– ¿Haremos estallar las cureñas? -preguntó Hunter.
– Por supuesto -contestó don Diego.
Las culebrinas pesaban más de dos toneladas cada una. Si destruían los armazones, las inutilizarían; no se podrían apuntar ni disparar. Aunque la fortaleza de Matanceros tuviera más cureñas de cañón, se necesitarían docenas de hombres y varias horas para colocar cada cañón sobre una nueva cureña.
– Pero, primero -dijo don Diego con una sonrisa-, nos ocuparemos de las culatas.
Hunter no lo había pensado, pero enseguida se dio cuenta de que era una gran idea. Como todos los cañones, las culebrinas se cargaban por delante. Primero los artilleros metían en la boca del cañón un saquito de pólvora y después el proyectil.
Entonces introducían en el oído situado en la culata un objeto fino y puntiagudo, para rasgar el saquito que contenía la pólvora, y a continuación una mecha encendida. La mecha se consumía en el interior del oído y encendía la pólvora que, al explotar, expulsaba el proyectil.
Este método de disparo era bastante eficaz, siempre que el oído fuera pequeño. Pero tras repetidos disparos, la mecha encendida y la explosión de pólvora lo corroía y lo ensanchaba, de forma que hacía de válvula de escape de los gases en expansión. Cuando esto sucedía, el alcance del cañón se reducía considerablemente; y finalmente, el proyectil no se disparaba, con lo cual el cañón resultaba muy peligroso para los artilleros.
Para remediar este deterioro inevitable, los fabricantes de cañones habían dotado las culatas de una pieza metálica reemplazable con un agujero perforado en el centro. La pieza se introducía por la boca del cañón, de modo que la expansión de los gases debida a la explosión la empujara a su lugar, ajustán- dola más con cada disparo. Cuando el oído se ensanchaba demasiado, bastaba retirar la pieza de metal y colocar una nueva.
Pero a veces toda la pieza de metal salía expulsada con la explosión, lo que dejaba un gran agujero en la culata del cañón. A esto se refería el Judío: quería inutilizar los cañones y que tuvieran que colocar una nueva pieza, un proceso que podía llevar varias horas.
– Creedme -aseguró don Diego-, cuando acabemos con los cañones, tan solo servirán de lastre en un barco mercante.
Hunter miró a Lazue.
– ¿Qué ves en el interior de la fortaleza?
– Tiendas. Muchas tiendas.
– Serán para la guarnición -dijo Hunter.
Durante casi todo el año, el clima era tan suave en el Nuevo Mundo que los soldados no necesitaban una protección más permanente, y esto era particularmente cierto en islas donde llovía tan poco como en Matanceros. De todos modos, Hunter podía imaginar la consternación de los soldados, que habrían dormido en el barro, debido a la tormenta de la noche anterior.
– ¿Y el polvorín?
– Hay una construcción de madera al norte, dentro de la muralla. Podría estar allí.
– Bien -dijo Hunter. No quería perder tiempo buscando el polvorín cuando entraran en la fortaleza-. ¿Ves defensas en el exterior de la muralla?
Lazue observó el terreno circundante.
– No veo nada.
– Bien. Ahora habíame del barco.
– Una tripulación reducida al mínimo -dijo ella-. Veo cinco o seis hombres en los botes varados en tierra, frente al pueblo.
Hunter se había fijado en el pueblo. La había sorprendido ver una serie de construcciones toscas de madera paralelas a la costa, a cierta distancia del fuerte. Obviamente, las habían construido para albergar a la tripulación del galeón en tierra, prueba de que tenían la intención de permanecer una larga temporada en Matanceros, quizá hasta que partiera la siguiente flota del tesoro.
– ¿Soldados en el pueblo?
– Veo algunos jubones rojos.
– ¿Guardias en los botes?
– Ninguno.
– Nos ponen las cosas bastante fáciles -dijo Hunter.
– Por ahora -replicó Sanson.
El grupo recogió el material y borró cualquier rastro de su paso por la cueva. Emprendieron la larga marcha por la pendiente hacia Matanceros.
