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– Pero ¿cómo apuntaréis una vez en el mar?

– Por esto precisamente os he hecho venir. Necesito un instrumento óptico para poder alinear nuestra embarcación con la del enemigo. Es un problema de geometría y os necesito para resolverlo.

Con la mano izquierda sin dedos, el Judío se rascó la nariz.

– Dejadme pensar -dijo, y salió del camarote.

Enders, el imperturbable artista del mar, fue presa de uno de sus raros momentos de confusión.

– ¿Qué decís que queréis? -exclamó.

– Quiero poner los treinta y dos cañones en el lado de babor -repitió Hunter.

– Escorará hacia la izquierda como una cerda preñada -objetó Enders. La mera idea parecía ofender su sentido de la conveniencia y el buen arte náutico.

– No dudo que quedará poco grácil -dijo Hunter-. Pero ¿aun así podría navegar?

– Hallaré la forma -respondió Enders-. Podría hacer navegar el ataúd del Papa con una servilleta a modo de vela. Hallaré la forma. -Suspiró-. Por supuesto -dijo-, moveréis los cañones cuando estemos en mar abierto.

– No -replicó Hunter-. Los moveré aquí, en la bahía.

Enders volvió a suspirar.

– ¿Así que queréis salir del arrecife como una cerda preñada? -Sí.

– Habrá que trasladar toda la carga a cubierta -dijo Enders, mirando al vacío-. Pondremos aquellas cajas de la bodega contra la borda de estribor y las ataremos. Lo compensará un poco, pero además del peso tendremos el baricentro más alto. Oscilará como un tapón de corcho en una marejada. Necesitaría la ayuda de un demonio para disparar esos cañones.

– Solo os pregunto si podéis gobernarla.

Hubo un largo silencio.

– Puedo gobernarla -contestó Enders por fin-. Puedo gobernarla como vos prefiráis, pero más vale que recuperemos el equilibrio antes de que se desencadene la tormenta. No aguantaría ni diez minutos con mal tiempo.

– Lo sé -dijo Hunter.

Los dos hombres se miraron. En ese momento, un retumbo resonó sobre sus cabezas, señalando que el primer cañón de estribor se estaba trasladando a babor.

– Dependemos de una probabilidad débil -dijo Enders.

– Es la única que tenemos -contestó Hunter.

El fuego comenzó a primera hora de la tarde. Colocaron un pedazo de vela blanca a quinientos metros, en la costa, y dispararon los cañones uno por uno hasta que acertaron el blanco. Las posiciones se señalaron en la cubierta con la hoja de un cuchillo. Fue un proceso largo, lento y laborioso que se alargó hasta la noche, momento en el que se sustituyó la vela blanca por una hoguera. A medianoche, los treinta y dos cañones estaban apuntados, cargados y a punto para ser disparados. La carga se había transportado arriba y se había atado a la borda de babor, lo que compensaba en parte la inclinación a estribor. Enders se dio por satisfecho con el equilibrio del barco, pero su expresión no era de satisfacción.

Hunter ordenó a los hombres dormir unas horas y les anunció que zarparían con la marea de la mañana. Antes de dormirse, se preguntó qué habría pensado Bosquet de los cañonazos que habían sonado todo el día en la cala. ¿Adivinaría el significado de aquellos disparos? Y si lo adivinaba, ¿qué haría?

Hunter no se entretuvo con la cuestión. Pronto lo averiguaría, pensó, y cerró los ojos.

30

Al amanecer, Hunter recorría la cubierta, arriba y abajo, vigilando los preparativos de la tripulación para la batalla. Habían dispuesto el doble de cuerdas y sujeciones, para que si alguna resultaba dañada hubiera otra preparada para seguir navegando. Se ataron sábanas y mantas empapadas de agua a las bordas y las particiones, como protección contra las astillas que salieran volando. Mojaron el barco repetidas veces, empapando la madera seca para reducir el riesgo de incendio.

En plenos preparativos, apareció Enders.

– Capitán, los vigías acaban de informar de que el navio de guerra se ha ido.

Hunter se quedó atónito.

– ¿Se ha ido?

– Sí, capitán. Se ha ido durante la noche.

– ¿No se le ve por ninguna parte?

– Por ninguna, capitán.

