Hunter se vistió y bajó las cuatro cubiertas de El Trinidad hasta la bodega. En la cubierta inferior, que apestaba a excrementos del ganado situado en el puente de arriba, encontró a Sanson sonriendo con satisfacción.
– Ha sido una casualidad -dijo Sanson-. No puedo atribuirme el mérito. Ven a ver.
Sanson lo acompañó al compartimiento de lastre. El pasaje, estrecho y bajo, olía a aire caliente y a agua de sentina, que se se movía adelante y atrás con el suave balanceo del barco. Al ver las piedras que hacían de lastre, Hunter frunció el ceño; no eran piedras, tenían una forma demasiado regular. Eran balas de cañón.
Cogió una y la sopesó en una mano. Era de hierro y estaba resbaladiza por el limo y el agua de sentina.
– Unas cinco libras -dijo Sanson-. No tenemos nada a bordo que dispare proyectiles de estas dimensiones.
Sin dejar de sonreír, llevó a Hunter a popa. A la luz de un farol vacilante, el capitán vio otra forma en la bodega, medio sumergida en el agua. La reconoció inmediatamente: era un cañón más pequeño que una culebrina; un modelo que ya no se utilizaba en los barcos. Habían dejado de utilizarse hacía treinta años, superados por cañones rotatorios más pequeños o por otros mucho más grandes.
Hunter se inclinó a mirar el cañón, rozándolo con las manos bajo el agua.
– ¿Crees que disparará?
– Es de bronce -afirmó Sanson-. El Judío dice que funcionará.
Hunter tocó el metal. Al ser de bronce, no se había oxidado demasiado. Volvió a mirar a Sanson.
– Entonces daremos a los españoles su misma medicina -dijo.
El cañón, por pequeño que fuera, tenía una culata de dos metros de bronce macizo que pesaba cerca de ochocientos kilos. Tardaron casi toda la mañana en arrastrarlo hasta la cubierta de El Trinidad. Después lo bajaron por encima de la borda hasta un bote.
Con aquel calor, el trabajo fue agotador y tuvo que realizarse con suma delicadeza. Enders gritó órdenes y maldiciones hasta que se quedó ronco, pero por fin el cañón se depositó en la barca con tanta delicadeza como si fuera una pluma. El bote se hundió peligrosamente con el peso. La borda apenas asomaba unos centímetros por encima del agua. Pero navegó con estabilidad hasta la playa más alejada.
Hunter pretendía colocar el cañón en lo alto de la colina que sobresalía de la bahía del Mono. Desde aquella posición tendrían a tiro el barco español y podrían disparar contra él. El puesto elegido era seguro; los españoles no alcanzarían esa altura con sus cañones, y los hombres de Hunter podrían lanzar proyectiles sobre el barco hasta que se quedaran sin munición.
La cuestión principal era cuándo abrir fuego. Hunter no se hacía ilusiones sobre la potencia de aquel cañón. Una bala de dos kilos y medio no era precisamente formidable; necesitarían muchos disparos para causar un daño significativo. Pero si abría fuego de noche, con la confusión, quizá el navio de guerra español levaría anclas y se alejaría de su alcance. Y con el agua poco profunda y la escasa visibilidad cabía la posibilidad de que embarrancara o incluso se hundiera.
Esto era lo que esperaba.
Cuando el cañón, colocado en el bote que oscilaba de un modo inquietante, llegó a la costa, treinta hombres lo arrastraron con gran esfuerzo a la playa. Allí lo colocaron sobre unos cilindros y laboriosamente lo arrastraron, centímetro a centímetro, hasta el inicio del sotobosque.
A partir de allí, tenían que empujar el cañón treinta metros hasta la cima de la colina, entre el espeso follaje del manglar y las palmeras. Sin cabrestantes ni poleas para aligerar el peso, era una tarea que parecía imposible, pero la tripulación se puso manos a la obra con celeridad.
Todos trabajaban con la misma dureza. El Judío supervisaba a cinco hombres que limpiaban el óxido del hierro de las balas y llenaban los saquitos de pólvora. El Moro, que era un
buen carpintero, construyó una cureña para el cañón con pivotes adaptados.
