– Capitán -gritó ella, dando un golpe con el pie en el suelo-, debéis saber que no es un asunto nimio para mí. Soy vegetariana y no como carne.
Hunter se volvió.
– Señora -dijo-, os aseguro que no me preocupan ni poco ni mucho vuestras extravagancias y no tengo ni tiempo ni paciencia para satisfacerlas.
– ¿Extravagancias? -repitió ella, ruborizándose-. Debéis saber que los hombres con las mentes más claras de la historia eran vegetarianos, desde Tolomeo a Leonardo da Vinci, y debéis saber también que no sois más que un canalla y un vulgar patán.
Hunter estalló con una ira equivalente a la de ella.
– Señora -dijo, señalando el océano-, ¿sois consciente en vuestra inagotable ignorancia de que el mar está alterándose?
Ella se quedó en silencio, perpleja, incapaz de relacionar el ligero oleaje del mar con la evidente preocupación de Hunter.
– Parece muy poca cosa para un barco tan grande como el vuestro.
– Lo es. Por el momento.
– Y el cielo está despejado.
– Por el momento.
– No soy marinero, capitán -dijo ella.
– Señora -continuó Hunter-, las olas son largas y profundas. Solo puede significar una cosa. En menos de dos días estaremos en medio de un huracán. ¿Podéis comprenderlo?
– Un huracán es una tormenta espeluznante -dijo ella, como si recitara una lección.
– Una tormenta espeluznante -repitió él-. Si todavía estamos en este maldito puerto cuando se desencadene el huracán, nos hará pedazos. ¿Podéis comprenderlo?
Muy enfadado, la miró y vio la verdad: ella no lo comprendía. Su cara reflejaba inocencia. Nunca había presenciado un huracán, y por lo tanto solo podía imaginar que era algo más fuerte que cualquier otra tormenta en el mar.
Hunter sabía que un huracán era tan parecido a una fuerte tormenta como un lobo salvaje a un perro faldero.
Antes de que ella pudiera responder a su estallido, Hunter le dio la espalda y se apoyó en un amarradero. Sabía que estaba siendo demasiado duro; sus preocupaciones no podían ser las de ella, así que debía tratarla con indulgencia. Había estado levantada toda la noche curando a los marineros quemados, un acto insólito en una mujer de alta cuna. Se volvió a mirarla.
– Disculpadme -dijo en voz baja-. Hablad con Enders y él lo arreglará para que desembarquéis y podáis seguir la noble tradición de Tolomeo y Leonardo.
Hunter se quedó en silencio.
– Capitán.
Él miró al vacío.
– Capitán, ¿estáis bien?
Bruscamente, él se apartó de ella.
– ¡Don Diego! -gritó-. ¡Buscad a don Diego!
Don Diego llegó al camarote de Hunter y encontró al capitán dibujando furiosamente en unas hojas de papel. La mesa estaba llena de esbozos.
– No sé si esto servirá de algo -dijo Hunter-. Solo he oído hablar de ello. Lo propuso Leonardo, el florentino, pero no le hicieron ningún caso.
– Los soldados nunca escuchan a los artistas -dijo don Diego.
Hunter le miró con expresión ceñuda.
– Con o sin razón -dijo.
Don Diego miró los diagramas. En cada uno se veía el casco de un barco, dibujado desde arriba, con trazos que partían de los lados del casco. Hunter dibujó otro.
– La idea es sencilla -dijo-. En un barco normal, cada cañón tiene su propio capitán artillero que es responsable de disparar solo ese.
– Sí…
– Una vez que el arma está cargada y fuera del portillo, el oficial se agacha detrás del tubo y encuadra el blanco. Ordena a sus hombres que usen palancas y cuñas laterales para apuntar el cañón en la dirección que le parece más apropiada. A continuación, les dice que coloquen la cuña que determinará la elevación, siempre según su criterio. Para terminar, dispara. El mismo procedimiento tiene lugar para cada cañón.
– Sí… -dijo el Judío.