– Es imposible que se haya rendido -dijo Hunter.

Consideró las posibilidades de que tal cosa hubiera sucedido. Tal vez el barco había ido al norte o al sur de la isla para esperar al acecho. Tal vez Bosquet tenía algún otro plan o, tal vez, los proyectiles del cañón le habían causado más daños de lo que habían creído los corsarios.

– De acuerdo, zarpamos de todos modos -dijo Hunter.

La desaparición del barco de guerra era una ventaja y Hunter lo sabía. Significaba que podría salir con tranquilidad de la bahía del Mono con su patoso barco.

Cruzar aquel paso le había provocado una gran inquietud.

Al otro lado de la bahía vio a Sanson dirigiendo los preparativos a bordo del Cassandra. El balandro estaba más hundido en el agua; durante la noche, Hunter había trasladado la mitad del tesoro de sus bodegas a la del Cassandra. Había muchas probabilidades de que uno de los dos barcos se hundiera, y quería que al menos se salvara parte del tesoro.

Sanson lo saludó con la mano. Hunter le devolvió el saludo, pensando que ese día no envidiaba en absoluto a Sanson. Según sus planes, en caso de ataque, el barco más pequeño huiría hacia el puerto seguro más cercano, mientras Hunter entablaba una batalla con el navio de guerra. Pero no sería tarea fácil para Sanson, que podría tener dificultades para escapar intacto. Si los españoles decidían atacar primero a Sanson, el barco de Hunter no podría responder. Los cañones de El Trinidad estaban preparados solo para dos salvas defensivas.

Pero si Sanson temía esta posibilidad, no daba señales de ello; su saludo fue más bien alegre. Unos minutos después, los dos barcos levaron anclas y, con pocas velas, salieron hacia mar abierto.

El mar estaba agitado. Una vez pasados los arrecifes de coral y el agua poco profunda, había un viento de cuarenta nudos y olas de cuatro metros de altura. En aquellas aguas, el Cassandra se balanceaba y rebotaba, pero el galeón de Hunter se retorcía y se arrastraba como un animal herido.

Enders se quejó con amargura y pidió a Hunter que se hiciera cargo del timón un momento. Hunter observó cómo el artista del mar iba hacia proa hasta que todas las velas quedaron detrás de él.

Enders dio la espalda al viento y extendió los dos brazos. Permaneció así un momento y después se volvió ligeramente, todavía con los brazos extendidos.

Hunter reconoció el viejo truco de lobo de mar para localizar el ojo de un huracán. Si te situabas de pie con los brazos abiertos y de espaldas al viento, se suponía que el ojo de la tormenta se encontraba aproximadamente dos grados más adelante respecto a la dirección indicada por la mano izquierda.

Enders volvió al timón, rezongando y blasfemando.

– Viene del sur sudoeste -dijo-, y ¡que me aspen si no lo tenemos encima antes del anochecer!

En efecto, el cielo se estaba volviendo de un gris cada vez más plomizo, y los vientos parecían cobrar fuerza a cada minuto que pasaba. El Trinidad escoraba patosamente a medida que se alejaba de la isla del Gato y resentía en toda su estructura las severas condiciones del mar abierto.

– Maldición -dijo Enders-. No me fío de todos esos cañones, capitán. ¿No podríamos mover un par a estribor?

– No -negó Hunter.

– Navegaríamos mejor -dijo Enders-. Os gustaría, capitán.

– También a Bosquet -replicó Hunter.

– Mostradme dónde está Bosquet -dijo Enders- y podréis dejar los cañones donde están y no oiréis que diga una sola palabra más.

– Está allí -dijo Hunter, señalando hacia popa.

Enders miró y vio claramente al navio español en la costa norte de la isla del Gato, dispuesto a perseguir al galeón.

– Pegado a nuestro culo -dijo Enders-. Por los huesos de Cristo, está bien situado.

La embarcación apuntaba hacia la parte más vulnerable del galeón: el puente de popa. En general, todos los navios eran débiles por la popa; por esta razón, el tesoro siempre se almacenaba a proa, y por esta razón los camarotes más espaciosos estaban siempre a popa. Un capitán de barco podía tener un gran compartimiento, pero en el momento de la batalla se daba por supuesto que no se encontraría en él.