En la lontananza, la cara occidental de la isla de Matanceros parecía muy inhóspita. Su contorno volcánico era áspero y dentado, y exceptuando la vegetación baja de la costa, la isla parecía árida, marrón y yerma, con retazos de formaciones rocosas de un gris rojizo aquí y allá. Solía llover poco en la isla y por su situación en la parte más oriental del Caribe, los vientos del Atlántico azotaban su única cima incesantemente.
La tripulación del Cassandra asistía sin el menor entusiasmo a su aproximación a Matanceros. Enders, al timón, frunció el ceño.
– Estamos en septiembre -dijo-. En esta época, la isla está todo lo verde y hospitalaria que puede llegar a ser.
– Sí -coincidió Hunter-. No es un paraíso. Pero hay un bosque en la costa oriental y agua en abundancia.
– Y mosquetes papistas en abundancia -dijo Enders.
– Pero también oro papista en abundancia -añadió Hunter-. ¿Cuánto falta para atracar, según vuestros cálculos?
– Con viento favorable a mediodía como muy tarde, os lo garantizo.
– Dirigios a la cala -ordenó Hunter, señalando con la mano.
Ya podían ver la única entrada de la costa occidental, una estrecha ensenada llamada cala del Ciego.
Hunter empezó a reunir los suministros que se llevaría la pequeña partida de marineros que desembarcaría. Encontró a don Diego, el Judío, trasladando el material a cubierta. El Judío miró a Hunter con sus ojos apagados.
– Un detalle por parte de los españoles -dijo-. Registraron, pero no se llevaron nada.
– Excepto las ratas.
– Nos las arreglaremos con cualquier otro animal pequeño, Hunter. Zarigüeyas o algo por el estilo.
– Qué remedio -dijo Hunter.
Sanson estaba de pie a proa, contemplando la cresta del monte Leres. Desde lejos, parecía muy escarpado, un semicírculo curvo de roca rojiza y yerma.
– ¿No se puede rodear? -preguntó Sanson.
– Los únicos pasos que la rodean estarán vigilados -respondió Hunter-. Debemos escalarlo.
Sanson esbozó una sonrisa; Hunter fue a popa a hablar con Enders. Dio órdenes para que el grupo de hombres bajara a tierra y el Cassandra se dirigiera a la siguiente isla al sur, Ramonas. Allí había una pequeña cala con agua potable, y el balandro estaría a salvo de posibles ataques.
– ¿Conocéis el lugar?
– Sí -dijo Enders-. Lo conozco. Estuve oculto en aquella cala una semana hace años con el capitán Lewishan, el que solo tiene un ojo. Es un buen lugar. ¿Cuánto tiempo esperaremos allí?
– Cuatro días. La tarde del cuarto día, salid de la cala y anclad en mar abierto. A medianoche zarparéis y os dirigiréis a Matanceros justo antes del amanecer del quinto día.
– ¿Y entonces?
– Entraréis en el puerto al amanecer y abordaréis el galeón español con los hombres que queden en el barco.
– ¿Pasando por delante de los cañones del fuerte?
– Para entonces no os darán problemas.
– No soy un hombre religioso -dijo Enders-. Pero rezaré.
Hunter le dio una palmada en el hombro.
– No hay nada que temer.
Enders miró hacia la isla con semblante serio.
A mediodía, con un calor sofocante, Hunter, Sanson, Lazue, el Moro y don Diego ya estaban en tierra, en una estrecha franja de arena blanca y observaban cómo se alejaba el Cassandra. A sus pies tenían sesenta kilos de material diverso: cuerdas, garfios de escalada, arneses de tela, mosquetes, barriletes de agua.
Permanecieron un momento en silencio, respirando bocanadas de aire ardiente, hasta que Hunter se volvió.
– Pongámonos en marcha -dijo.
Se alejaron de la costa hacia el interior.
Al borde de la playa, la hilera de palmeras y la maraña de manglares parecían tan impenetrables como una muralla de roca. Sabían por experiencia que no podían abrirse paso a través de aquella barrera; eso supondría avanzar apenas unos pocos cientos de metros en todo un día de agotador esfuerzo físico. El método habitual para penetrar en el interior de una isla era encontrar un curso de agua y avanzar por él.
