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– No tiene sentido -dijo Enders-. Tiene millas de aguas profundas para pasar la noche, y, en cambio, echa el ancla con tan solo cuatro brazos de profundidad.

Hunter observó. Vio mucho ajetreo en popa y que lanzaban otra ancla al agua. La popa viró hacia la playa.

– Maldita sea -dijo Enders-. ¿No pretenderá…?

– Sí -murmuró Hunter-. Se está preparando para disparar una andanada. Levad el ancla.

– ¡Levad el ancla! -gritó Enders a la sorprendida tripulación-. ¡Preparados en el bauprés! ¡Rápido con las jarcias! -Se volvió hacia Hunter-. Embarrancaremos con toda seguridad.

– No tenemos alternativa -dijo Hunter.

La intención de Bosquet era clara. Había anclado en la boca de la cala, justo al otro lado del arrecife, pero podían alcanzarles con su amplia batería de cañones. Pretendía quedarse allí y atacar el galeón durante la noche. A menos que Hunter saliera de su punto de mira, arriesgándose en aguas menos profundas, los barcos estarían hechos pedazos por la mañana.

En efecto, vieron cómo se abrían las cañoneras del barco de guerra español, y las culatas de los cañones empezaban a disparar proyectiles que alcanzaron el aparejo de El Trinidad y cayeron al agua alrededor del barco.

– Tenemos que movernos ahora mismo, señor Enders -gritó Hunter.

Como si le hubiera oído, salió una segunda andanada del buque de guerra español. Esta apuntó mejor. Varios proyectiles alcanzaron El Trinidad, haciendo saltar astillas y arrancando cuerdas.

– ¡Maldición! -gritó Enders, con una voz más dolorida que si le hubieran herido a él personalmente.

Pero el barco de Hunter ya se movía, y se apartaba del alcance de los cañones, de modo que la siguiente andanada cayó en el agua levantando una cortina de salpicaduras sin dar en el blanco. La sincronía era perfecta.

– La artillería está bien comandada -dijo Enders.

– A veces -dudó Hunter- eres demasiado sensible al buen arte de la marinería.

Ya había oscurecido; la cuarta andanada llegó como una serie de fogonazos rojos en los que se recortaba el perfil negro del navio de guerra. Oyeron, pero apenas atisbaron, las salpicaduras de los proyectiles en el agua, a popa de El Trinidad.

Entonces la lengua montañosa de tierra tapó la vista del navio enemigo.

– ¡Lanzad el ancla! -gritó Enders, pero era demasiado tarde. En ese preciso momento, con un sonido sordo y un crujido, El Trinidad embarrancó en el fondo arenoso de la bahía del Mono.

Aquella noche, solo en el camarote, Hunter evaluó la situación. Estar embarrancado no le preocupaba en absoluto; el barco se había hundido en la arena a causa de la marea baja y saldría a flote fácilmente en unas pocas horas.

Por el momento, los dos barcos estaban a salvo. El puerto no era el ideal, pero serviría; disponía de agua potable y provisiones para más de dos semanas, sin tener que hacer sufrir a su tripulación. Si encontraban comida y agua en tierra, que era lo más probable, podrían quedarse meses en la bahía del Mono.

Al menos podrían permanecer allí hasta que llegara una tormenta. Una tormenta podía ser desastrosa. La bahía del Mono estaba en el lado de barlovento de una isla en medio del océano y sus aguas eran poco profundas. Una tormenta fuerte aplastaría sus barcos y los haría astillas en cuestión de horas. Y estaban en la estación de los huracanes; probablemente no pasarían muchos días hasta que llegara alguno, y no podrían quedarse en la bahía del Mono cuando se desatara.

Bosquet lo sabía. Si era un hombre paciente, sencillamente cerraría la salida de la bahía, se alejaría hacia aguas más profundas y esperaría que el tiempo empeorara, lo que obligaría al galeón a salir del puerto y exponerse a su ataque.

Sin embargo, Bosquet no parecía ser un hombre paciente. Más bien lo contrario: daba la impresión de andar sobrado de recursos y de audacia, de ser un hombre que prefería pasar a la ofensiva, si era posible. Y él tenía buenas razones para atacar antes de la llegada de un huracán.

