Cuando el Cassandra fondeó en la protección de la ensenada, refugiándose a la sombra del navio de guerra, los diez hombres de la tripulación pasaron varias horas bebiendo y riendo a la luz de las antorchas. Cuando al fin se durmieron ya era de madrugada; echados en cubierta sobre mantas en el tibio aire nocturno, el ron los hizo caer en un sueño pesado. A pesar de que tenían la orden de establecer turnos de guardia, no se tomaron la molestia de hacerlo; la proximidad del navio de guerra les ofrecía suficiente protección.
En consecuencia, ningún miembro de la tripulación echado en la cubierta oyó un suave gorgoteo en el compartimiento de la sentina y nadie vio que un hombre con una caña en la boca salía del agua grasienta y apestosa.
Sanson, temblando de frío, había permanecido varias horas con la cabeza junto a la bolsa de piel encerada que contenía las valiosas granadas. Los españoles no le habían visto ni a él ni a la bolsa. Apenas levantó la cabeza por encima del agua de sentina se golpeó contra la madera del puente. Le envolvía la oscuridad y había perdido el sentido de la orientación. Utilizando manos y pies, apretó la espalda contra el casco, sintiendo su curvatura. Dedujo que se encontraba en el lado de babor del barco, así que se movió lentamente, en silencio, hacia el centro del barco. A continuación, con extrema lentitud, avanzó hacia popa, hasta que su cabeza golpeó contra la hendidura rectangular de la escotilla de babor. Miró hacia arriba y vio unas tiras de luz que se filtraban entre las fisuras de la escotilla. El cielo estaba estrellado. No se oía ningún ruido, excepto los ronquidos de un marinero.
Respiró hondo y soltó el aire. La escotilla se levantó unos centímetros. Podía ver la cubierta. Justo delante se encontró con la cara de un marinero dormido, apenas a treinta centímetros de distancia. El hombre roncaba ruidosamente.
Sanson bajó otra vez la escotilla y avanzó un poco más en el compartimiento de sentina. Echado de espaldas y empujándose con las manos, tardó casi un cuarto de hora en cruzar los veinte metros que separaban las escotillas de popa y proa del Cassandra. Levantó la tapa de la escotilla y volvió a echar un vistazo. No había ningún marinero dormido en tres metros.
Con suavidad, lentamente, Sanson levantó la tapa de la escotilla y la dejó sobre cubierta. Salió del agua y se quedó un momento respirando el aire fresco nocturno. Su cuerpo empapado se heló con la brisa, pero no le prestó atención. Su mente estaba centrada en la tripulación que dormía en cubierta.
Sanson contó diez hombres. Le pareció un número razonable. En caso de necesidad, tres hombres bastaban para gobernar el Cassandra; cinco podían gobernarla con facilidad; diez eran más que suficientes.
Estudió la posición de los hombres sobre el puente, intentando decidir en qué orden matarlos. Era fácil asesinar a un hombre sin hacer mucho ruido, pero matarlo en absoluto silencio no lo era tanto. De los diez hombres, los primeros cuatro o cinco eran los cruciales, porque si uno de ellos hacía algún ruido, provocaría la alarma general.
Sanson se quitó la fina cuerda que usaba como cinturón. La retorció entre las manos y probó a tensarla con los puños cerrados. Satisfecho con su resistencia, recogió un pedazo de madera tallada y se puso en marcha.
El primer soldado no roncaba. Sanson lo levantó, lo sentó y el hombre murmuró algo durmiendo, molesto con la interrupción, antes de que Sanson le propinara un golpe brutal con la madera en el cráneo. El golpe fue terrible, pero solo produjo un ruido sordo. Sanson dejó al marinero en el suelo.
En la oscuridad, palpó el cráneo con las manos y notó una profunda cavidad; era probable que el golpe lo hubiera matado, pero no quería arriesgarse. Pasó la cuerda alrededor de la garganta del hombre y apretó con fuerza. Al mismo tiempo, colocó la otra mano sobre el pecho del soldado para sentir el latido del corazón. Un minuto después, las pulsaciones cesaron.