En el descenso se enfrentaron con el problema opuesto al que habían tenido los dos días anteriores. En la vertiente oriental de la cresta del monte Leres había poca vegetación, y por tanto escasa protección. Se vieron obligados a avanzar furtivamente de un grupo de vegetación espinosa al siguiente, así que su avance era lento.
A mediodía se llevaron una sorpresa. El barco de guerra negro de Cazalla apareció en la bocana del puerto, y, con velas amainadas, ancló cerca de tierra. Bajaron una barca; Lazue, con el catalejo, dijo que Cazalla estaba en popa.
– Esto lo echará todo a perder -se lamentó Hunter, observando la posición del buque de guerra. Estaba paralelo a la costa, de modo que los cañones de un lado podían barrer el canal.
– ¿Y si se queda ahí? -inquirió Sanson.
Era exactamente lo que se preguntaba Hunter, y solo se le ocurrió una respuesta.
– Le prenderemos fuego -dijo-. Si permanece anclado, tendremos que quemarlo.
– ¿Prendiéndole fuego a un bote en la playa y mandándolo a la deriva?
Hunter asintió.
– Necesitaríamos mucha suerte -dijo Sanson.
Entonces Lazue, todavía mirando por el catalejo, intervino:
– Hay una mujer.
– ¿Qué? -exclamó Hunter.
– En la lancha. Hay una mujer con Cazalla.
– Déjame mirar. -Hunter cogió el catalejo ansiosamente. Pero solo alcanzó a ver una forma blanca irregular sentada a popa junto a Cazalla, que estaba de pie de cara a la fortaleza. Hunter no distinguía ningún detalle. Devolvió el catalejo a Lazue-. Descríbemela.
– Vestido blanco y sombrilla, o un sombrero grande o algo que le tapa la cabeza. Cara oscura. Podría ser negra.
– ¿Su amante?
Lazue sacudió la cabeza. La lancha estaba atracando en el muelle de la fortaleza.
– Está bajando. Se está resistiendo…
– Tal vez haya perdido el equilibrio.
– No -dijo Lazue con firmeza-. Se está resistiendo. Tres hombres la están sujetando y la obligan a entrar en la fortaleza.
– ¿Dices que es morena? -preguntó Hunter. Estaba perplejo. Cazalla podía haberla tomado cautiva, pero cualquier mujer que valiera un rescate sin duda tenía que ser blanca.
– Sí, morena -dijo Lazue-. Pero no puedo ver más.
– Esperaremos -decidió Hunter.
Extrañados, siguieron descendiendo.
Tres horas después, en el momento más caluroso de la tarde, se detuvieron en unos matorrales de acacias espinosas para beber un poco de agua. Lazue vio que la barca de Cazalla se alejaba de la fortaleza, esta vez con un hombre a bordo que describió como «severo, muy esbelto, firme y erguido».
– Bosquet -dijo Hunter. Bosquet era el lugarteniente de Cazalla, un francés renegado, famoso por ser terriblemente frío e implacable-. ¿Está Cazalla con él?
– No -contestó Lazue.
El bote se detuvo a un lado del galeón y Bosquet subió a bordo. Poco después la tripulación izó el bote. Aquello solo podía significar una cosa.
– Van a zarpar -informó Sanson-. Tu suerte sigue, amigo mío.
– No cantes victoria -dijo Hunter-. Veamos primero si se dirige a Ramonas.
Se refería a la isla donde el Cassandra y su tripulación estaban ocultos. El Cassandra estaba en aguas demasiado poco profundas para que el barco de guerra lo atacara, pero Bosquet podía bloquear el balandro en la cala, y sin él no tenía ningún sentido atacar Matanceros. Necesitaban a los hombres del Cassandra para gobernar el galeón del tesoro fuera del puerto.
El barco de guerra salió del puerto rumbo al sur, pero esto era necesario para llegar a aguas profundas. Sin embargo, una vez en mar abierto, siguió rumbo al sur.
– Maldición -dijo Sanson.
– No, tan solo está cogiendo velocidad -respondió Hunter-. Espera.
Mientras hablaba, el barco de guerra cogió viento y, virando a estribor, invirtió la ruta poniendo rumbo al norte. Hunter sacudió la cabeza, aliviado.