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– ¡Maldita sea!

Mientras miraba, las tres velas se fundieron en un único cuadrado, y luego volvieron a separarse.

– Ha virado -dijo Hunter-. Se dispone a perseguirnos.

Los pies de Enders ejecutaron un baile nervioso mientras su mano apretaba con fuerza la barra del timón.

– No podremos dejarlo atrás con este viento, capitán.

– Ni con ninguno -dijo Hunter lúgubremente-. Recemos para que encalme.

La otra embarcación estaba a menos de cinco millas de distancia. Con aquel viento constante, ganaría terreno inexorablemente al Cassandra. Su única esperanza era que el viento disminuyera bruscamente; entonces el menor peso del Cassandra le permitiría poner distancia.

A veces, el viento encalmaba con la puesta de sol, pero a menudo se intensificaba. Muy pronto, Hunter sintió que la fuerza de la brisa en sus mejillas aumentaba.

– Hoy no tenemos suerte -se lamentó Enders.

Ya veían las velas maestras del barco perseguidor, teñidas de rosa con la luz del atardecer e hinchadas al máximo con el viento, que arreciaba.

Las Caicos estaban muy lejos todavía, un puerto seguro pero desesperadamente remoto, fuera de su alcance.

– ¿Cambiamos de rumbo y huimos, capitán? -preguntó Enders.

Hunter negó con la cabeza. El Cassandra, con el viento en popa, probablemente sería más rápido que la otra embarcación, pero eso solo retrasaría lo inevitable. Incapaz de hacer nada, Hunter cerró los puños con rabia e impotencia, mientras las velas del perseguidor se volvían cada vez más grandes. Ya podían ver el extremo del casco.

– Es un buque de guerra, seguro -dijo Enders-. Pero no distingo la proa.

La forma de la proa era el mejor indicio para deducir la nacionalidad de una embarcación. Los buques de guerra españoles solían tener una línea menos pronunciada que los barcos ingleses u holandeses.

Sanson se acercó al timón.

– ¿Vamos a combatir? -preguntó.

A modo de respuesta, Hunter se limitó a señalar el navio. El casco ya no estaba sobre el horizonte. Estaba casi cuarenta metros por encima de la línea del mar, y tenía dos puentes de artillería. Las cañoneras estaban abiertas, y los hocicos chatos de los cañones sobresalían. Hunter no se molestó en contarlos; al menos había veinte, quizá treinta, en el lado visible de estribor.

– Creo que es español -dijo Sanson.

– Lo es -aceptó Hunter.

– ¿Combatirás?

– ¿Combatir contra qué? -preguntó Hunter.

Mientras él hablaba, el navio de guerra soltó una salva de aviso hacia el Cassandra. Los cañones todavía estaban demasiado lejos, así que los proyectiles se hundieron en las olas por el lado de babor, pero la advertencia era clara. Cien metros más y estarían a tiro del galeón.

Hunter suspiró.

– Proa al viento -dijo en voz baja.

– ¿Cómo, capitán? -preguntó Enders.

– He dicho proa al viento y soltad todas las drizas.

– A la orden, capitán -dijo Enders.

Sanson miró furiosamente a Hunter y se fue pisando fuerte. Hunter no le hizo caso. Estaba observando cómo su pequeño balandro soltaba los cabos y se adentraba en el viento. Las velas se agitaron ruidosamente; el barco se paró. La tripulación de Hunter se alineó en la barandilla de babor, observando cómo se acercaba el buque de guerra. El casco del barco estaba enteramente pintado de negro, con bordes dorados, y se distinguía el escudo de Felipe, los leones rampantes, en el castillo de popa. No había duda de que era español.

– Podemos ofrecerles un buen espectáculo -dijo Enders-, cuando nos aborden para hacernos prisioneros. Basta con que deis la orden, capitán.

– No -rechazó Hunter.

En un navio de aquel tamaño, por lo menos habría doscientos marineros, y otros tantos soldados armados en el puente. ¿Qué podían hacer sesenta hombres en un velero abierto contra cuatrocientos en un navio más grande? Ante la menor resistencia, el galeón sencillamente se apartaría un poco y abriría fuego de costado sobre el Cassandra hasta que se hundiera.

