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Aunque de día el pequeño muelle no estaba vigilado, en aquel momento tres soldados estaban apostados allí, charlando y bebiendo en la oscuridad. Estaban sentados en un extremo del muelle, con los pies colgando sobre el agua, y el suave sonido de sus voces se fundía con el chapoteo del agua contra las estacas de madera. Daban la espalda a los corsarios, pero los tablones de madera con los que estaba construido el muelle hacían imposible acercarse en silencio.

– Lo haré yo -dijo Lazue, quitándose el blusón. Desnuda hasta la cintura, con el puñal escondido a la espalda, empezó a silbar una melodía mientras echaba a caminar por el muelle.

Uno de los soldados se volvió.

– ¿Qué pasa ahí? -preguntó y levantó el farol. Abrió los ojos, estupefacto, al ver lo que debió de parecerle una aparición: una mujer con los pechos al aire caminando tranquilamente hacia él-. ¡Madre de Dios! -exclamó.

La mujer le sonrió.

El correspondió a la sonrisa en el mismo instante en el que el puñal atravesaba sus costillas hasta el corazón.

Los demás soldados miraron a la mujer con el puñal goteando sangre. Estaban tan atónitos que apenas opusieron resistencia cuando ella les mató; el pecho desnudo de Lazue quedó manchado de sangre.

Sanson y el Moro corrieron, saltando sobre los cadáveres de los tres hombres. Lazue se puso de nuevo el blusón. Sanson subió a uno de los botes e inmediatamente se dirigió a la proa del galeón. El Moro soltó los demás botes y los empujó hacia el puerto, donde flotaron a la deriva. Después, el Moro subió a un bote con Lazue y se dirigieron hacia la popa del galeón. Ninguno de los tres dijo una sola palabra.

Lazue se apretó el blusón contra el cuerpo. La sangre de los soldados le empapó la tela y sintió un escalofrío. Se puso de pie en el bote y miró hacia el galeón mientras el Moro remaba con movimientos fuertes y rápidos.

El galeón era grande, de poco menos de cincuenta metros, pero estaba casi todo a oscuras, con solo unas antorchas que destacaban el perfil. Lazue miró a la derecha, donde vio a San- son remando en la otra dirección, hacia la proa del galeón. Su cuerpo se recortaba contra el fondo iluminado del animado pueblo de chabolas. La mujer se volvió y miró a la izquierda, a la línea gris de los muros de la fortaleza. Se preguntó si Hunter y el Judío estarían ya dentro.

Hunter observaba mientras el Judío llenaba delicadamente las entrañas de la zarigüeya de pólvora. Parecía un proceso interminable, pero el Judío se negaba a apresurarse. Estaba en cuclillas en el centro del polvorín, con un saco de pólvora abierto a un lado, y canturreaba una melodía mientras trabajaba.

– ¿Cuánto falta? -preguntó Hunter.

– No mucho, no mucho -contestó el Judío, imperturbable-. Será estupendo -dijo-. Ya lo veréis. Algo digno de ver.

Una vez llenas las entrañas, las cortó en varios fragmentos y se las guardó en el bolsillo.

– Bien -dijo-. Ya podemos empezar.

Poco después, los dos hombres salieron del polvorín, encorvados por el peso de las cargas de pólvora que llevaban encima. Cruzaron el patio principal de la fortaleza a hurtadillas y se pararon bajo el macizo parapeto de piedra sobre el que descansaban los cañones. Los dos vigías seguían allí.

Mientras el Judío esperaba con la pólvora, Hunter trepó por el parapeto y mató a los vigías. El primero murió en absoluto silencio y el otro únicamente soltó un pequeño gemido al caer al suelo.

– ¡Diego! -siseó Hunter.

El Judío apareció en el parapeto y miró los cañones. Metió una baqueta en una de las culatas.

– Qué maravilla -susurró-. Ya están cargados de pólvora. Juguemos un poco. Tomad, ayudadme.

El Judío empujó otro saco de pólvora en el interior de la boca de uno de los cañones.

– Ahora la bala -dijo.

Hunter frunció el ceño.