Estaban seguros de que había uno, porque la existencia de la cala así lo demostraba. En parte, las calas se formaban por una fractura en las barreras coralinas exteriores, y esa fractura facilitaba que el agua dulce saliera de la tierra hacia el mar. Caminaron por la playa, y una hora después localizaron un pequeño hilo de agua que abría un sendero fangoso a través del follaje que bordeaba la costa. El lecho del torrente era tan estrecho que las plantas casi lo habían invadido convirtiéndolo en un túnel caluroso y angosto. El avance no resultaba fácil en absoluto.
– ¿Buscamos otro mejor? -preguntó Sanson.
El Judío sacudió la cabeza.
– Aquí casi no llueve. Dudo que haya uno mejor.
Todos estuvieron de acuerdo, así que se pusieron en marcha; ascendieron por el arroyo, alejándose del mar. Casi inmediatamente, el calor se hizo insoportable; el aire era ardiente y rancio. Era como respirar por un trapo, dijo Lazue.
Después de los primeros minutos, caminaron en silencio, para no malgastar energía. El único sonido era el de los machetes que apartaban la vegetación y la charla de los pájaros y los animales en el dosel que formaban los árboles sobre sus cabezas. Avanzaban con enorme lentitud. Al final del día, cuando miraron por encima del hombro, el océano que quedaba más abajo parecía desalentadoramente cercano.
Siguieron avanzando; pararon solo para conseguir algo de comida. Sanson, que era muy hábil con la ballesta, logró matar varios pájaros. Se animaron al ver los excrementos de un jabalí cerca del lecho del arroyo. Y Lazue recogió plantas comestibles.
La noche los sorprendió a medio camino entre el mar y la roca del monte Leres. Aunque el aire refrescó un poco, estaban atrapados entre la vegetación, que seguía siendo asfixiante. Además habían empezado a salir los mosquitos.
Los insectos eran un serio enemigo, ya que se acercaban en enjambres tan densos que casi podían palparse, y oscurecían la visión hasta el punto de que no podían verse los unos a los otros. Zumbaban y silbaban alrededor de ellos, se les pegaban por todo el cuerpo y se metían en los oídos, la nariz y la boca. Se untaron abundantemente con barro y agua, pero era inútil. No se atrevieron a encender una hoguera, así que comieron la carne cruda y durmieron poco, apoyados en los troncos de los árboles, rodeados por el ensordecedor zumbido de los mosquitos en sus oídos.
Por la mañana, al despertar, cuando el barro seco se desprendió de sus cuerpos, se miraron y rieron. Todos estaban desfigurados, con la cara roja, hinchada y llena de picaduras de mosquito. Hunter comprobó las reservas de agua; habían gastado una cuarta parte. Concluyó que deberían consumir menos. Se pusieron en marcha, esperando encontrarse con algún jabalí, porque estaban hambrientos. No vieron ninguno. Los monos que gritaban en la vegetación parecían burlarse de ellos. Oían animales, pero Sanson no los tenía en ningún momento a tiro.
A última hora del segundo día, empezaron a percibir el sonido del viento. Al principio era débil, un gemido sordo y lejano. Pero al acercarse al límite de la selva, donde los árboles no estaban tan juntos y podían avanzar con más facilidad, el viento aumentó de intensidad. Pronto lo sintieron en sus rostros y, aunque agradecieron el frescor, se miraron con ansiedad. Sabían que la fuerza del viento aumentaría al acercarse a la cara del precipicio del monte Leres.
A última hora de la tarde llegaron a la base de la pared de roca. El viento aullaba como un demonio, tiraba de su ropa y la azotaba contra sus cuerpos, les quemaba la cara y les rompía los tímpanos. Tenían que gritar para oírse.
Hunter miró la pared de roca. Era tan escarpada como le había parecido desde lejos, incluso más alta de lo que creían: ciento veinte metros de roca desnuda batida por un viento tan fuerte que caían constantemente lascas y fragmentos de roca.