– Yo me encargo -dijo Sanson, sonriendo ligeramente.
– Llévate al Moro -ordenó Hunter.
Los dos hombres se marcharon furtivamente tras los pasos de los soldados españoles. Hunter se volvió y miró a Lazue, que estaba pálida y se secaba la boca.
– Estoy a punto para la marcha -dijo.
Hunter, don Diego y Lazue cargaron el material a la espalda y empezaron a descender.
Ahora seguían el río que desembocaba en el puerto. Cuando lo habían encontrado, el río era tan solo un hilo de agua que se podía salvar sin dificultad. Pero enseguida se había ensanchado, y la selva que crecía en las orillas era más densa e intrincada.
Encontraron la primera patrulla española a última hora de la tarde: ocho españoles, todos armados, remontaban el río silenciosamente en una barca. Estaban serios y lúgubres. Eran hombres preparados para la batalla. Al caer la noche, los altos árboles junto al río adquirieron tonos azul verdosos, y la superficie del río se volvió negra, agitada solo de vez en cuando por el paso de un cocodrilo. Pero había patrullas por todas partes, que se movían a paso de marcha a la luz de las antorchas. Tres largas canoas transportaban soldados río arriba, y sus antorchas proyectaban largas y temblorosas estelas de luz.
– Cazalla no es tonto -dijo Sanson-. Nos están esperando.
Se encontraban a tan solo unos cientos de metros de la fortaleza de Matanceros. Los imponentes muros de piedra se alzaban sobre ellos. Había mucha actividad, dentro y fuera del fuerte. Pelotones de veinte soldados armados patrullaban la zona.
– Tanto si nos esperan como si no -dijo Hunter-, debemos ceñirnos al plan. Atacaremos esta noche.
23
Enders, el barbero cirujano y artista del mar, estaba de pie al timón del Cassandra y observaba las grandes olas que se volvían plateadas al romper contra el arrecife del cayo de Barton, a cien metros a babor. A lo lejos podía ver la mole negra del monte Leres, imponente en el horizonte.
Un marinero se acercó a popa.
– Han dado la vuelta a la clepsidra -dijo.
Enders asintió. Habían transcurrido quince clepsidras desde el crepúsculo, lo que significaba que eran casi las dos. El viento soplaba del este, con una fuerza de unos diez nudos; su embarcación surcaba veloz el agua, por lo que en una hora llegarían a la isla.
Miró fijamente el perfil del monte Leres. Enders no podía distinguir el puerto de Matanceros. Tendría que doblar la punta meridional de la isla antes de avistar la fortaleza y el galeón, suponiendo que siguiera anclado en el puerto.
Para entonces, también estaría al alcance de los cañones de Matanceros, a menos que Hunter y su grupo los hubieran inutilizado.
Enders miró a su tripulación, de pie en el puente descubierto del Cassandra. Ningún hombre hablaba; observaban en silencio el contorno de la isla, que se agrandaba frente a ellos.
Todos sabían lo que estaba en juego y todos conocían los riesgos: dentro de unas horas, o serían inimaginablemente ricos o con toda probabilidad estarían muertos.
Por enésima vez aquella noche, Enders se preguntó qué suerte debían de haber corrido Hunter y los demás y dónde estarían.
A la sombra de los muros de piedra de Matanceros, Sanson mordió el doblón de oro y lo pasó a Lazue. Ella lo mordió y se lo pasó al Moro. Hunter asistió al solemne ritual, que todos los corsarios creían que traía suerte antes de un ataque. Por fin, le llegó el doblón; lo mordió, sintiendo el sabor del metal. Después, a la vista de todos, lanzó la moneda por encima de su hombro derecho.
Sin decir palabra, los cinco hombres salieron en direcciones distintas.
Hunter y don Diego, con cuerdas y garfios al hombro, avanzaron furtivamente en dirección norte rodeando la fortaleza; debían detenerse a menudo para dejar pasar las patrullas. Hunter echó una ojeada a los altos muros de piedra de Matanceros. Las partes más elevadas eran lisas, con un borde redondeado para hacer más difícil la escalada. Pero esas habilidades de construcción no serían suficientes para echar abajo su plan; Hunter estaba seguro de que sus garfios encontrarían los puntos de apoyo que necesitaban.