En cualquier batalla naval, el mal tiempo era un factor igualador: deseado por la parte más débil, evitado por la más fuerte. Una tormenta castigaría a ambos barcos, pero reduciría la eficacia de la embarcación superior desproporcionadamente. Bosquet debía de saber que los barcos de Hunter contaban con pocas manos y pocas armas.

Solo en el camarote, Hunter intentó meterse en la cabeza de un hombre al que no conocía, e intentó adivinar sus pensamientos. Decidió que, sin duda, Bosquet atacaría por la mañana.

El ataque llegaría o por tierra o por mar, o por ambos a la vez. Dependía de la cantidad de soldados españoles que tuviera Bosquet a bordo, y de cuánto confiaran ellos en su comandante. Hunter recordaba a los soldados que los habían custodiado en la bodega del barco de guerra; eran hombres jóvenes, sin experiencia y poco disciplinados.

No se podía confiar en ellos.

No, decidió. Bosquet atacaría primero desde el barco. Intentaría entrar en la bahía del Mono y tener el galeón a la vista. Probablemente suponía que los corsarios estaban en aguas poco profundas, lo que les dificultaría maniobrar.

En ese momento daban la popa al enemigo, la parte más vulnerable de la embarcación. Bosquet podía navegar hasta la entrada de la cala y abrir fuego hasta que hundiera ambos barcos. Además, no perdería nada, porque el tesoro del galeón estaría en aguas poco profundas y podrían rescatarlo de la arena buceadores nativos.

Hunter llamó a Enders y ordenó que se encerrara a los prisioneros españoles. Después ordenó que todos los corsarios se armaran con mosquetes y volvieran a bordo sin demora.

El alba llegó suavemente a la bahía del Mono. Solo soplaba un viento ligero; en el cielo, unas nubes deshilachadas captaban el brillo rosado de la primera luz. A bordo del navio de guerra español, las tripulaciones iniciaron sus tareas matinales con pereza y desidia. El sol ya estaba alto en el horizonte antes de que se ordenara desplegar las velas y levar el ancla.

En aquel momento, a lo largo de la playa, desde ambos lados de la entrada a la bahía, los corsarios apostados abrieron fuego con sus mosquetes. La tripulación española reaccionó con desconcierto. En los primeros instantes, los hombres que estaban izando el ancla principal murieron; los que levantaban el ancla de popa también murieron o quedaron heridos; los oficiales que se hallaban en el puente recibieron su parte, y los hombres del aparejo fueron alcanzados con asombrosa puntería y cayeron, gritando, al puente.

Entonces, tan abruptamente como había comenzado, el fuego cesó. Exceptuando una neblina gris áspera que planeaba sobre la playa, no había ninguna señal de movimiento, ni agitación en la vegetación, nada.

Hunter, apostado en el mar, en el extremo de la punta de tierra, observaba con satisfacción el navio de guerra a través del catalejo. Oía gritos confusos y observó cómo las velas medio desplegadas se agitaban con el viento. Pasaron varios minutos antes de que otros marineros treparan al aparejo y se afanaran con los cabrestantes en cubierta. Empezaron tímidamente, pero al ver que no volvían a disparar desde la playa, se envalentonaron.

Hunter esperó.

Sabía que gozaba de una clara ventaja. En una época en la que ni los mosquetes ni los tiradores eran muy precisos, los corsarios podían considerarse unos tiradores excelentes. Los marineros de Hunter eran capaces de acertar a los hombres de la cubierta del barco desde un velero abierto sin que el balanceo les hiciera perder la puntería. Así que disparar desde tierra era un juego de niños para sus hombres.

Ni siquiera les divertía.

Hunter esperó hasta que vio que el ancla empezaba a moverse y entonces dio la señal de volver a disparar. Otra ráfaga cayó sobre el barco de guerra, con el mismo efecto devastador. A continuación, silencio de nuevo.

Bosquet sin duda ya se habría dado cuenta de que entrar en el pasaje coralino, acercarse más a la playa, le costaría muy caro. Probablemente conseguiría salvar el paso y entrar en la cala, pero perdería a docenas sino a cientos de sus hombres. Más grave aún era el riesgo de que los hombres clave en los puntos altos, incluso el timonel, fueran abatidos; el barco quedaría sin gobierno en aquellas aguas peligrosas.