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Hunter esperó. Oyó gritar órdenes, y después de nuevo el silencio. A continuación vio que caía al agua la cuerda del ancla principal. La habían cortado. Al cabo de un instante, también cortaron las cuerdas del ancla de popa y el barco empezó a alejarse lentamente de la barrera de coral, a la deriva.

Una vez fuera del alcance de los mosquetes, aparecieron hombres en cubierta y en el aparejo. Desplegaron las velas. Hunter esperó para ver si viraba y se dirigía a la costa. El barco no lo hizo. Por el contrario, se desplazó hacia el norte un centenar de metros y en esta nueva posición lanzó otra ancla. Amainaron las velas; la embarcación se balanceó suavemente frente a las colinas que protegían la cala.

– Bien -dijo Enders-. Estamos empatados. Los españoles no pueden entrar y nosotros no podemos salir.

A mediodía, en la bahía del Mono hacía un calor tan sofocante que apenas se podía respirar. Hunter, paseando arriba y abajo por las cubiertas ardientes de su galeón, sentía cómo se le pegaban las suelas al alquitrán de los tablones. Tomó conciencia de la ironía de su situación. Había realizado la expedición corsaria más osada del siglo, con un éxito absoluto, y había acabado atrapado en una cala sofocante e insalubre por culpa de un solitario navio de guerra español.

La situación era difícil para él, pero lo era más aún para su tripulación. Los corsarios esperaban órdenes y nuevos planes de acción de su capitán, pero era evidente que Hunter no podía ofrecerles nada de eso. Algunos empezaron a darle al ron, y la mayoría de los marineros empezaron a pelearse. Una de las discusiones acabó en un duelo, aunque Enders lo detuvo en el último minuto. Hunter hizo correr la voz de que cualquier hombre que matara a otro sería ejecutado personalmente por él. El capitán quería mantener intacta su tripulación, y los desacuerdos personales deberían esperar a que desembarcaran en Port Royal.

– Dudo que hagan caso de la amenaza -dijo Enders, tan pesimista como siempre.

– Lo harán -aseguró Hunter.

Estaba de pie en el puente a la sombra del palo mayor con lady Sarah cuando sonó otro disparo de pistola en alguna de las cubiertas inferiores.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó lady Sarah, alarmada.

– ¡Maldición! -exclamó Hunter.

Un momento después, llegó Bassa empujando a un marinero que forcejeaba. Enders los seguía con expresión desconsolada.

Hunter miró al marinero. Era un muchacho de veinticinco años, de cabellos canosos, llamado Lockwood. Hunter apenas lo conocía.

– Ha herido a Perkins en la oreja con esto -informó Enders, tendiéndole una pistola al capitán.

La tripulación se estaba reuniendo poco a poco en la cubierta principal, torvos y lúgubres al calor del sol. Hunter sacó su pistola del cinto y comprobó el cebo.

– ¿Qué vais a hacer? -preguntó lady Sarah, que lo observaba todo.

– No es asunto vuestro -contestó Hunter.

– Pero…

– Volveos -dijo Hunter y levantó la pistola.

Bassa, el Moro, soltó al marinero. El hombre se quedó quieto, cabizbajo, borracho.

– Me hizo enfadar -dijo el marinero.

Hunter le disparó en la cabeza. El cerebro del hombre se esparció por encima de la regala.

– ¡Cielo santo! -gritó lady Sarah Almont.

– Lanzadlo por la borda -ordenó Hunter.

Bassa cogió el cadáver y lo arrastró; los pies rozaron ruidosamente el suelo en el silencio de aquel tórrido mediodía. Poco después se oyó un peso que caía al agua; el cadáver había desaparecido.

Hunter miró al resto de la tripulación.

– ¿Queréis elegir a un nuevo capitán? -preguntó con voz atronadora.

Los hombres de la tripulación gruñeron y bajaron la cabeza. Nadie dijo nada.

Al poco rato la cubierta volvía a estar vacía. Los marineros habían ido abajo para huir del calor del sol.