– Pero ellos introducirán otra bala antes de disparar.

– Por supuesto. Dos cargas, dos balas, estos cañones les explotarán en la cara.

Rápidamente, pasaron de una culebrina a otra. El Judío añadía una carga de pólvora y Hunter introducía la bala. Cada bala emitió un sonido sordo y retumbante al resbalar dentro de la culata del cañón, pero no había nadie cerca para oírlo.

Al terminar, el Judío dijo:

– Ahora tengo cosas que hacer. Vos debéis meter arena en todos los tubos.

Hunter bajó del parapeto. Recogió un poco de tierra del suelo de la fortaleza y echó un puñado dentro de cada boca de las culebrinas. El Judío era listo: aunque los cañones llegaran a disparar, la arena de las culatas impediría que apuntaran bien, y dañaría tan gravemente el interior que nunca más volverían a ser precisos.

Cuando terminó, vio que el Judío estaba agachado sobre una cureña de cañón, trabajando debajo de la culata. Por fin, se incorporó.

– Este ha sido el último.

– ¿Qué habéis hecho?

– He metido una mecha bajo la culata. La acumulación de

calor cuando intenten disparar incendiará estas mechas. -Hunter lo vio sonreír en la penumbra-. Será prodigioso.

El viento roló y la popa del galeón viró hacia Sanson. El francés ató el cabo al espejo de popa dorado y empezó a escalar por el mamparo posterior hacia el camarote del capitán. Oyó el vago eco de una canción española. Escuchó las palabras obscenas, pero no llegó a distinguir de dónde procedía la voz; parecía flotar a la deriva, esquiva y débil.

Se introdujo en el camarote del capitán a través del portillo de un cañón. Estaba vacío. Salió al puente de artillería y bajó la escalerilla que llevaba a la zona donde dormían los marineros. Tampoco encontró a nadie allí. Contempló las hamacas vacías, meciéndose suavemente con el movimiento del barco. Docenas de hamacas y ni rastro de marineros.

A Sanson aquello no le gustó nada: un barco sin guardias significaba un barco sin tesoro. Temió lo que todos habían temido pero nadie se había atrevido a pronunciar: que habían descargado el tesoro y lo habían guardado en otra parte, quizá en la fortaleza. Si era así, sus planes serían inútiles.

Por lo menos, Sanson esperaba encontrar una mínima tripulación y algunos guardias. Fue a la cocina de popa y se animó un poco. La cocina estaba vacía, pero había pruebas de que se había cocinado recientemente: un estofado de buey en una gran caldera, algunas verduras, un limón cortado rodando arriba y abajo sobre la superficie de madera.

Salió de la cocina y siguió avanzando. A lo lejos oyó los gritos del centinela en la cubierta saludando la llegada de Lazue y el Moro.

Estos ataron el bote junto a la escalerilla que colgaba en el centro del galeón. El centinela del puente se asomó y saludó.

– ¿Qué queréis? -gritó.

– Traemos ron -respondió Lazue en voz baja-. De parte del capitán.

– ¿Del capitán?

– Es su cumpleaños.

– Bravo, bravo.

Sonriendo, el centinela se apartó para permitir que Lazue subiera a bordo. La miró y, durante un momento, pareció horrorizado al ver la sangre en su blusón y en sus cabellos. En un abrir y cerrar de ojos el cuchillo centelleó y se hundió en el pecho del hombre. El centinela agarró el mango, sorprendido. Parecía que fuera a decir algo pero cayó hacia delante sobre cubierta.

El Moro subió a bordo y avanzó furtivamente hacia un grupo de cuatro soldados que jugaban a cartas. Lazue no se quedó a mirar lo que hacía; bajó a la cubierta inferior. Encontró a diez soldados durmiendo en un compartimiento de proa; en silencio, cerró la puerta y la atrancó por fuera.

Había cinco soldados más cantando y bebiendo en un camarote contiguo. Se asomó y vio que iban armados. Ella llevaba las pistolas metidas en el cinto; no dispararía a menos que fuera absolutamente necesario. Esperó fuera.