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– ¿A qué isla querríais dirigiros? -preguntó.

– A la del Gato -contestó Enders, señalando una isla grande del archipiélago.

– ¿A la bahía del Mono? -preguntó ella.

– Sí -respondió Enders-. A la bahía del Mono.

– ¿La conoces? -dijo Hunter.

– Sí, pero de eso hace muchos años. Es un puerto a barlovento. ¿En qué fase está la luna?

– Cuarto menguante -dijo Hunter.

– Y no hay nubes -confirmó Lazue-. Qué lástima.

Tras ese comentario, todos asintieron y sacudieron la cabeza lúgubremente. Entonces, Lazue dijo:

– ¿Sois jugador?

– Sabes que sí -contestó Hunter.

– Entonces intentad cambiar de rumbo y despegaros de los perseguidores. Si lo lográis, perfecto. Si no, ya nos las arreglaremos.

– Me fío de tus ojos -dijo Hunter.

– Podéis fiaros -aseguró Lazue, y trepó por el aparejo hasta su puesto de vigilancia.

Lady Sarah no había entendido la conversación, aunque había reconocido claramente la tensión y la preocupación. Permaneció junto a la borda, mirando al horizonte, donde las velas del navio perseguidor ya se distinguían a simple vista, hasta que Hunter se acercó a ella. Una vez conocía la situación, parecía más relajado.

– No he entendido ni una palabra -dijo ella.

– Es bastante sencillo -aclaró Hunter-. ¿Veis ese navio que nos sigue? -Sí.

– ¿Y veis aquella isla a barlovento, la isla del Gato?

– La veo.

– Allí hay un puerto, llamado bahía del Mono. Será nuestro refugio, si conseguimos llegar a él.

Ella miró primero el navio perseguidor y luego la isla.

– Estamos muy cerca de la isla, no parece que tenga que haber problemas.

– ¿Veis el sol? -Sí…

– El sol se está poniendo por el oeste. Dentro de una hora se reflejará en el agua y su brillo nos deslumbrará. No podremos ver los obstáculos de abajo, cuando entremos en la bahía. En estas aguas, un barco no puede navegar hacia el sol sin peligro de que el fondo de coral agujeree el casco.

– Pero Lazue ya ha entrado en el puerto otras veces.

– Sí, pero como todo puerto situado a barlovento está expuesto a las tormentas y a las fuertes corrientes del océano abierto, eso hace que cambien. Un banco de arena puede variar en unos días, en unas semanas. La bahía del Mono podría no ser ahora como Lazue la recuerda.

– Oh. -La mujer se calló un momento-. Entonces, ¿por qué entramos en ese puerto? No os habéis detenido en las últimas tres noches. Seguid navegando de noche y perdeos en la oscuridad. -Parecía encantada con su solución.

– Hay luna -objetó Hunter tristemente-. Cuarto menguante. No saldrá hasta medianoche, pero será suficiente para que un barco pueda perseguirnos. Solo tendremos cuatro horas de absoluta oscuridad. No podremos huir de él en un tiempo tan breve.

– Entonces, ¿qué haremos?

Hunter recogió el catalejo y escrutó el horizonte. El navio perseguidor estaba ganando terreno lentamente.

– Iremos a la bahía del Mono. Hacia el sol.

– ¡Todos a sus puestos! -gritó Enders, y el barco puso proa al viento, poco a poco, cambiando pesadamente de rumbo.

Tardó un cuarto de hora antes de volver a surcar el agua, y durante ese tiempo, las velas de la embarcación perseguidora se habían vuelto más grandes.

Mientras Hunter miraba al otro barco por el catalejo, tuvo la sensación de que algo en aquellas velas le resultaba tristemente familiar.

– No puede ser…

– ¿Qué, señor?

– ¡Lazue! -Hunter gritó y señaló el horizonte.

En lo alto, Lazue se llevó el catalejo al ojo.

– ¿Quién te parece que es?

– ¡Nuestro viejo amigo! -gritó ella.

Enders gimió.

– ¿El barco de guerra de Cazalla? ¿El navio negro?

