Echó una ojeada a la habitación. Eran los aposentos de Cazalla, lujosamente amueblados. Una muchacha de cabellos oscuros estaba en la cama. Lo miró aterrorizada, con las sábanas hasta la barbilla, mientras Hunter cruzaba la habitación hasta las ventanas traseras. Estaba a punto de salir por ellas cuando oyó que ella preguntó, en inglés:
– ¿Quién sois?
Hunter se detuvo, estupefacto. Su acento era refinado y aristocrático.
– ¿Y quién diablos sois vos?
– Soy lady Sarah Almont, de Londres -dijo-. Me tienen prisionera.
Hunter se quedó boquiabierto.
– Entonces vestios, señora -dijo.
En aquel momento se hizo pedazos otra ventana y Cazalla penetró en la habitación, blandiendo la espada. Estaba gris y cubierto de hollín por la explosión de pólvora. La muchacha gritó.
– Vestios, señora -dijo Hunter, mientras se enzarzaba en un combate con Cazalla. Vio que la mujer se apresuraba a ponerse un complicado vestido blanco.
Cazalla jadeaba. Combatía con la desesperación de la furia y de algo más, tal vez miedo.
– Inglés -siseó, atacando de nuevo.
En ese momento, Hunter lanzó la espada como si fuera un cuchillo. La hoja atravesó la garganta de Cazalla. El hombre tosió y cayó hacia atrás; quedó sentado en la silla de su mesa ricamente adornada. Se echó hacia delante, tirando de la hoja. En esa postura parecía que estuviera estudiando los mapas desplegados sobre la mesa. La sangre goteaba sobre las cartas. Cazalla emitió una especie de gorgoteo y cayó al suelo.
– Vamos -apremió a la mujer.
Hunter la ayudó a cruzar la ventana, para salir de la habitación. No se volvió a mirar el cadáver de Cazalla.
Se dirigió con la mujer hacia la pared norte del parapeto. El suelo estaba a diez metros de altura y la tierra era dura, con algunos matorrales. Lady Sarah se agarró a él.
– Está muy alto -dijo.
– No tenemos elección -replicó él, y la empujó.
Con un chillido, ella cayó. Hunter miró hacia atrás y vio que el Cassandra entraba en la bahía, pasando bajo la batería principal de cañones de la fortaleza. Los artilleros estaban a punto para disparar. Hunter también saltó. La muchacha todavía estaba en el suelo, agarrándose un tobillo.
– ¿Os habéis hecho daño?
– No demasiado, creo.
La ayudó a ponerse de pie y le pasó un brazo por el hombro. Sosteniéndola, corrieron hacia el agua. Oyeron que los primeros cañones abrían fuego contra el Cassandra.
Los cañones de Matanceros dispararon uno tras otro, con un segundo de diferencia. Pero cada uno de ellos salió despedido hacia atrás con la misma frecuencia, escupiendo pólvora y fragmentos de bronce. Los artilleros huyeron para ponerse a cubierto. Uno tras otro, los grandes cañones retrocedieron y enmudecieron.
Poco a poco los artilleros se levantaron y, perplejos, se acercaron a los cañones. Examinaron los oídos que habían explotado y hablaron con voces alteradas.
Entonces, una por una, las cargas colocadas bajo las cureñas estallaron, haciendo saltar astillas, y los cañones se desplomaron en el suelo. El último cañón rodó por el parapeto aterrorizando a los soldados, que corrían intentando esquivarlo.
A menos de quinientos metros de la costa, el Cassandra entró intacto en el puerto.
Don Diego, braceando en el agua, gritó a pleno pulmón al Cassandra, que se echaba encima de él. Horrorizado pensó que nadie le vería ni le oiría, pero repentinamente la proa del barco viró hacia babor y unas manos fuertes se asomaron por la borda y lo izaron, chorreando, a cubierta. Le pusieron en la mano un frasco de ron; le dieron una palmadita en la espalda y hubo algunas risas.
Diego paseó la mirada por cubierta.
– ¿Dónde está Hunter? -preguntó.
A la luz de la aurora, Hunter corría con la muchacha hacia la orilla del extremo septentrional de Matanceros. Estaban pasando bajo los muros por los que sobresalían, torcidos, los cañones ahora inutilizados.
Se pararon junto al agua para recuperar el aliento.
