Hizo una seña al Moro, que se acercó.
– Bassa -gritó Hunter, inclinándose hacia el hombretón-. ¿El viento aflojará por la noche?
Bassa se encogió de hombros e hizo un gesto uniendo dos dedos, para indicarle que un poco.
– ¿Se puede escalar de noche?
El hombre sacudió la cabeza: no. Después unió las manos como un cojín y apoyó la cabeza en ellas, como si durmiera.
– ¿Quieres que escalemos por la mañana?
Bassa asintió.
– Tiene razón -dijo Sanson-. Deberíamos esperar a la mañana, cuando estemos descansados.
– No sé si podremos esperar -dijo Hunter.
Miró al norte. A algunas millas de distancia, sobre un mar plácido, vio una ancha línea gris formada por nubes negras y amenazadoras. Era una tormenta, de varios kilómetros de amplitud, que se dirigía lentamente hacia ellos.
– Con más razón todavía -gritó Sanson a Hunter-. Es mejor esperar a que amaine.
Hunter se volvió. Desde su posición al pie de la pared, se encontraban a poco menos de doscientos metros sobre el nivel del mar. Volviendo los ojos hacia el sur, podía ver Ramonas a unas treinta millas de distancia. El Cassandra no estaba a la vista; había tenido tiempo suficiente para refugiarse en la cala.
Hunter miró hacia la tormenta. Pasarían la noche allí y quizá por la mañana la tormenta habría pasado. Pero si era muy fuerte e iba despacio, podían perder todo un día y no conseguirían cumplir con el horario que se habían marcado. Dentro de tres días el Cassandra entraría en Matanceros conduciendo a cincuenta hombres a una muerte segura.
– Subiremos ahora -decidió Hunter.
Miró al Moro, que asintió y fue a recoger las cuerdas.
Era una sensación extraordinaria, pensó Hunter: sostener la cuerda entre las manos y, de vez en cuando, sentir un tirón y una oscilación mientras el Moro ascendía por la pared. La cuerda que Hunter sujetaba entre los dedos era de cinco centímetros de diámetro, pero a medida que subía se afinaba hasta parecer un hilo, y el corpachón del Moro era una mota que apenas se discernía en la luz menguante.
Sanson se acercó a Hunter y le gritó al oído:
– Estás loco. No sobreviviremos.
– ¿Tienes miedo? -gritó Hunter.
– Yo no tengo miedo de nada -aseguró Sanson, golpeándose el pecho-. Pero mira a los demás.
Hunter los miró. Lazue temblaba. Don Diego estaba muy pálido.
– No podrán hacerlo -gritó Sanson-. ¿Cómo te las arreglarás sin ellos?
– Lo conseguirán -dijo Hunter-. Tienen que hacerlo.
Miró en dirección a la tormenta, que ya estaba muy cerca, apenas a dos o tres kilómetros de la isla. Podían sentir la humedad en el viento. Notó un tirón repentino en la cuerda que tenía en las manos y después otro, muy rápido.
– Lo ha conseguido -dijo Hunter. Miró hacia arriba pero no veía al Moro.
Un momento después cayó otra cuerda del cielo.
– Rápido -advirtió Hunter-. Las provisiones.
Ataron los sacos de tela a la cuerda y dieron el tirón acordado. Los sacos iniciaron su ascenso oscilante y a trompicones por la cara de piedra. Un par de veces, la fuerza del viento los alejó un par de metros de la roca.
– ¡Por la sangre de Cristo! -exclamó Sanson, al verlo.
Hunter miró a Lazue. Tenía una expresión tensa. Se acercó a ella y le ajustó el arnés de tela alrededor del hombro, y el otro a la cadera.
– Madre de Dios, madre de Dios, madre de Dios -dijo Lazue, con un ritmo monótono.
– Escúchame -gritó Hunter, mientras caía otra vez la cuerda-. Mantén la cuerda larga y deja que Bassa tire de ti. Mira únicamente la roca; no mires abajo.
– Madre de Dios, madre de Dios…
– ¿Me has oído? -preguntó Hunter-. ¡No mires abajo!
Ella asintió, sin dejar de murmurar. Poco después, empezó a ascender y a alejarse del suelo atada al arnés. Al principio estaba tensa y se retorcía y se agarraba a la otra cuerda. Después recuperó la calma y concluyó la ascensión sin incidentes.
