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– Procede, Henry -dijo sir James.

– Enseguida, excelencia.

Con expresión ofendida, el verdugo hizo otra reverencia y volvió al carro. Subió, se colocó junto al preso y le puso la soga alrededor del cuello. Después fue a la parte delantera del carro y se quedó junto a la muía. Hubo un momento de silencio, que se alargó demasiado.

Finalmente, el verdugo giró sobre sus talones y gritó bruscamente.

– ¡Teddy, maldita sea, presta atención!

Inmediatamente, un chiquillo, el hijo del verdugo, empezó a tocar un rápido redoble de tambor. El verdugo se volvió hacia la multitud. Levantó la fusta y dio un solo golpe a la mula. El carro se alejó ruidosamente y el preso se quedó pataleando y oscilando en el aire.

Sir James observó las convulsiones del condenado. Escuchó el jadeo ronco de LeClerc y vio cómo su rostro se volvía púrpura. El francés pataleó violentamente, balanceándose a medio metro del suelo embarrado. Los ojos parecían salírsele de las órbitas. La lengua asomó entre sus labios. El cuerpo, colgando de la soga, se estremeció con temblores y espasmos.

– Está bien -dijo sir James por fin, y saludó al público.

Inmediatamente, un par de robustos amigos del condenado se adelantaron. Lo agarraron de los pies y tiraron de ellos, intentando romperle el cuello para evitarle sufrimientos. Pero no eran particularmente hábiles, así que el pirata, que era fuerte, ochó a los dos hombres sobre el barro con sus vigorosas patadas. La agonía se prolongó unos instantes más y finalmente, de forma brusca, el cuerpo quedó inerte.

Los hombres se apartaron. Por las piernas de LeClerc comenzó a resbalar un hilo de orina. El cuerpo se balanceaba exánime, oscilando en el extremo de la soga.

– Una ejecución excelente -dijo el comandante Scott con una amplia sonrisa. Lanzó una moneda de oro al verdugo.

Sir James subió a la carroza; de repente, tenía un hambre canina. Para acuciar aún más su apetito, así como para disimular los malos olores de la ciudad, se permitió un pellizco de rapé.

El comandante Scott propuso pasar por el puerto para ver si el nuevo secretario ya había desembarcado. El carruaje paró en los muelles, lo más cerca posible del amarre del barco; el cochero sabía que el gobernador solía caminar lo estrictamente necesario. El portero abrió la puerta y sir James bajó, haciendo una mueca ante el fétido aire matutino.

Se encontró frente a un joven de poco más de treinta años, quien, al igual que el gobernador, estaba sudando bajo su pesado jubón. El joven hizo una reverencia y dijo:

– Excelencia.

– ¿Con quién tengo el placer de hablar? -preguntó Almont, con una ligera inclinación. Ya no podía hacer reverencias profundas debido al dolor de la pierna; además, le desagradaba tanta pompa y formalidad.

– Charles Morton, excelencia, capitán del mercante Godspeed, zarpado de Bristol. -Presentó sus documentos.

Almont ni siquiera los miró.

– ¿Qué cargamento transportáis?

– Tejidos de la región occidental, excelencia, cristal de Stourbridge y artículos de hierro. Su excelencia tiene el manifiesto en las manos.

– ¿Lleváis pasaje? -Abrió el manifiesto y vio que había olvidado las gafas; la lista era un borrón oscuro. Examinó el documento con impaciencia y lo cerró de nuevo.

– Llevo al señor Robert Hacklett, el nuevo secretario de su excelencia, y a su esposa -dijo Morton-. Además nos acompañan ocho ciudadanos libres, que trabajarán de comerciantes en la colonia, y treinta y siete mujeres, condenadas por la justicia y enviadas aquí por lord Ambritton, de Londres, para que sean entregadas como esposas a los colonos.

– Cuánta amabilidad por parte de lord Ambritton -ironizó Almont. De vez en cuando, algún funcionario de las grandes ciudades de Inglaterra disponía que algunas mujeres condenadas fueran enviadas a Jamaica, una simple treta para ahorrarse los gastos de mantenerlas en prisión en su tierra. Sir James no se hacía ilusiones sobre cómo sería este nuevo grupo de mujeres-. ¿Dónde está el señor Hacklett?