– ¿Sabéis nadar? -preguntó Hunter.
La muchacha negó con la cabeza.
– ¿Nada de nada?
– No, lo juro.
Hunter miró la proa del Cassandra que surcaba la bahía dirigiéndose hacia el galeón.
– Vamos -dijo, y volvieron a correr hacia el puerto.
Enders, el artista del mar, maniobró delicadamente el Cassandra para abordar al galeón. Inmediatamente, casi toda la tripulación saltó a bordo del navio más grande. Incluso Enders pasó al barco español, donde vio a Lazue y al Moro asomados por la borda. Sanson estaba al timón.
– Todo vuestro, señor -dijo este con una reverencia, entregando el timón a Enders.
– Con tu permiso, amigo mío -repuso Enders. Inmediatamente miró hacia lo alto, donde los marineros se afanaban con las jarcias-. ¡Izad la vela mayor! ¡Más rápido con ese foque! -Se desplegaron las velas, y el gran barco empezó a moverse.
A su lado, la reducida tripulación que quedaba en el Cassandra ató la proa de este último a la popa del galeón. El balandro giró sobre sí mismo, con las velas agitándose.
Enders no prestaba atención al pequeño velero.
Su atención se concentraba en el galeón. En cuanto empezó a moverse, y la tripulación se puso a trabajar con el cabrestante para subir el ancla, sacudió la cabeza.
– Menuda vieja carraca -se lamentó-. Se mueve como una vaca.
– Pero navegará -dijo Sanson.
– Oh, sí, navegará, por decirlo de algún modo.
El galeón se movía hacia el este, en dirección a la boca del puerto. Enders miró hacia la costa, buscando a Hunter.
– ¡Ahí está! -gritó Lazue.
Y en efecto, ahí estaba, de pie en la costa con una mujer.
– ¿Puedes parar? -preguntó Lazue.
Enders sacudió la cabeza.
– Embarrancaríamos -contestó-. Lanzadle un cabo.
El Moro ya lo había hecho. La cuerda llegó a la costa y Hunter se agarró a ella con la muchacha; inmediatamente tiraron de ellos y los hicieron caer al agua.
– Será mejor que los icéis rápidamente, antes de que se ahoguen -dijo Enders, pero sonreía.
La muchacha estuvo a punto de ahogarse, y después se pasó horas tosiendo. Pero Hunter estaba de excelente humor cuando tomó el mando de la nao del tesoro y puso rumbo, con el Cassandra a remolque, hacia mar abierto.
A las ocho de la mañana, las ruinas humeantes de Matanceros quedaban lejos por popa. Hunter, bebiendo copiosamente, pensó que tenía el honor de haber coronado con éxito la expedición corsaria más extraordinaria del siglo desde que Drake atacara Panamá.
24
Todavía en aguas españolas, navegaron hacia el sur a gran velocidad, aprovechando hasta el último centímetro de vela de que disponían. Normalmente, en el galeón viajaban hasta mil personas, con una tripulación de doscientos marineros o más.
Hunter tenía setenta, incluidos los prisioneros. Pero casi todos los cautivos españoles eran soldados, no marineros. No solo no se podía confiar en ellos, sino que además no estaban capacitados. Los marineros de Hunter manejaban incesantamente las velas y las jarcias.
Hunter había interrogado a los prisioneros en su escaso español. A mediodía ya conocía mejor el barco que capitaneaba. Era la nao Nuestra Señora de los Reyes, San Fernando y San Francisco de Paula, al mando del capitán José del Villar de Andrade, y propiedad del marqués de Cañada. Pesaba novecientas toneladas y había sido construida en Génova. Como todos los galeones españoles, a los que siempre bautizaban con nombres larguísimos, este tenía un apodo: El Trinidad. El origen del nombre no estaba claro.
El Trinidad estaba ideado para llevar cincuenta cañones, pero tras zarpar de La Habana en el mes de agosto anterior, el barco se había detenido en la costa de Cuba y se habían desmontado prácticamente todos los cañones, para poder llevar más carga. Actualmente solo disponía de treinta y dos cañones de doce libras. Enders había registrado el navio a fondo y había concluido que era un buen barco, aunque estaba asqueroso. Un grupo de prisioneros estaba despejando parte de los deshechos de la bodega.