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– Además, entra agua -dijo Enders.

– ¿Es grave?

– No, pero es una embarcación vieja, así que deberemos tener los ojos abiertos. El mantenimiento deja mucho que desear. -Enders hizo una mueca, como si quisiera aludir a la larga tradición de descuido de la marinería española.

– ¿Qué tal navega?

– Como una vaca preñada, pero nos las arreglaremos, si tenemos buen tiempo y no aparecen obstáculos. De todos modos, somos pocos.

Hunter asintió. Se paseó por la cubierta del barco y miró las velas. Con todo el velamen, El Trinidad tenía catorce velas independientes. Incluso la tarea más simple, como arrizar una vela de gavia, exigía casi una docena de hombres forzudos.

– Si hay mar gruesa, tendremos que navegar solo con los palos -dijo Enders, sacudiendo la cabeza.

Hunter sabía que estaba en lo cierto. Si encontraban una tormenta, no tendrían más remedio que recoger todas las velas y esperar a que pasara el mal tiempo, pero con un navio tan grande era una maniobra peligrosa.

Sin embargo, aún era más preocupante la posibilidad de un ataque. En ese caso, un barco debía ser muy maniobrable, y Hunter no tenía tripulación suficiente para gobernar bien El Trinidad.

También estaba el problema de las armas.

Sus treinta y dos cañones eran de fabricación danesa y reciente, así que estaban en buenas condiciones. En conjunto formaban un sistema de defensa considerable, cuando no formidable. Treinta y dos cañones hacían de El Trinidad el equivalente a un buque de batalla inglés de tercera categoría, y por tanto estaba en condiciones de hacer frente a cualquier enemigo, salvo a los buques de guerra más grandes. O al menos lo estaría si Hunter tuviera hombres suficientes para manejar los cañones, algo que no tenía.

Un equipo de artilleros, un grupo capaz de cargar, apuntar y disparar un cañón cada minuto durante una batalla solía estar formado por quince hombres, sin contar al capitán de artilleros. Teniendo en cuenta los heridos y el cansancio propio de una batalla -los hombres se cansaban de mover dos toneladas y media de bronce al rojo- era aconsejable que los equipos fueran de diecisiete a veinte hombres. Suponiendo que únicamente se dispararan la mitad de los cañones a la vez, Hunter necesitaría más de doscientos setenta hombres solo para manejar los cañones. Sin embargo no podía prescindir de ninguno. Ya le faltaban manos para manejar las velas.

La verdad a la que se enfrentaba Hunter era que estaba al mando de una décima parte de la tripulación que necesitaría para librar una batalla en el mar, y un tercio de la que necesitaría para sobrevivir a un fuerte temporal. Las conclusiones eran bastante claras: huir de cualquier combate y buscar refugio en caso de tormenta.

Fue Enders quien puso palabras a sus inquietudes.

– Ojalá pudiéramos navegar a toda vela -dijo. Miró hacia lo alto. En ese momento El Trinidad navegaba sin velas de me- sana ni tarquinas ni juanetes.

– ¿A qué velocidad vamos? -preguntó Hunter.

– A no mucho más de ocho nudos. Deberíamos alcanzar el doble.

– No será fácil huir de un barco -dijo Hunter.

– Ni de una tormenta -añadió Enders-. ¿Estáis pensando en hundir el balandro?

Hunter ya se lo había planteado. Los diez hombres que iban a bordo del Cassandra podrían ayudar en el galeón, pero tampoco tanto; El Trinidad seguiría escasamente tripulado. Además, el balandro también tenía su valor. Si conservaba su velero, podría subastar el galeón español entre los mercaderes y capitanes de Port Royal, donde alcanzaría una suma considerable. O podía incluirlo en la décima que le correspondía al monarca, y así reducir enormemente la cantidad de oro y otros tesoros que se llevaría el rey Carlos.

– No -dijo por fin-. Quiero conservar mi barco.

– De acuerdo, pero podríamos disminuir la carga -propuso Enders-. Hay mucho peso muerto a bordo. El bronce no sirve de nada, y las chalupas tampoco.

– Lo sé -dijo Hunter-. Pero no me gusta que estemos indefensos.