– El mismo.

– ¿Quién está al mando ahora? -preguntó Enders.

– Bosquet, el franchute -contestó Hunter, recordando al hombre esbelto y compuesto que había visto a bordo del barco en Matanceros.

– Lo conozco -dijo Enders-. Es un marinero con nervios de acero y muy competente, conoce su oficio. -Suspiró-. Qué lástima que no haya un español al timón. Tendríamos más posibilidades. -Los españoles eran famosos por ser malos marineros.

– ¿Cuánto falta para llegar a tierra?

– Una hora larga -dijo Enders-, incluso más. Si el pasaje es estrecho, tendremos que recoger algunas velas.

Esto reduciría aún más su velocidad, pero no se podía hacer nada por evitarlo. Si querían mantener el control del barco en aguas plácidas tendrían que recoger velas.

Hunter miró hacia el navio de guerra que les perseguía. Estaba cambiando de rumbo, con las velas inclinadas mientras viraba a barlovento. Perdió terreno un momento, pero pronto volvió a avanzar a toda velocidad.

– Si llegamos, será por los pelos -dijo Hunter.

– Sí -reconoció Enders.

En lo alto del palo, Lazue estiró el brazo izquierdo. Enders cambió de rumbo, observando hasta que ella dejó caer el brazo. A partir de entonces siguió en línea recta. Poco después, el brazo derecho se adelantó, medio doblado.

Enders corrigió el rumbo de nuevo, virando ligeramente a estribor.

CUARTA PARTE. La bahía del Mono

27

El Trinidad se dirigió hacia la cueva de la bahía del Mono.

A bordo del Cassandra, Sanson observaba cómo maniobraba el galeón.

– ¡Sangre de Luis! Se dirigen a tierra -dijo-. ¡Hacia el sol!

– Es una locura -gimió el timonel.

– Escúchame bien -dijo Sanson, volviéndose hacia él-. Cambia de ruta inmediatamente y sigue la estela de esa bestia española, pero sigúela exactamente. Ni más ni menos, exactamente. Nuestra proa deberá cortar por la mitad su silueta. Si no lo haces te degollo.

– ¿Cómo piensan arreglárselas navegando de cara al sol? -gimió el timonel.

– Cuentan con los ojos de Lazue -dijo Sanson-. Podría ser suficiente.

Lazue observaba el mar con mucha atención. También estaba muy atenta a lo que hacía con los brazos, porque cualquier gesto involuntario podría provocar un cambio de rumbo. En aquel momento miraba hacia el oeste, con el brazo izquierdo plano debajo de su nariz para tapar el reflejo del sol sobre el

agua justo delante de la proa. Únicamente miraba a tierra, al contorno verde y montañoso de la isla del Gato, que en ese momento era tan solo un perfil plano, sin profundidad.

Sabía que en algún punto delante de ella, cuando estuvieran más cerca, el contorno de la isla empezaría a separarse, a definirse, y podría ver la entrada de la bahía del Mono. Hasta entonces, su trabajo consistía en mantener el curso más rápido para llegar al punto donde ella creía que encontraría la entrada.

Su posición elevada jugaba a su favor; desde su ventajoso punto de observación sobre el palo mayor, podía ver el color del agua a muchas millas de distancia, un patrón intrincado de azules y verdes de diversa intensidad. En su cabeza, los colores se traducían en medidas de profundidad del agua; los interpretaba como si tuviera delante una carta náutica con datos numéricos.

No era una habilidad cualquiera. Un marinero normal que creyera conocer la transparencia de las aguas caribeñas, supondría que el azul oscuro equivalía a aguas profundas y el verde a aguas más profundas todavía. Pero Lazue sabía más que un marinero normaclass="underline" si el fondo era arenoso, el agua también podía ser azul claro, aunque la profundidad fuera de quince metros. Por otro lado, un color verde oscuro podía significar un fondo de algas y tres metros de profundidad. Además, el movimiento del sol en el transcurso del día jugaba malas pasadas: a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde, los colores eran muy densos y oscuros; había que tenerlo en cuenta.