Al llegar el crepúsculo, el cañón estaba en posición, con el navio a tiro. Hunter esperó a que faltaran escasos minutos para que la oscuridad fuera absoluta y dio la orden de disparar. El primer tiro fue demasiado largo y pasó por encima del navio español. El segundo dio en el blanco, al igual que el tercero. Después, la oscuridad fue demasiado densa para ver nada.
En la siguiente hora, el cañón siguió disparando contra el navio de guerra español y en la penumbra vieron que desplegaban velas blancas.
– ¡Huyen! -gritó Enders ásperamente.
Los artilleros de Hunter lanzaron gritos de alegría. Dispararon más proyectiles mientras el navio de guerra retrocedía hinchando las velas, después de soltar las amarras. Los hombres de Hunter siguieron disparando con una frecuencia constante, incluso cuando el navio ya no era visible en la oscuridad, el capitán dio órdenes de seguir bombardeando. El crepitar del cañón se oyó durante toda la noche.
Con la primera luz del alba, aguzaron la vista para intentar distinguir los frutos de sus esfuerzos. El navio negro estaba anclado de nuevo, quizá a un cuarto de milla de la costa, pero el sol que surgía por detrás de él lo transformaba en una inquietante silueta negra. No se apreciaban daños evidentes. Los corsarios sabían que habían causado algunos, pero era imposible evaluar la gravedad de estos.
Tras los primeros momentos de luz Hunter se sintió decepcionado. Por la forma como se balanceaba el navio en su ancla podía ver que no estaba gravemente dañado. Con mucha fortuna, había logrado maniobrar en la oscuridad y salir de la bahía sin chocar con el coral ni encallarse.
Una de las velas colgaba hecha trizas. Parte del aparejo estaba destrozado y la proa estaba astillada y rota. Pero eran daños menores; el navio de guerra de Bosquet estaba a salvo, y se balanceaba tranquilamente en las aguas costeras iluminadas por el sol. Hunter sentía una enorme fatiga y una gran decepción. Siguió contemplando un rato el barco, fijándose en su movimiento.
– Por la sangre de Cristo -exclamó en voz baja.
Enders, a su lado, también se había fijado.
– Oleaje largo -dijo.
– El viento es favorable -corroboró Hunter.
– Sí. Al menos un par de días más.
Hunter miró fijamente el mar que, hinchándose en olas largas y lentas, balanceaba adelante y atrás el navio español anclado. Soltó una blasfemia.
– ¿De dónde viene?
– Yo diría -respondió Enders- que, en esta época del año, tiene que soplar directamente del sur.
Todos sabían que en los últimos meses del verano podían presentarse huracanes. Eran consumados marineros, así que conseguían predecir la llegada de aquellas aterradoras tormentas con un par de días de adelanto. Los primeros avisos se encontraban siempre en la superficie del mar; las olas, empujadas por vientos de tormenta a ciento cincuenta kilómetros por hora, mostraban alteraciones procedentes de lugares muy alejados.
Hunter miró al cielo despejado.
– ¿Cuánto tiempo calculas?
Enders sacudió la cabeza.
– Mañana por la noche como muy tarde.
– ¡Maldición! -bramó Hunter. Se volvió a mirar al galeón en la bahía del Mono. Se balanceaba plácidamente sobre el ancla. La marea había subido y era insólitamente alta-. Maldición -repitió, y regresó a su barco.
Como un hombre encerrado en un calabozo, estaba muy agitado mientras paseaba por las cubiertas del barco bajo el sol abrasador de mediodía. No estaba de humor para conversaciones educadas, pero tuvo la mala suerte de que lady Sarah Almont eligiera aquel momento para hablar con él. Le pidió una chalupa y los hombres necesarios para acompañarla a tierra.
– ¿Con qué motivo? -preguntó él secamente. En un rincón de su cerebro pensó que ella no había mencionado que no hubiera ido a visitarla a su camarote la noche anterior.
– ¿Qué motivo? Recoger fruta y verdura para comer. No lleváis nada adecuado a bordo.
– Es imposible satisfacer vuestra petición -dijo Hunter y se alejó de ella.