Hunter miró a lady Sarah. Ella no dijo nada, pero su expresión era acusadora.

– Son hombres rudos -dijo Hunter-, y viven según unas reglas que aquí todos respetamos.

Ella siguió en silencio; luego se volvió y se alejó.

Hunter miró a Enders, quien se encogió de hombros.

Aquella tarde, los vigías informaron a Hunter de que volvía a haber actividad a bordo del navio de guerra; todas las barcas se habían calado por el lado de mar abierto, y no eran visibles desde tierra. Parecía que estaban atadas al barco porque no había aparecido ninguna. Del puente del barco se levantaba una gruesa columna de humo. Habían encendido algún tipo de hoguera, pero no estaba claro con qué objetivo. Esta situación se prolongó hasta el anochecer.

La llegada de la noche fue una bendición. Con la llegada del aire fresco, Hunter paseaba por las cubiertas de El Trinidad contemplando las largas hileras de cañones. Iba de uno a otro, parándose para tocarlos, acariciando con los dedos el bronce, que todavía conservaban el calor del día. Examinó el equipo ordenadamente dispuesto junto a cada cañón: la baqueta, los sacos de pólvora, los proyectiles, las plumas de oca para introducir en el oído y las mechas lentas dentro de cubos de agua con muescas.

Estaba todo a punto para ser utilizado: todas aquellas armas, toda aquella potencia de fuego. No faltaba nada, aparte de los hombres necesarios para accionar los cañones. Pero sin artilleros, era como si no estuvieran.

– Parecéis perdido en vuestros pensamientos.

Hunter se volvió, sobresaltado. Vio a lady Sarah vestida con una túnica blanca. En aquella penumbra parecía una prenda de ropa interior.

– No deberíais vestiros así, con tantos hombres rondando por aquí.

– Hacía demasiado calor para dormir -dijo ella-. Además, me sentía inquieta. Lo que he presenciado hoy… -Se le quebró la voz.

– ¿Os ha angustiado?

– No había visto cometer tal brutalidad ni a un monarca. Ni siquiera Carlos es tan despiadado, tan arbitrario.

– Carlos tiene otras cosas en la cabeza. Sus placeres.

– No queréis entenderme deliberadamente. -Incluso en la penumbra, los ojos de la mujer brillaban con una especie de rabia.

– Señora -dijo Hunter-. En esta sociedad…

– ¿Sociedad? ¿A esto le llamáis… -hizo un gesto con la mano abarcando el barco y a los hombres dormidos en cubierta-… le llamáis sociedad?

– Por supuesto. Siempre que hay hombres conviviendo, existen reglas de conducta. Las de estos hombres tal vez sean distintas de las de la corte de Carlos, o de Luis, o las de la colonia de Massachusetts, sin ir más lejos, donde nací yo. Pero siempre hay reglas que deben respetarse, y castigos cuando se violan.

– Estáis hecho todo un filósofo. -Su voz en la oscuridad sonaba sarcástica.

– Hablo de lo que conozco. En la corte de Carlos, ¿qué os habría sucedido si os hubierais negado a hacer una reverencia al monarca?

Ella soltó una risita burlona viendo el derrotero que tomaba la conversación.

– Aquí sucede lo mismo -dijo Hunter-. Estos hombres son fieros y violentos. Si yo estoy al mando, ellos deben obedecerme. Si van a obedecerme, tienen que respetarme. Si deben respetarme, tienen que reconocer mi autoridad, que es absoluta.

– Habláis como un rey.

– Un capitán es un rey, para su tripulación.

Ella se le acercó.

– ¿Y también os concedéis algún placer, como hace un rey?

El solo tuvo un momento para reflexionar antes de que ella lo rodeara con sus brazos y le besara en la boca, con intensidad. Él le devolvió el beso. Cuando se separaron, ella dijo:

– Estoy aterrada. Es todo tan extraño para mí.

– Señora -dijo Hunter-. Es mi obligación devolveros sana y salva a vuestro tío y amigo mío, el gobernador sir James Almont.

– No es necesario ser tan pomposo. ¿Sois puritano?