– Sin embargo lo estamos -repuso Enders.

– Lo sé -reconoció Hunter-. Pero por el momento nos arriesgaremos, y confiaremos en la Providencia para regresar sanos y salvos. La suerte está de nuestra parte, sobre todo ahora que estamos en mares más meridionales.

El plan de Hunter era bajar hasta las Antillas Menores y después poner rumbo al oeste, a la inmensidad del Caribe, entre Venezuela y Santo Domingo. Era improbable que encontraran buques de guerra españoles en aguas tan abiertas.

– No soy de los que confían en la Providencia -farfulló Enders con pesimismo-. Pero que sea como vos queréis.

Lady Sarah Almont estaba en un camarote de popa. Hunter la encontró en compañía de Lazue que, con un aire de elaborada inocencia, la estaba ayudando a peinarse.

Hunter le pidió a Lazue que saliera y ella obedeció.

– ¡Con lo bien que lo estábamos pasando! -protestó lady Sarah mientras se cerraba la puerta.

– Señora, me temo que Lazue ha puesto sus ojos en vos.

– Me ha parecido un hombre tan agradable -dijo ella-. Y es tan delicado…

– Bueno -dijo Hunter, sentándose en una silla del camarote-, las cosas no son siempre lo que parecen.

– Hace tiempo que lo sé, creedme -contestó la muchacha-. Viajaba a bordo del mercante Entrepid, comandado por el capitán Timothy Warner, de quien Su Majestad el rey Carlos tiene una elevada opinión como combatiente. Imaginaos mi sorpresa al descubrir que las rodillas del capitán Warner temblaban más que las mías cuando nos enfrentamos a un buque de guerra español. Era un cobarde, en definitiva.

– ¿Qué fue del barco?

– Lo destruyeron.

– ¿Cazalla?

– Sí, el mismo. A mí me llevaron como trofeo, pero hundieron el barco a cañonazos con toda la tripulación, por orden de Cazalla.

– ¿Murieron todos? -preguntó Hunter, arqueando las cejas. No era tanto porque le sorprendiera, cuanto porque ese incidente le proporcionaba la provocación que sir James necesitaría para justificar el ataque a Matanceros.

– No lo vi con mis propios ojos -prosiguió lady Sarah-. Pero presumo que sí. Estaba encerrada en un camarote. A continuación, Cazalla capturó otro navio inglés, pero no sé qué suerte corrieron.

– Creo -dijo Hunter, con una ligera reverencia- que lograron huir y salvarse.

– Tal vez sí -dijo ella, sin comprender la alusión de Hunter-. Y ahora, ¿qué haréis conmigo, vosotros, malhechores? Ya que doy por hecho que estoy en manos de piratas.

– Charles Hunter, corsario libre, a vuestro servicio. Nos dirigimos a Port Royal.

Ella suspiró.

– Este Nuevo Mundo es tan confuso… No sé nunca a quién creer, así que me perdonaréis si desconfío de vos.

– Por supuesto, señora -dijo Hunter, sintiendo irritación por aquella mujer altanera a quien había salvado la vida-. Solo había bajado a interesarme por vuestro tobillo…

– Ha mejorado mucho, gracias.

– … y preguntaros si estabais bien, en cuanto a todo lo demás.

– ¿Ah, sí? -Sus ojos centellearon-. ¿Por casualidad no querréis saber si el español abusó de mí y vos podéis seguir libremente su ejemplo?

– Señora, yo no…

– Bien, puedo aseguraros que el español no se llevó nada de mí que no estuviera ya ausente. -Soltó una risa amarga-. Pero lo hizo a su manera.

Bruscamente se volvió en la silla. Llevaba un vestido de corte español que había encontrado en el barco, y que tenía un profundo escote en la espalda. Hunter vio en los hombros de la muchacha algunos feos cardenales.

Ella se volvió de nuevo y lo miró a la cara.

– Ahora quizá lo entenderéis -dijo-. Aunque tal vez no. Guardo otros trofeos de mi encuentro con la corte de Felipe en el Nuevo Mundo. -Se bajó un poco el escote del vestido dejando a la vista una marca roja redonda en un pecho.