– A bordo, recogiendo sus pertenencias con la señora Hacklett, excelencia. -El capitán Morton se movió nerviosamente-. Ella no ha tenido una travesía muy agradable, excelencia.

– No me cabe duda -dijo Almont. Le irritaba que su nuevo secretario no estuviera en tierra esperándolo-. ¿El señor Hacklett trae algún mensaje para mí?

– Es posible, excelencia -dijo Morton.

– Tened la bondad de decirle que se reúna conmigo en la mansión del gobernador en cuanto le sea posible.

– Así lo haré, excelencia.

– Esperaréis la llegada del sobrecargo y del señor Gower, el inspector de aduanas, que verificará vuestro manifiesto y supervisará la operación de descarga. ¿Tenéis muchas muertes de las que informar?

– Solo dos, excelencia, simples marineros. Uno cayó por la borda y el otro murió de hidropesía. De otro modo, jamás habría entrado en el puerto.

Almont vaciló.

– ¿A qué se refiere con que no habría entrado en el puerto?

– Me refiero a si alguien hubiera muerto de peste, excelencia.

Almont frunció el ceño bajo el intenso calor.

– ¿La peste?

– ¿Su excelencia no está al corriente de la peste que recientemente ha atacado Londres y algunas otras ciudades inglesas?

– No sabía absolutamente nada -dijo Almont-. ¿Hay peste en Londres?

– Así, es excelencia, ya hace meses que se extiende, entre la confusión general e innumerables muertes. Se dice que llegó de Amsterdam.

Almont suspiró. Eso explicaba por qué no habían llegado barcos de Inglaterra en las últimas semanas, ni despachos de la corte. Recordó la peste de Londres de hacía diez años, y esperó que su hermana y su sobrina hubieran tenido la presencia de ánimo suficiente para refugiarse en la casa de campo. Pero la noticia no lo perturbó demasiado. El gobernador Almont aceptaba la desgracia con estoicidad. Él mismo convivía cotidianamente con el riesgo de la disentería y de las fiebres convulsivas que cada semana mataban a varios habitantes de Port Royal.

– Me gustaría saber más -dijo-. Os ruego que cenéis en mi casa esta noche.

– Será un placer -aceptó Morton, haciendo otra reverencia-. Será un honor, excelencia.

– Esperad a opinar cuando veáis la mesa que esta mísera colonia puede ofrecer -dijo Almont-. Una última cosa, capitán. Necesito criadas para la mansión. El último grupo de negras estaban enfermas y murieron. Os estaría infinitamente agradecido si pudierais mandarme a las mujeres convictas a la mansión lo antes posible. Yo me encargaré de los documentos.

– Excelencia.

Almont saludó con la cabeza y subió con dificultad al carruaje. Con un suspiro de alivio, se arrellanó en el asiento y ordenó volver a la mansión.

– Un día maloliente y penoso -comentó el comandante Scott.

Y en efecto, durante un buen rato, el hedor de la ciudad se mantuvo en la nariz del gobernador y no se disipó hasta que esnifó otro pellizco de rapé.

3

Con ropa ligera, el gobernador Almont desayunaba solo en el comedor de la mansión. Como tenía por costumbre, tomó un poco de pescado hervido y una copita de vino, seguido de otro de los pequeños placeres que le proporcionaba su destino: una taza de café solo y fuerte. Desde su nombramiento como gobernador se había ido aficionando cada vez más al café, y se regodeaba sabiendo que tenía cantidades casi ilimitadas de esa delicia que en la madre patria escaseaba.

Mientras terminaba su café entró John Cruikshank, su ayudante. John era un puritano que se había visto obligado a marcharse de Cambridge apresuradamente cuando Carlos II recuperó el trono. Era un hombre de cara amarillenta, serio y tedioso, pero muy diligente.

– Las convictas han llegado, excelencia.

Solo de pensarlo, Almont hizo una mueca. Se secó los labios.

– Mándamelas. ¿Están limpias, John?