El Judío era el siguiente. Miró a Hunter con ojos vacíos mientras este le daba instrucciones. No parecía oírle; era como un sonámbulo mientras se colocaba el arnés y se dejaba izar.
Cayeron las primeras gotas de lluvia; la tormenta estaba muy cerca.
– Tú serás el próximo -gritó Sanson.
– No -dijo Hunter-. Yo iré el último.
Ya llovía con cierta intensidad y el viento había aumentado. Cuando el arnés volvió a bajar, la tela estaba empapada. Sanson se lo colocó y dio un tirón a la cuerda; la señal de que estaba preparado. Al empezar a subir, gritó:
– Si mueres, me quedo con tu parte.
Después se rió y sus risotadas se perdieron en el viento.
Con la llegada de la tormenta, una niebla gris había envuelto la cima y Sanson desapareció en ella. Hunter esperó. Pasó un buen rato hasta que oyó que el arnés mojado golpeaba contra el suelo. Se acercó y se lo colocó. La lluvia y el viento le azotaban la cara y el cuerpo mientras tiraba de la cuerda para dar la señal y empezaba a subir.
Recordaría aquella ascensión el resto de su vida. No tenía ningún punto de referencia porque estaba inmerso en una oscuridad gris. Lo único que veía era la pared de piedra a pocos centímetros. El viento tiraba de él; de vez en cuando lo alejaba del precipicio y después lo golpeaba contra la roca. Las cuerdas, la roca, todo estaba mojado y resbaloso. Sujetaba la cuerda con las manos e intentaba no dejar de mirar la pared. Perdió pie varias veces y giró, golpeándose la espalda y los hombros contra la roca.
Le pareció que el ascenso duraba una eternidad. No tenía ni idea de dónde estaba; si había llegado a la mitad del trayecto, si solo había recorrido unos metros o si ya estaba a punto de llegar. Se esforzó por oír las voces de sus compañeros en la cima, pero únicamente oía el gemido enloquecedor del viento y el ruido de la lluvia.
Sentía la vibración de la cuerda mientras le izaban con un ritmo constante y regular. Subía un tramo; después una pausa; después un tramo más. Otra pausa; otro breve ascenso.
De repente, la pauta se alteró. La ascensión se interrumpió. La vibración de la cuerda cambió; podía sentirla en su cuerpo a través del arnés de tela. Al principio creyó que sus sentidos le engañaban, pero después se dio cuenta de qué sucedía: el cáñamo, tras soportar cinco ascensiones contra la roca áspera, se estaba deshilachando y empezaba a afinarse lenta y angustiosamente.
En su mente vio cómo se deshacía; en ese momento se agarró a la cuerda guía instintivamente. En el mismo instante la cuerda del arnés se rompió y cayó retorciéndose y serpenteando sobre su cabeza y sus hombros, pesada y mojada.
Sintió que la cuerda le resbalaba entre las manos y descendió un tramo, aunque no estaba seguro de cuánto. Intentó analizar la situación. Estaba de cara a la pared de roca, con el arnés mojado alrededor de las piernas tirando de él como un peso muerto y tensando sus brazos ya bastante cansados. Agitó las piernas, intentando deshacerse del arnés, pero no lo logró. Era horrible; estaba atrapado. No podía utilizar los pies para apoyarse en la roca; se quedaría allí colgando hasta que por fin la fatiga lo obligara a soltar la cuerda, y entonces se precipitaría al vacío. Las muñecas y los dedos le ardían de dolor. Sintió un ligero tirón en la cuerda guía. Pero no lo estaban subiendo.
Volvió a agitar los pies, con desesperación; de repente una ráfaga de viento lo alejó del precipicio. El maldito arnés hacía de vela: cogía viento y lo alejaba cada vez más. Vio que la pared de roca desaparecía en la niebla mientras él se alejaba varios metros de la roca.
Volvió a agitar los pies y de repente se sintió más ligero; por fin se había deshecho del arnés. Su cuerpo empezó arquearse mientras volvía a la roca. Aunque se preparó para el impacto, cuando se golpeó se quedó sin aliento. Gritó involuntariamente y se quedó colgando, intentando acompasar la respiración.