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– Solo por nacimiento -dijo él y la besó otra vez.

– Tal vez os vea más tarde -comentó ella.

– Tal vez.

La mujer volvió abajo, pero antes le lanzó una última mirada en la oscuridad. Hunter se apoyó en uno de los cañones y observó cómo se marchaba.

– Impetuosa, ¿verdad?

Se volvió. Era Enders sonriendo.

– A algunas mujeres de buena familia les basta con cruzar la línea para perder la cabeza.

– Eso parece -dijo Hunter.

Enders miró la hilera de cañones, y dio un manotazo a uno de ellos con la palma de la mano. Resonó.

– Es desesperante -se lamentó-. Tantas armas y no podemos utilizarlas por falta de hombres.

– Id a dormir un rato -dijo Hunter bruscamente, y se marchó.

Pero lo que había dicho Enders era cierto. Mientras seguía paseando por las cubiertas, Hunter se olvidó de la mujer y sus pensamientos volvieron a los cañones. Una parte de su cerebro, inquieta, no cesaba de darle vueltas al problema, una y otra vez, buscando una solución. Estaba convencido de que había alguna manera de utilizar aquel armamento. Algo que había olvidado, algo que sabía desde hacía tiempo.

Era evidente que la mujer lo consideraba un bárbaro, o peor, un puritano. Sonrió en la oscuridad solo de pensarlo. De hecho, Hunter era un hombre educado. Había recibido lecciones en todos los campos principales del saber, tal como se definían desde la época medieval. Conocía historia clásica, latín y griego, filosofía natural, religión y música. Aunque en aquella época, nada de eso había despertado su interés.

Ya en su juventud le atraía más el conocimiento empírico y práctico que la opinión de unos pensadores que llevaban mucho tiempo muertos. Todos los colegiales sabían que el mundo era mucho mayor de lo que Aristóteles podía haber soñado. El mismo Hunter, sin ir más lejos, había nacido en una tierra que los griegos ni siquiera sabían que existía.

Sin embargo, en ese momento, ciertos elementos de esa formación clásica le rondaban la cabeza. No dejaba de pensar en Grecia, algo sobre Grecia o sobre los griegos, pero no sabía qué ni por qué.

Entonces recordó la pintura al óleo colgada en el camarote de Cazalla, a bordo del navio de guerra español. En aquel momento Hunter apenas se había fijado en ella. Y tampoco la recordaba claramente. Pero había algo en la presencia de un cuadro a bordo de un barco que lo intrigaba. Por algún motivo, era importante.

¿Qué importancia podía tener? No sabía nada de pintura; consideraba que era un arte menor, útil únicamente como elemento decorativo, interesante solo para algunos aristócratas vanidosos y ricos dispuestos a pagar para hacerse un retrato halagador. Además, Hunter estaba convencido de que los pintores eran personas vulgares que vagabundeaban como gitanos de un país a otro en busca de un mecenas que patrocinara su trabajo. No tenían hogar ni raíces, eran hombres frivolos que no sentían ningún apego fuerte y sólido por su tierra natal. Hunter, a pesar de que sus padres habían emigrado de Inglaterra a Massachusetts, se consideraba totalmente inglés y un protestante apasionado. Estaba en guerra contra un enemigo español y católico y no comprendía que alguien no fuera tan patriótico como él. Preocuparse solo de la pintura le parecía un empeño absolutamente vacuo.

Y, sin embargo, los pintores seguían vagabundeando. Había franceses en Londres, griegos en España e italianos por todas partes. Incluso en tiempos de guerra, los pintores se movían libremente, sobre todo los italianos. Abundaban los italianos.

¿Por qué le importaba?

Siguió andando por el barco a oscuras, yendo de cañón en cañón. Tocó uno de ellos. En la culata tenía grabado un lema.

SEMPER VINCIT

Aquellas palabras se burlaban de él. No siempre, pensó. Sin hombres para cargar, apuntar y disparar, no. Tocó las letras, pasando los dedos sobre la inscripción, sintiendo la suave curva de la S, las líneas bien definidas de la E.

