– ¿Deseáis aplazar la ejecución? -preguntó Richards, mientras ofrecía al gobernador su aceite medicinal.
– No, creo que no -contestó Almont, estremeciéndose tras tomar una cucharada.
Era un aceite de perro de pelo rojo, que preparaba un milanés establecido en Londres; se consideraba que era eficaz contra la gota. Sir James lo tomaba sin falta todas las mañanas.
Después se vistió de acuerdo con los compromisos de su jornada. Richards había preparado, muy acertadamente, el atuendo más formal del gobernador. Primero, sir James se puso una camisa blanca fina de seda, y después se enfundó unas mallas azul claro. A continuación, su jubón verde de terciopelo, pesadamente guateado y espantosamente caluroso, pero indispensable para las ceremonias oficiales. Su mejor sombrero de plumas completaba el atuendo.
Acicalarse le había ocupado casi una hora. A través de las ventanas abiertas, sir James oía el alboroto matinal y los gritos de la ciudad que despertaba.
Dio un paso atrás para que Richards le diera una ojeada. El criado le ajustó los pliegues del cuello y asintió satisfecho.
– El comandante Scott os espera con vuestra carroza, excelencia -dijo Richards.
– Excelente -dijo sir James.
Caminando lentamente, a causa de los pinchazos de dolor en el dedo gordo del pie izquierdo, transpirando bajo el pesado jubón ornamentado y con los cosméticos resbalándole por las mejillas, el gobernador de Jamaica bajó la escalera de su residencia para subir a la carroza.
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Para un hombre que padecía gota, el menor trayecto en carroza por las calles empedradas era una tortura. Únicamente por ese motivo, sir James detestaba tener que asistir a todas las ejecuciones. Otra razón para que le desagradaran esas ceremonias era que le exigían adentrarse en su dominio, que él prefería gozar desde la perspectiva de su ventana.
En 1665, Port Roy al era una ciudad en pleno crecimiento. Durante el decenio transcurrido desde la expedición en la que Cromwell había arrebatado la isla de Jamaica a los españoles, Port Roy al había pasado de ser una miserable y desierta franja de arena infestada de enfermedades a una ciudad miserable y superpoblada de ocho mil habitantes infestada de asesinos.
No podía negarse que Port Royal era una ciudad rica -según algunos la ciudad más rica del mundo-, pero eso no la hacía agradable. Solo algunas calles estaban empedradas, con adoquines importados de Inglaterra como lastre para los barcos. El resto eran callejones angostos y embarrados, que hedían a desperdicios y excrementos de caballo, infestados de moscas y mosquitos. Los edificios adosados unos a otros eran de madera o de ladrillo, de construcción rudimentaria y para un uso vulgar: una interminable sucesión de tabernas, tascas, casas de juego y burdeles. Estos locales atendían a los miles de marineros y otros forasteros que llegaban a la costa continuamente. También había un puñado de tiendas de comerciantes legítimos y una iglesia en el extremo norte de la ciudad, que era, como había expresado tan acertadamente sir William Lytton, «raramente frecuentada».
Por supuesto, sir James y su personal asistían a los servicios todos los domingos, junto con los pocos miembros piadosos de la comunidad. Pero muy a menudo, por la llegada de un marinero borracho, interrumpía el sermón e impedía el desarrollo del servicio con gritos y juramentos blasfemos y, en una ocasión, incluso con disparos. Sir James ordenó que se encerrara quince días a ese hombre en prisión, pero debía ser cauto al impartir los castigos. La autoridad del gobernador de Jamaica era -de nuevo en palabras de sir William- «sutil como un fragmento de pergamino, e igual de frágil».
Después de que el rey lo nombrara gobernador, sir James pasó una velada con sir William, durante la cual este le explicó el funcionamiento de la colonia. Sir James escuchó y creyó entenderlo todo, pero nadie entendía verdaderamente la vida en el Nuevo Mundo hasta que se enfrentaba con la cruda realidad.