Sanson pasó al siguiente, cruzando el puente como una sombra. Repitió la operación. Tardó menos de diez minutos en matar a todos los hombres del barco. Dejó a los hombres colocados en cubierta como si durmieran.
El último en morir fue el centinela, que estaba totalmente
borracho sobre el timón. Sanson le cortó la garganta y lo echó al mar. Cayó al agua con un chapoteo muy suave, pero llamó la atención del guardia en la cubierta del barco de guerra. El guardia se asomó y miró hacia el balandro.
– ¿Estáis bien? -gritó.
Sanson, colocándose en la posición del centinela en popa, hizo una señal al guardia. Estaba chorreando y no llevaba uniforme, pero sabía que estaba demasiado oscuro para que el guardia del otro barco pudiera darse cuenta.
– Estoy bien -dijo con voz adormilada.
– Buenas noches -contestó el guardia, y se volvió.
Sanson esperó un momento, y después concentró su atención en el barco de guerra. Estaba a unos cien metros, la distancia necesaria para que, si el gran navio se giraba sobre el ancla debido a un cambio de viento o de la marea, no golpeara el Cassandra. Sanson observó con alivio que los españoles no habían tenido la precaución de cerrar los portillos de las cañoneras, que seguían abiertos. Si se introducía por uno de los que daban a la cubierta más baja de artillería, podría evitar a los centinelas de la cubierta principal.
Se deslizó por la borda y nadó rápidamente hacia el barco de guerra, esperando que los españoles no hubieran tirado basura a la cala durante la noche. La basura atraería a los tiburones y estos eran uno de los pocos animales a los que Sanson temía. Recorrió la distancia sin dificultad y pronto se encontró chapoteando junto al casco del galeón.
Las cañoneras más bajas estaban a menos de cuatro metros de altura. Oía a los centinelas bromeando en la cubierta principal. De la borda todavía colgaba una escalerilla de cuerda, pero Sanson no se atrevió a usarla. En cuanto se subiera a ella, su peso provocaría que crujiera y se moviera y los centinelas en cubierta lo oirían.
Así que avanzó junto al casco un poco más, hasta la cadena del ancla, y trepó por ella hasta las guías que venían del bauprés. Aquellas guías sobresalían tan solo unos centímetros de la superficie del casco, pero Sanson las utilizó como puntos de apoyo y maniobró hasta el aparejo de la vela de trinquete. Desde allí, le resultó muy fácil colgarse y echar un vistazo a través de un portillo de proa.
Aguzando el oído, no tardó en percibir el lento y cadencioso paso de la ronda. Parecía que se tratara de un solo centinela que daba vueltas a la zona de cubierta sin cesar. Sanson esperó a que pasara el guardia, se metió por la cañonera y cayó a la sombra de un cañón, jadeando por el cansancio y el nerviosismo. Incluso para Sanson, hallarse entre cuatrocientos enemigos, la mitad de ellos balanceándose suavemente en las hamacas ante sus ojos, era una sensación espeluznante. Esperó y meditó los siguientes movimientos.
Hunter esperaba en el maloliente puente inferior, agachado en un espacio minúsculo. Estaba absolutamente agotado. Si Sanson no llegaba pronto, sus hombres estarían demasiado cansados para intentar la fuga. Los guardias, que bostezaban y jugaban otra vez a cartas, mostraban una indiferencia absoluta por los prisioneros, lo que era al mismo tiempo positivo y enfurecedor. Si conseguía liberar a sus hombres antes de que los españoles despertaran, tendrían una posibilidad. Pero cuando la guardia cambiara -lo que podía suceder en cualquier momento- o cuando la tripulación se levantara al amanecer, no habría ninguna oportunidad.
Entró un soldado español en la bodega y Hunter sintió un profundo desaliento.
Era el cambio de guardia y todo estaba perdido. Un momento después se dio cuenta de que se equivocaba; solo era un hombre, no era un oficial, y los guardias lo saludaron de mañera informal. El nuevo se daba muchos aires e inició una vuelta para comprobar las ataduras de los corsarios. Hunter sintió el tirón de los dedos del soldado, que verificaba las ligaduras, pero después notó algo frío, la hoja de un cuchillo, y sus cuerdas se soltaron.