Cuando alcanzaron la pared norte del fuerte, la más alejada el mar, se detuvieron. Diez minutos después, pasó una patrulla; el ruido metálico de sus armaduras y armas resonó en el sosiego nocturno. Esperaron hasta que los soldados se perdieron de vista.
Entonces Hunter corrió y lanzó el garfio por encima del muro. Oyó un débil chasquido metálico cuando cayó en el interior. Tiró de la cuerda y el hierro volvió a caer en el suelo a su lado. Maldijo y esperó, escuchando.
Todo estaba en silencio; no había ningún indicio de que alguien lo hubiera oído. Lanzó el garfio por segunda vez, y lo vio volar por encima del muro. Volvió a tirar. Y tuvo que apartarse cuando el hierro cayó de nuevo al suelo.
Lo lanzó por tercera vez y esta vez el garfio se agarró a algo, pero casi inmediatamente oyó el ruido de otra patrulla. Rápidamente, Hunter trepó por la pared, jadeando y empujado por las voces cada vez más cercanas de los soldados provistos de armaduras. Alcanzó el parapeto, se agachó y recuperó la cuerda. Don Diego se había ocultado en la maleza.
La patrulla pasó bajo los ojos de Hunter.
Hunter soltó la cuerda y don Diego trepó, murmurando y blasfemando en español. Don Diego no era fuerte, así que su ascenso se hizo interminable. De todos modos, por fin llegó arriba y Hunter lo izó y recogió la cuerda. Los dos hombres, agachados sobre la piedra fría, miraron alrededor.
Matanceros estaba en silencio en la oscuridad; las hileras de tiendas debían de estar ocupadas por cientos de hombres dormidos. Era emocionante estar tan cerca de tantos enemigos.
– ¿Guardias? -susurró el Judío.
– No veo ninguno -dijo Hunter-, excepto allí.
En el lado opuesto de la fortaleza había dos figuras armadas de pie. Pero estaban vigilando el mar, escrutando el horizonte en busca de naves que se acercaran.
Don Diego asintió.
– Habrá un guardia en el polvorín.
– Probablemente.
Los dos hombres estaban casi justo encima del cobertizo de madera que Lazue creía que podía ser el polvorín. Desde donde estaban agachados no podían ver la puerta de la barraca.
– Primero deberíamos ir allí -dijo el Judío.
No llevaban explosivos, solo mechas. Pretendían coger los explosivos del polvorín de la fortaleza.
En silencio, rodeados por la oscuridad, Hunter saltó al suelo y don Diego lo siguió, parpadeando para adaptarse a la penumbra. Dieron la vuelta a la barraca buscando la puerta.
No vieron a ningún guardia.
– ¿Dentro? -susurró el Judío.
Hunter se encogió de hombros, se dirigió hacia la puerta, escuchó un momento, se quitó las botas y empujó suavemente la puerta. Miró hacia atrás y vio que don Diego también se estaba descalzando. Hunter entró.
El interior del polvorín estaba revestido de cobre por todos los lados y unas pocas velas cuidadosamente protegidas iluminaban la habitación con un brillo cálido y rojizo. Era sorprendentemente acogedor, a pesar de las hileras de barriles de pólvora y los saquitos ya preparados para introducir en los cañones, todos marcados con pintura roja. Hunter se movió silenciosamente por el suelo de cobre. No veía a nadie, pero oía a un hombre que roncaba en algún lugar del polvorín. Avanzando oculto por los barriles, buscó al hombre; finalmente encontró a un soldado dormido, apoyado en un barril de pólvora. Hunter pegó un fuerte golpe al hombre en la cabeza; el soldado gimió y cayó desplomado.
El Judío entró, echó un vistazo a la habitación y susurró:
– Excelente.
Inmediatamente se puso manos a la obra.
Si la fortaleza estaba silenciosa y dormida, el pueblo de barracas improvisadas que alojaba a la tripulación del galeón, en cambio, estaba en plena ebullición. Sanson, el Moro y Lazue atravesaron discretamente el pueblo, pasando junto a ventanas por las que vieron a soldados bebiendo y jugando a la luz amarilla de los faroles. Un soldado borracho salió dando tumbos, tropezó con Sanson, se disculpó y fue a vomitar contra la pared. Los tres siguieron caminando hacia la barca atracada a la orilla del río.