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Y entonces, con un último gran esfuerzo, trepó hasta que las manos agarradas a la cuerda estuvieron a la altura de su pecho. Enroscó los pies alrededor de la cuerda un momento, para descansar los brazos. Recuperó el aliento. Situó bien los pies sobre la superficie rocosa y trepó por la cuerda con la fuerza de los brazos. Perdió pie; sus rodillas golpearon contra la roca. Pero había logrado subir un buen tramo.

Lo hizo otra vez.

Y otra vez.

Y otra vez.

Su mente dejó de funcionar; el cuerpo trabajaba automáticamente, por voluntad propia. El mundo quedó en silencio a su alrededor; ni sonido de lluvia, ni aullidos del viento, nada de nada, ni siquiera el jadeo de su respiración. El mundo se había vuelto gris y él estaba perdido en la niebla.

Ni siquiera fue consciente de que unas manos fuertes lo agarraban por los hombros, tiraban de él y lo dejaban boca abajo sobre una superficie plana. No oía voces. No veía nada. Más tarde le dijeron que incluso después de dejarlo en el suelo, su cuerpo seguía trepando, encogiéndose y estirándose, encogiéndose y estirándose, con la cara sangrando y apretada contra la roca, hasta que lo inmovilizaron por la fuerza. Pero por el momento, no sabía nada de nada. Ni siquiera sabía que había sobrevivido.

Hunter se despertó con el canto de los pájaros, abrió los ojos y vio las verdes hojas iluminadas por el sol. Se quedó muy quieto, moviendo solo los ojos. Vio una pared de roca. Estaba en una cueva, cerca de la entrada de una cueva. Olía a comida cociéndose, un olor indescriptiblemente delicioso, e intentó sentarse.

Violentas punzadas de dolor se propagaron por todo su cuerpo. Con un jadeo, volvió a caer de espaldas.

– Poco a poco, amigo mío -dijo una voz. Sanson llegó por detrás de él-. Poco a poco. -Se agachó y ayudó a Hunter a sentarse.

Lo primero que vio Hunter fue su ropa. Sus calzas estaban tan hechas trizas que eran casi irreconocibles; a través de los agujeros, vio que su piel estaba en las mismas condiciones. El aspecto de sus brazos y su pecho no era mucho mejor. Observó su cuerpo como si examinara un objeto desconocido y extraño.

– Tu cara tampoco está muy bien, francamente -dijo San- son, riendo-. ¿Crees que podrás comer algo?

Hunter intentó hablar. Sentía la piel de la cara tensa; como si llevara una máscara. Se tocó la mejilla y palpó una gruesa costra de sangre. Sacudió la cabeza.

– ¿Nada de comida? Entonces agua. -Sanson buscó un barrilete y ayudó a Hunter a beber. Le alivió ver que no le costaba tragar, pero observó que su boca estaba entumecida-. No demasiada -dijo Sanson-. No demasiada.

Los demás se acercaron.

El Judío sonreía contento.

– Deberíais contemplar la vista.

Hunter sintió una sacudida de euforia. Quería ver el panorama. Levantó un brazo dolorido hacia Sanson, que le ayudó a ponerse de pie. El primer momento fue agónico. Se sentía mareado y el dolor le recorría las piernas y la espalda en forma de sacudidas. Después mejoró. Apoyándose en Sanson, dio un paso, todavía estremeciéndose. De repente pensó en el gobernador Almont. Recordó la velada que había pasado negociando con él para realizar esta expedición a Matanceros. Entonces estaba tan seguro de sí mismo, tan relajado, que se había comportado como un intrépido aventurero. Sonrió tristemente con el recuerdo. La sonrisa le dolió.

Pero en ese instante vio el panorama e inmediatamente se olvidó de Almont, de sus males y del cuerpo dolorido.

Estaban en la entrada de una pequeña cueva, en la vertiente oriental de la cresta del monte Leres. Debajo de ellos las verdes laderas del volcán descendían suavemente más de trescientos metros, hasta donde comenzaba una espesa selva tropical. En el fondo se veía un ancho río, que corría hacia el puerto, y la fortaleza de Punta Matanceros. El sol resplandecía sobre las aguas quietas del puerto, centelleando alrededor del galeón del tesoro, que estaba anclado al amparo de la fortaleza. Todo estaba frente a él y Hunter pensó que era el panorama más hermoso del mundo.

