– Razonablemente limpias, excelencia.
– Pues tráelas.
Las mujeres entraron ruidosamente en el comedor. Charlaban, miraban a todas partes y señalaban ahora una cosa ahora otra. Un atajo de insubordinadas, descalzas y vestidas con idénticos trajes de fustán gris. El ayudante las hizo ponerse en fila contra la pared y Almont se levantó de la mesa.
Las mujeres callaron mientras él las inspeccionaba. El único sonido que se escuchaba en la sala era el del pie izquierdo dolorido del gobernador arrastrándose por el suelo mientras las miraba una por una.
Aquellas mujeres eran las más feas, greñudas y procaces que había visto jamás. El gobernador se paró frente a una de ellas, que era más alta que él, una criatura espantosa con la cara marcada y la boca desdentada.
– ¿Cómo te llamas?
– Charlotte Bixby, excelencia. -Intentó una especie de reverencia patosa.
– ¿Y cuál es tu delito?
– Lo juro, excelencia, no he hecho nada. Me acusaron con calumnias…
– Asesinó a su marido, John Bixby -recitó el ayudante, leyendo una lista.
La mujer se calló. Almont siguió. Cada cara que veía era más fea que la anterior. Se paró frente a una mujer de cabellos negros enmarañados y una cicatriz amarillenta que bajaba por un lado del cuello. Su expresión era malhumorada.
– ¿Cómo te llamas?
– Laura Peale.
– ¿Cuál es tu delito?
– Dijeron que le había robado la bolsa a un caballero.
– Ahogó a sus hijos de cuatro y siete años -recitó John en tono monótono, sin levantar los ojos de la lista.
Almont miró a la mujer con el ceño fruncido. Esas mujeres estarían en su elemento en Port Royal; eran tan rudas como el más aguerrido de los corsarios. Pero ¿esposas? Desde luego no serían esposas. Siguió recorriendo la fila de caras y se paró frente a una que era insólitamente joven.
La muchacha tendría quizá catorce o quince años, los cabellos rubios y la piel muy clara. Tenía unos ojos azules y límpidos que expresaban una rara amabilidad e inocencia. Parecía totalmente fuera de lugar en aquel grupo de mujeres groseras. El gobernador le habló en tono amable.
– ¿Cómo te llamas, niña?
– Anne Sharpe, excelencia. -Su voz era apenas audible, casi un susurro, y mantenía los ojos tímidamente bajos.
– ¿Cuál es tu delito?
– Hurto, excelencia.
Almont miró a John. Este asintió.
– Robo en el alojamiento de un caballero. En Gardiner's Lane, Londres.
– Entiendo -dijo Almont, volviendo a mirar a la muchacha. Pero no fue capaz de ser severo con ella, que mantenía los ojos bajos-. Necesito una sirvienta en mi casa, señorita Sharpe. Servirás en mi residencia.
– Excelencia -interrumpió John, inclinándose hacia Almont-. Si me permitís unas palabras.
Los dos hombres se apartaron un poco de las mujeres. El ayudante, que parecía agitado, le indicó la lista.
– Excelencia -susurró-, aquí dice que la acusaron de brujería durante el juicio.
Almont se rió, divertido.
– No lo dudo, no lo dudo.
A menudo se acusaba de brujería a las mujeres hermosas.
– Excelencia -insistió John, con celo puritano-. Aquí ti ice que lleva en el cuerpo los estigmas del demonio.
Almont miró a la tímida jovencita rubia. No le parecía probable que fuera bruja. Sir James sabía un par de cosas de brujería. Las brujas tenían ojos de colores extraños y estaban rodeadas de corrientes de aire helado. Su carne era fría como la de los reptiles y tenían un seno de más.
Almont estaba seguro de que aquella mujer no era bruja. -Dispon que la bañen y la vistan -ordenó. -Excelencia, permitid que os recuerde, los estigmas… -Ya me ocuparé más tarde de los estigmas. John hizo una reverencia. -Como deseéis, excelencia.
Por primera vez, Anne Sharpe levantó la cabeza y miró al gobernador Almont, con la más leve de las sonrisas.
4
– Con el debido respeto, sir James, debo confesar que nada habría podido prepararme para el impacto de mi llegada a este puerto.