Mientras el carruaje avanzaba por las hediondas calles de Port Royal y sir James saludaba con la cabeza a los colonos que se inclinaban respetuosamente, el gobernador se maravilló de la cantidad de cosas que había acabado por encontrar totalmente naturales y ordinarias. Aceptaba el calor, las moscas y los hedores pestilentes; aceptaba los robos y el comercio corrupto; aceptaba los modales groseros de los corsarios borrachos. Había tenido que realizar infinidad de pequeños ajustes; entre ellos, aprender a dormir entre gritos furibundos y disparos, que cada noche se sucedían incesantemente en el puerto.
Sin embargo, muchas cosas seguían irritándolo, y una de las que más le fastidiaban estaba sentado frente a él en la carroza.
En esos momentos, el comandante Scott, jefe de la guarnición de Fort Charles y que se había nombrado a sí mismo guardián de los buenos modales galantes, se sacudió una invisible brizna de polvo del uniforme y dijo:
– Confío, excelencia, que hayáis disfrutado de una noche excelente y por consiguiente os halléis en el estado de ánimo idóneo para cumplir con vuestros compromisos de la mañana.
– He dormido suficientemente bien -respondió con brusquedad sir James.
Por enésima vez pensó para sus adentros en lo peligrosa que podía resultar su vida en Jamaica con un comandante de guarnición que era un frivolo y un inepto en lugar de un militar de verdad.
– Por lo que he podido saber -prosiguió el comandante Scott, llevándose un pañuelo perfumado de encaje a la nariz e inspirando con delicadeza-, el prisionero LeClerc está ya preparado y todo está dispuesto para la ejecución.
– Muy bien -dijo sir James, mirando al comandante Scott i on el ceño fruncido.
– También se ha llamado mi atención sobre el mercante C ¡odspeed, que está amarrando en este momento y que cuenta cutre sus pasajeros al señor Hacklett, vuestro nuevo secretario.
– Esperemos que no sea tan idiota como el último -dijo sir James.
– Por supuesto. Esperémoslo -indicó el comandante Scott, y después, afortunadamente permaneció en silencio.
La carroza entró en la plaza de High Street donde una gran multitud se había congregado para asistir a la ejecución. Mientras sir James y el comandante Scott bajaban de la carroza, se oyeron algunas aclamaciones.
Sir james saludó con la cabeza y el comandante realizó una profunda reverencia.
– Percibo una numerosa asistencia -comentó el comandante-. Siempre me satisface la presencia de tantos jóvenes y niños. Será una buena lección para ellos, ¿no os parece?
– Hum -murmuró sir James.
Se situó frente a la multitud y se detuvo a la sombra del patíbulo. En High Street la horca siempre estaba dispuesta, ya que se utilizaba a menudo: un travesaño sostenido por un montante, del que colgaba a poco más de dos metros del suelo una recia soga.
– ¿Dónde está el preso? -preguntó sir James, irritado.
No se veía al preso por ninguna parte. El gobernador esperó con visible impaciencia, retorciéndose las manos a la espalda. De repente, se oyó el retumbo grave de los tambores que anunciaba la llegada del carro. Momentos después, este pasó entre los gritos y las risas de la gente.
El preso LeClerc estaba de pie, con las manos atadas a la espalda. Llevaba una túnica de tela gris, manchada por los desperdicios lanzados por la gente, pero mantenía la barbilla alta.
El comandante Scott se inclinó hacia el gobernador.
– Sin duda produce una buena impresión, excelencia.
Sir James se limitó a gruñir.
– Tengo buena opinión de un hombre que sabe morir con finesse.
Sir James no dijo nada. El carro llegó al patíbulo y giró de modo que el preso quedara de cara al público. El verdugo, Henry Edmonds, se acercó al gobernador e hizo una prolongada reverencia.
– Buenos días, excelencia, y a vos también, comandante Scott. Tengo el honor de presentar al preso, el francés LeClerc, recientemente condenado por la Audiencia…