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Pero por ahora, la profundidad no era lo que le preocupaba. Escrutaba los colores de la costa, buscando alguna pista de la entrada a la bahía del Mono. Recordaba que la bahía era la desembocadura de un riachuelo de agua dulce, como en tantos casos de calas utilizables. Había muchas otras calas caribeñas que no eran seguras para los barcos grandes, debido a la ausencia de aberturas en el arrecife de coral circundante. Para que hubiera una abertura era necesario que hubiera un curso de agua dulce, porque donde había agua dulce el coral no crecía.

Lazue escrutó el agua cercana a la costa, porque sabía que el paso no estaría en las inmediaciones del riachuelo. Dependiendo de las corrientes que arrastraran el agua dulce hasta el mar, el hueco en el arrecife podía estar a medio kilómetro al norte o al sur. De todos modos, las corrientes a menudo producían una opacidad pardusca en el agua y un cambio en el aspecto superficial.

Lazue lo escrutó todo con atención y por fin lo vio, al sur del rumbo que llevaba el barco. Indicó a Enders las correcciones que debía realizar. Mientras El Trinidad se acercaba, Lazue se consoló pensando que el artista del mar no tenía ni idea de qué tenía delante; si supiera lo estrecho que era en realidad el paso en el arrecife se desmayaría. Los corales asomaban a la superficie por ambos lados, y entre ellos el espacio abierto apenas alcanzaba una decena de metros de ancho.

Satisfecha con el nuevo rumbo, Lazue cerró los ojos unos minutos. Percibía el color rosado de los párpados cerrados bajo los rayos de sol, pero se olvidó del movimiento del barco, del viento que hinchaba las velas, de los olores del océano. Estaba completamente concentrada en sus ojos, para que descansaran. Solo importaban sus ojos. Respiró honda y lentamente, preparándose para el próximo esfuerzo, haciendo acopio de energía y afinando su concentración.

Sabía cómo ocurriría; conocía bien el inevitable proceso: al principio, ningún problema; después, los primeros dolores oculares, que enseguida aumentarían de intensidad; a continuación llegaría el lagrimeo irritante y corrosivo. Dentro de una hora estaría exhausta, carecería de la menor energía. Necesitaría dormir, como si llevara despierta una semana, y seguramente caería inconsciente en cuanto bajara a cubierta.

Era para este esfuerzo que le esperaba, para este inmenso esfuerzo, para lo que se estaba preparando, respirando larga y lentamente, con los ojos cerrados.

En el caso de Enders, que estaba al timón, su concentración era muy distinta. Tenía los ojos abiertos, pero apenas le interesaba lo que veía. Enders sentía el timón en las manos; la presión que ejercía en sus palmas; el canto de la cubierta bajo sus pies; el rugido del agua deslizándose bajo el casco; el viento en sus mejillas; la vibración del aparejo; el conjunto complejo de fuerzas y tensiones que componían el navio. De hecho, Enders estaba tan concentrado que formaba parte del navio, estaba físicamente conectado a él; era el cerebro del cuerpo del barco y conocía su estado hasta el menor detalle.

Podía determinar la velocidad a la que navegaba hasta la fracción de un nudo; presentía cuándo una vela estaba fuera de lugar; sabía si una carga se movía en la bodega, y dónde; sabía cuánta agua había en la sentina; sabía cuándo el barco avanzaba con facilidad; cuándo seguía el mejor rumbo; sabía cuándo se apartaba de este y cuánto podría mantenerlo en estas condiciones y hasta dónde forzarlo.

Podría decir todo esto con los ojos cerrados. Pero no podría explicar cómo lo sabía, solo que lo sabía. Ahora, trabajando con Lazue, estaba preocupado, precisamente porque debía ceder parte de su control a otro. Las señales de la mano de Lazue no significaban nada para él, porque no podía sentirlas directamente; aun así, seguía las instrucciones de la vigía ciegamente, consciente de que debía confiar en ella. Pero estaba nervioso; sudaba ante el timón y sentía el viento más fuerte en sus mejillas mojadas, mientras efectuaba las correcciones que ella le indicaba con los brazos extendidos.

Lazue estaba dirigiendo el barco hacia el sur. Debía de haber avistado la abertura en el arrecife, pensó, y le estaba lle- vando hacia ella. Pronto la cruzarían. La mera idea le hacía sudar más.