El señor Robert Hacklett, delgado, joven y nervioso, paseaba arriba y abajo mientras hablaba. Su esposa, una mujer joven de aspecto extranjero, esbelta y morena, estaba sentada rígidamente en una silla mirando fijamente al gobernador.
Sir James se había acomodado detrás de su escritorio, con el pie malo, hinchado y dolorido, apoyado en un cojín. Intentaba mostrarse paciente.
– Francamente, en la capital de la Colonia de Jamaica de Su Majestad en el Nuevo Mundo -continuó Hacklett- esperaba encontrar alguna apariencia de orden cristiano y legalidad en el comportamiento de sus gentes. Como poco, alguna prueba de represión contra los vagabundos y esos canallas salvajes que actúan a su antojo donde y como les place. Por Dios, mientras recorríamos en un carruaje abierto las calles de Port Royal, si a eso se le pueden llamar calles, un individuo vulgar y borracho ha insultado a mi mujer, asustándola enormemente.
– Ya -dijo Almont, suspirando.
Emily Hacklett asintió silenciosamente. A su manera era una mujer bonita, con el tipo de físico que solía atraer al rey Carlos. Sir James podía imaginar cómo el señor Hacklett había llegado a ser el favorito de la corte hasta el punto de que le nombraran para el puesto potencialmente lucrativo de secretario del gobernador de Jamaica. Sin duda Emily Hacklett había sentido la presión del abdomen real más de una vez.
Sir James suspiró.
– Además -continuó Hacklett-, hemos tenido que soportar, por todas partes, la visión de mujeres procaces y medio desnudas en la calle y gritando desde las ventanas, hombres borrachos y vomitando en la calle, ladrones y piratas peleando y alborotando en las esquinas, y…
– ¿Piratas? -preguntó Almont bruscamente.
– Pues sí, piratas. Al menos así es como llamaría yo a esos marineros asesinos.
– En Port Royal no hay piratas -afirmó Almont. Su voz era dura. Miró enfadado a su nuevo secretario y maldijo las bajas pasiones del Alegre Monarca, por culpa de las cuales él tendría que soportar a aquel idiota pedante como secretario. Estaba claro que Hacklett no le sería de ninguna utilidad-. No hay piratas en esta colonia -repitió Almont-. Y si hallara pruebas de que alguno de los hombres es un pirata, se le juzgaría como es debido y se le ahorcaría. Así lo dicta la ley de la Corona y aquí se observa con absoluto rigor.
Hacklett le miró con incredulidad.
– Sir James -dijo-, discutís por un detalle de terminología cuando la verdad del asunto está a la vista en todas las calles y todas las casas de la ciudad.
– La verdad del asunto está a la vista en el patíbulo de High Street -replicó Almont-, donde en este momento puede verse a un pirata balanceándose con la brisa. De haber desembarcado antes, lo habríais presenciado vos mismo. -Suspiró de nuevo-. Sentaos -dijo-, y callaos antes de que me confirméis la impresión de que sois un idiota aún mayor de lo que parecéis.
El señor Hacklett palideció. Sin duda no estaba acostumbrado a ser tratado con tanta rudeza. Se sentó rápidamente en una silla junto a su esposa. Ella le tocó la mano para tranquilizarlo, un gesto sincero, de parte de una de las amantes del rey.
Sir James Almont se levantó, haciendo una mueca por el dolor que le subía del pie. Se inclinó sobre la mesa.
– Señor Hacklett -dijo-. La Corona me ha encargado expandir la colonia de Jamaica y mantener su prosperidad. Permitid que os explique algunos hechos pertinentes relacionados con el desempeño de vuestra tarea. Somos un puesto avanzado pequeño y débil de Inglaterra en medio de territorio español. Soy consciente -prosiguió pesadamente- de que en la corte se finge que Su Majestad está bien asentada en el Nuevo Mundo. Pero la verdad es muy distinta. Los dominios de la Corona se limitan a tres colonias diminutas: St. Kitts, Barbados y Jamaica. El resto pertenece al rey Felipe de España. Este sigue siendo territorio español. No hay barcos ingleses en estas aguas. No hay guarniciones inglesas en estas tierras. Hay una docena de navios españoles bien equipados y varios miles de soldados españoles repartidos por más de quince asentamientos impor- t antes. El rey Carlos, en su sabiduría, desea conservar las colonias pero no desea tener que defenderlas de una invasión.