamó, y pasó el catalejo a Hunter-. Navega de través, capitán.

Hunter miró por el catalejo. Entre los anillos de color del arco iris, vio un rectángulo blanco en el horizonte. Al poco tiempo, el rectángulo blanco se inclinó y se transformó en una pareja de rectángulos parcialmente solapados.

– ¿Qué os parece? -preguntó Enders.

Hunter sacudió la cabeza.

– Lo sabéis tan bien como yo.

Desde aquella distancia, no había forma de determinar la nacionalidad del navio que se aproximaba, pero aquellas aguas eran indudablemente españolas. Hunter dio una ojeada panorámica al horizonte. Habían dejado atrás Inagua; tardarían cinco horas en llegar, y aquella isla ofrecía poca protección. Al norte, las Caicos eran tentadoras, pero el viento soplaba del nordeste, y tendrían que navegar demasiado ceñido al viento para desplazarse a una velocidad suficiente. Al este, las islas Turcas todavía no eran visibles y estaban en el rumbo de las embarcaciones que se aproximaban.

Debía tomar una decisión, pero ninguna de las alternativas era satisfactoria.

– Cambio de rumbo -dijo por fin-. En dirección a las Caicos.

Enders se mordió el labio y asintió.

– ¡Preparados para virar! -gritó, y la tripulación corrió hacia las drizas. El Cassandra viró bruscamente hacia el norte.

– ¡Ánimo! -dijo Hunter, mirando las velas-. ¡Más rápido!

– A la orden, capitán -acató Enders.

El artista del mar fruncía el ceño con expresión inquieta, y tenía razones para ello porque las velas en el horizonte ya se divisaban a simple vista. El otro barco estaba acortando distancias; el velamen destacaba en el horizonte, y empezaban a distinguirse las velas de trinquete.

Con el catalejo, Hunter vio tres puntas sobre los juanetes. La presencia de tres mástiles significaba casi con total seguridad que se trataba de un galeón, aunque podía ser de cualquier nacionalidad.