21

Mientras Sanson ofrecía a Hunter otro sorbo de agua del barrilete, don Diego dijo:

– Deberíais ver otra cosa, capitán.

El reducido grupo subió por la suave pendiente que conducía a la cima del risco que habían escalado la noche anterior. Caminaban despacio, por deferencia a Hunter, que sufría atrozmente con cada paso. Al mirar hacia el cielo despejado y azul, el capitán sintió un dolor de otro tipo. Supo que había cometido un error grave y casi mortal al insistir en escalar la pared durante la tormenta. Deberían haber esperado y emprendido la ascensión por la mañana. Había sido insensato e impaciente y se reprendió a sí mismo por ello.

Al acercarse al borde de la cima, don Diego se acuclilló y escrutó con cautela hacia el oeste. Los demás hicieron lo mismo; Sanson ayudó a Hunter. Este no comprendía por qué eran tan cautelosos, hasta que miró por el borde del abrupto precipicio, hacia la vegetación de la selva y la bahía.

En la bahía estaba fondeado el barco de guerra de Cazalla.

– Maldición -susurró en voz baja.

Sanson, agachado a su lado, asintió.

– La suerte nos acompaña, amigo mío. El barco ha llegado a la bahía al amanecer. No se ha movido desde entonces.

Hunter podía ver una gran barca que transportaba soldados a la costa. En la playa había docenas de españoles con jubones rojos registrando el litoral. Cazalla, vestido con un blusón amarillo, destacaba entre ellos, gesticulando frenéticamente y dando órdenes.

– Están registrando la playa -dijo Sanson-. Han adivinado nuestro plan.

– Pero la tormenta… -empezó a decir Hunter.

– Sí, la tormenta habrá borrado cualquier rastro de nuestra presencia.

Hunter pensó en el arnés de tela que le había resbalado de los pies. Estaría al pie del precipicio. Pero no era probable que los soldados lo encontraran. Era necesaria una larga jornada de camino entre la vegetación para llegar al risco. No se aventurarían a menos que tuvieran alguna prueba de que alguien había desembarcado en la playa.

Mientras Hunter observaba, otra barca cargada de soldados se alejó del barco español.

– Llevan toda la mañana desembarcando soldados -dijo don Diego-. Debe de haber cien en la playa ahora.

– Por lo tanto tiene intención de dejarlos ahí.

Don Diego asintió.

– Mejor para nosotros -dijo Hunter. Los soldados que estuvieran en el lado occidental de la isla no podrían combatir en Matanceros-. Esperemos que deje mil.

De vuelta en la cueva, don Diego preparó unas gachas para Hunter, mientras Sanson encendía una pequeña hoguera y Lazue miraba a través del catalejo. Iba describiendo lo que veía a Hunter, que estaba sentado a su lado. Él solo distinguía los perfiles de las estructuras que surgían del agua. Se fiaba de la agudeza visual de Lazue para guiarlo.

– Lo primero -dijo-, háblame de la artillería. De los cañones en la fortaleza.

Los labios de Lazue se movían silenciosamente mientras miraba por el catalejo.

– Doce -dijo por fin-. Dos baterías de tres cañones apuntando al este, hacia mar abierto. Seis en una única batería a lo largo de la entrada del puerto.

– ¿Son culebrinas?

– Tienen el tubo largo. Creo que en efecto lo son.

– ¿Puedes decirme si son viejas?

Ella calló un momento.

– Estamos demasiado lejos -contestó-. Tal vez más tarde, cuando nos acerquemos, vea algo más.

– ¿Y los armazones?

– Son cureñas. Creo que de madera, con cuatro ruedas.

Hunter asintió. Serían las habituales cureñas de cañón de barco, trasladadas a las baterías de tierra.

Don Diego llegó con las gachas.

– Me alegro de que sean de madera -dijo-. Temía que tuvieran armazones de piedra. Lo habría hecho más difícil.