El pensamiento de Hunter estaba ocupado con otras preocupaciones. Corría arriba y abajo, de proa a popa, haciendo caso omiso tanto de Lazue como de Enders. El navio de guerra español se acercaba a cada minuto que pasaba; el borde superior de la vela maestra estaba ya bajo el horizonte. Todavía navegaba con todas las velas desplegadas, mientras que El Trinidad, ahora a tan solo una milla de la isla, había recogido muchas de sus velas.

Mientras tanto, el Cassandra se había colocado detrás del barco más grande, desviado a babor para observar la trayectoria que seguía Hunter para entrar en la bahía. La maniobra era necesaria, pero las velas del galeón estaban absorbiendo el viento del Cassandra, y el velero no alcanzaba una gran velocidad. De hecho, no la conseguiría hasta que estuviera a popa de El Trinidad. Una vez allí, sería más vulnerable al navio de guerra español, a menos que se mantuviera junto a Hunter.

El problema llegaría cuando atravesaran la abertura. Los dos barcos pasarían el uno detrás del otro; si El Trinidad no la cruzaba limpiamente, el Cassandra podría chocar con él, dañando ambos barcos. Pero si eso sucedía en el paso, sería una pesadilla, y ambos barcos se hundirían tras impactar contra las rocas del arrecife. Hunter estaba seguro de que Sanson era consciente del peligro; y estaba igualmente seguro de que San- son sabía que no podía alejarse mucho.

Sería una maniobra peliaguda. Se dirigió a proa y miró el reflejo tembloroso del agua iluminada por el sol de la bahía del Mono. Ya veía claramente la lengua curva de tierra montañosa que sobresalía de la isla y formaba el gancho protector de la bahía.

El paso en el arrecife seguía invisible para él; estaba en alguna parte de aquel manto de agua reluciente y centelleante que tenía delante.

Alzó la mirada hacia lo alto del palo maestro, donde Lazue estaba indicando algo a Enders: lanzaba con fuerza el puño hacia delante, haciendo que chocara contra la palma de la otra mano abierta.

Enders empezó enseguida a gritar que amainaran otras velas. Hunter sabía que eso solo podía significar una cosa: estaban muy cerca del paso en el arrecife. Entornó los ojos hacia el brillo, pero siguió sin ver nada.

– ¡Sondeadores! ¡A babor y a estribor! -gritó Enders. Poco después, dos hombres a cada lado del casco empezaron a gritar alternativamente. El primero de ellos ya puso nervioso a Hunter.

– ¡Cinco justos!

Cinco brazos de profundidad, poco menos de diez metros; ya era agua baja. El Trinidad tenía un fondeo de tres brazos, así que no sobraba demasiado. En aguas poco profundas, las colonias coralinas podían fácilmente alzarse hasta cuatro metros por encima del fondo marino, en formas y posiciones irregulares. Y el duro coral rasgaría el casco de madera como si fuera papel.

– Cinq et demi -fue el siguiente grito. Un poco mejor. Hunter esperó.

– ¡Seis largos!

Hunter respiró mejor. Debían de haber pasado el arrecife exterior; la mayor parte de las islas tenían dos, un arrecife interior poco profundo y otro más profundo en el exterior. Tendrían un breve espacio de aguas seguras, antes de llegar al peligroso arrecife interior.

– Moins six! -llegó un grito.

La profundidad ya estaba disminuyendo. Hunter se volvió a mirar a Lazue, en lo alto del palo mayor. Tenía el cuerpo inclinado hacia fuera, estaba relajada, casi indiferente. No podía ver su expresión.

El cuerpo de Lazue estaba, en efecto, relajado; estaba tan flojo que corría el peligro de caer del palo alto. Sus brazos se aferraban a la barandilla de la cofa con ligereza, inclinándose hacia delante; tenía los hombros caídos; todos los músculos sueltos.

Pero su rostro estaba tenso y arrugado, la boca contraída en una mueca agarrotada y los dientes apretados mientras miraba hacia el brillo con los ojos entornados. Tenía los ojos prácticamente cerrados; llevaba tanto rato así que parpadeaba involuntariamente de la tensión. Podría haber sido una fuente de distracción, pero Lazue ni siquiera era consciente de ello, porque ya hacía un buen rato que había caído en una especie de trance.