SEMPER VINCIT

Había mucha fuerza en la concisión del latín: dos breves palabras, duras, marciales. Los italianos habían perdido esta cualidad; los italianos eran blandos y ceremoniosos, y su lengua había cambiado para reflejar esa blandura. Había pasado mucho tiempo desde que César había dicho secamente: Veni, vidi, vici.

VINCIT

Esa palabra parecía sugerirle algo. Miró las líneas nítidas de aquellas letras y, de repente, en su mente aparecieron otras líneas, líneas y ángulos, y volvió a los griegos y a la geometría euclidiana, aquella que tan mal se lo había hecho pasar de niño. No había logrado entender nunca por qué era importante que dos ángulos fueran iguales a otro o que la intersección de dos líneas estuviera en un punto o en otro. ¿Qué diferencia había?

Recordó la pintura de Cazalla, una obra de arte en un navio de guerra, fuera de lugar, completamente inútil. Ese era el defecto del arte: no era práctico. Con el arte no se vencía a nadie.

VINCIT

Vence. Hunter sonrió por la ironía de aquel lema, inscrito en un cañón que no serviría para vencer absolutamente a nadie. Aquella arma, para él, era tan inútil como el cuadro para Cazalla. Inútil como los postulados de Euclides. Se frotó los ojos cansados.

Todos aquellos pensamientos no lo habían llevado a ninguna parte. Estaba girando en círculos sin sentido, sin objetivo, sin destino, solo movido por la persistente inquietud de un hombre frustrado que estaba atrapado y buscaba en vano una salida.

En aquel momento oyó el grito que los marineros temen más que ningún otro.

– ¡Fuego!

29

Hunter corrió a la cubierta superior y llegó a tiempo de ver seis botes en llamas que se dirigían hacia el galeón. Eran las largas chalupas del barco revestidas de brea, que ardían con intensidad y avanzaban iluminando las plácidas aguas de la bahía.

Se maldijo por no haber previsto esa maniobra: el humo que había visto en la cubierta del barco era una pista evidente, que Hunter no había sabido leer. Pero no perdió el tiempo en recriminaciones. Los marineros de El Trinidad ya saltaban por la borda sobre las barcas del galeón; pronto salió la primera, con los hombres remando furiosamente hacia los botes incendiados.

Hunter se volvió bruscamente.

– ¿Dónde están nuestros vigías? -preguntó a Enders-. ¿Cómo ha ocurrido esto?

Enders sacudió la cabeza.

– No lo sé, los vigías estaban apostados en aquella punta arenosa y sobre la playa de atrás.

– ¡Maldición!

Los hombres se habrían dormido haciendo guardia o unos españoles habrían nadado hasta la costa en la oscuridad, los habrían sorprendido y los habrían matado. Miró cómo la primera de las lanchas llena de marineros luchaba desesperadamente contra las llamas de un bote. Intentaban con golpes de remos darle la vuelta y desviarlo de su curso. Uno de los marineros empezó a arder y se lanzó por la borda gritando.

Hunter saltó por la borda a una de las lanchas. Mientras los marineros remaban, y antes de acercarse a los botes incendiados, se mojaron con agua de mar. Hunter miró atrás y vio que Sanson estaba al frente de otra lancha del Cassandra para unirse a ellos.

– ¡Bajad la cabeza, muchachos! -gritó Hunter, cuando entraron en ese infierno.

Incluso a una distancia de cincuenta metros, el calor de las barcas incendiadas era insoportable; las llamas se elevaban agitándose en la noche; grumos de brea ardiente estallaban y salpicaban en todas direcciones, siseando en el agua.

La siguiente hora fue una pesadilla. Uno por uno, embarrancaron los botes incendiados o los desviaron hacia el mar hasta que los cascos se quemaron y se hundieron.

Cuando Hunter volvió finalmente al barco, cubierto de hollín y con la ropa hecha jirones, cayó inmediatamente en un sueño profundo.

Enders lo despertó a la mañana siguiente con la noticia de que Sanson estaba en la bodega de El Trinidad.

– Dice que ha encontrado algo -anunció Enders dubitativamente.