Don Diego no había visto nunca disparar un gran cañón, pero conocía el proceso general de la operación. Cada cañón se apuntaba por separado; por ello, un buen capitán de artillería, un hombre que supiera determinar el ángulo y la elevación adecuados de su cañón, se tenía en gran consideración, porque no abundaban.
– Bien -prosiguió Hunter-, el método habitual es el disparo en paralelo. -Trazó sobre el papel unas líneas paralelas saliendo de los lados del barco-. Cada cañón dispara y cada capitán reza por que su disparo dé en el blanco. Pero, en realidad, muchos cañones no acertarán hasta que los dos barcos estén tan cerca que casi cualquier ángulo o elevación dé en el blanco. Supongamos que cuando los barcos estén a unos quinientos metros de distancia. ¿Cierto?
Don Diego asintió lentamente.
– Pues bien, el florentino proponía lo siguiente -prosiguió Hunter y dibujó otro barco-. Dijo que no podíamos fiarnos de que los capitanes de artillería apuntaran cada una de las salvas. En cambio, proponía apuntar las armas antes de la batalla. Ved lo que se consigue.
Trazó desde el casco líneas convergentes de fuego, que se unían en un único punto en el agua.
– ¿Veis? El fuego se concentra en un único lugar. Todas las balas dan en el blanco en el mismo punto, causando gran destrucción.
– Sí -reconoció don Diego-, o todas las balas fallan y caen al mar en el mismo punto. O todas las balas dan en el bauprés u otra parte poco importante del barco. Confieso que no veo la utilidad de vuestro plan.
– La utilidad -siguió Hunter tamborileando con los dedos sobre el diagrama- radica en la forma como se disparan los cañones. Pensad: si se han apuntado previamente, puedo disparar una salva con solo un hombre en cada cañón, quizá incluso un hombre por cada dos cañones. Y si mi blanco está a tiro, sé que no fallaré con ningún proyectil.
El Judío, que era consciente de la falta de hombres en la tripulación de Hunter, unió las manos.
– Por supuesto -dijo. Después frunció el ceño-. Pero ¿qué sucede después de la primera salva?
– Los cañones retrocederán. Entonces, yo junto a todos los hombres en una única escuadra de artilleros que pasa de un cañón a otro cargándolo y sacándolo de nuevo fuera del portillo en la posición predeterminada. Esta operación puede realizarse de forma rápida. Si los hombres están bien adiestrados, podríamos disparar una segunda salva pasados diez minutos.
– Para entonces el otro barco habrá cambiado de posición.
– Sí -aceptó Hunter-. Pero estará más cerca, a tiro. Así que el fuego alcanzará una zona más amplia, aunque todavía suficientemente limitada. ¿Lo veis?
– ¿Y después de la segunda salva?
Hunter suspiró.
– Dudo que tengamos más de dos oportunidades. Si no hemos hundido o inutilizado el navio de guerra con dos salvas, seguro que estamos perdidos.
– Bien -dijo por fin el Judío-, es mejor que nada.
Su tono no era optimista. En una batalla naval, los navios de guerra normalmente resolvían el combate con no menos de cincuenta andanadas. Entre dos embarcaciones bien equipadas y con tripulaciones disciplinadas el combate podía alargarse un día entero o casi, e intercambiar más de cien andanadas. Disparar únicamente dos salvas parecía un intento inútil.
– Lo es -dijo Hunter-, a menos que acertemos al castillo de popa o a la santabárbara y la bodega de las armas.
Estos eran los únicos puntos realmente vulnerables de un barco de guerra. En el castillo de popa estaban los oficiales, el timonel y el timón. Acertar ese blanco significaba dejar el barco sin guía. Por otro lado, acertar a la santabárbara y la bodega de artillería de proa haría explotar el barco.
Ninguno de los blancos era fácil de acertar. Apuntar los cañones contra partes muy avanzadas o interiores de la embarcación aumentaba la posibilidad de que los proyectiles fallaran.
– El problema es apuntar-dijo el Judío-. ¿Estableceréis los blancos ejercitándoos con los cañones en el puerto?
Hunter asintió.