– Es mejor morir con una espada en la mano que con una soga papista al cuello, o con las malditas llamas del virrey quemándote los pies -dijo Enders.

– Esperaremos -ordenó Hunter.

– Esperaremos ¿a qué?

Hunter no tenía ninguna respuesta. Observó cómo el buque de guerra se acercaba hasta que la sombra de la vela maestra del Cassandra se proyectó sobre el costado del navio. Algunas voces gritaban órdenes en español en la penumbra creciente.

El capitán miró a su alrededor. Sanson estaba cargando a toda prisa unas pistolas, que se colocaba al cinto. Hunter se acercó a él.

– Pienso luchar -dijo Sanson-. Los demás podéis rendiros como mujeres miedosas, pero yo lucharé.

De repente, Hunter tuvo una idea.

– Pues haz esto -dijo, y susurró algo al oído de Sanson.

Poco después, el francés se alejó furtivamente.

Mientras tanto seguían oyéndose gritos en español. Desde el galeón se lanzaron cuerdas al Cassandra. Una hilera ininterrumpida de soldados con mosquetes los miraba desde lo alto del puente principal del barco de guerra, apuntando hacia el pequeño velero. Un soldado español saltó a bordo del Cassandra. Uno tras otro, Hunter y su tripulación fueron obligados a marchar a punta de mosquetón y forzados a subir por la escalera de cuerda al navio enemigo.

15

Tras pasar tantos días apretujados a bordo del Cassandra, el galeón les pareció enorme. El puente principal era tan grande que parecía una llanura que se abriera delante de ellos. La tripulación de Hunter, reunida por los soldados en torno al palo mayor, la misma tripulación que llenaba el balandro hasta los topes, parecía enclenque e insignificante. Hunter observó los rostros de sus hombres; ellos esquivaban su mirada y fijaban los ojos en el suelo; sus expresiones eran de rabia, frustración y decepción.

Muy por encima de ellos, las enormes velas vibraban al viento con tal estruendo que el moreno oficial español tuvo que gritar para dirigirse a Hunter.

– ¿Sois el capitán? -preguntó.

Hunter asintió.

– ¿Cómo os llamáis?

– Hunter -contestó también a gritos.

– ¿Inglés?

– Sí.

– Debéis presentaros al capitán -dijo el hombre, y dos soldados armados empujaron a Hunter abajo.

Por lo visto lo llevaban ante la presencia del capitán del navío de guerra. Hunter miró por encima del hombro, y tuvo una última visión de sus hombres rendida alrededor del mástil. Ya les estaban atando las manos a la espalda. La tripulación de aquel navio de guerra era eficiente.

Hunter bajó a trompicones por una estrecha escalera hasta el puente de artillería. Vio fugazmente la larga fila de cañones, con los soldados en posición de firmes, antes de que le empujaran hacia popa. Al pasar por los portillos abiertos, pudo entrever su pequeño velero, atado al lado del barco de guerra. Estaba lleno de soldados españoles, y de marineros españoles que examinaban su equipamiento y sus jarcias, preparándose para gobernarla.

No le permitieron demorarse; un mosquete clavado en su espalda lo obligó a avanzar. Llegaron a una puerta en la que dos hombres, fuertemente armados y de aspecto malévolo, montaban guardia. Hunter se fijó en que no llevaban uniforme y ostentaban un aire de extraña superioridad; le miraron con compasivo desdén. Uno de ellos llamó a la puerta y dijo unas pocas palabras en español; le respondió un gruñido, y después abrieron la puerta por completo y empujaron dentro a Hunter. Uno de los guardias también entró y cerró la puerta.

El camarote del capitán, insólitamente grande y amueblado con esmero, era espacioso y lujoso. Vio una mesa con un mantel de hilo fino y platos dorados dispuesta para una cena a la luz de las velas. Había una cama cómoda con una colcha de brocado con hilos de oro. En un rincón, sobre un cañón que salía por un ojo de buey abierto, un cuadro al óleo de colores vivos representaba a Cristo en la cruz. En otro rincón, un farol proyectaba una agradable luz dorada en todo el camarote.