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Hunter no tenía ningún arma a popa; todos los cañones estaban colocados a babor. El desastroso escoramiento privaba a Enders de la tradicional defensa contra un ataque por detrás: una navegación serpenteante y errática para ofrecer un blanco más difícil. Enders tenía que procurar mantener el rumbo adecuado para evitar que el barco se llenara de agua, y esto no lo hacía feliz.

– Seguid así -dijo Hunter-, y mantened la tierra a estribor.

Se dirigió a proa, donde don Diego estaba realizando observaciones con un extraño instrumento que había construido él mismo. Consistía en un pedazo de madera de casi un metro de largo, montado en el palo mayor. En cada extremo había una pequeña estructura de madera, en forma de aspa, formando una «X».

– Es bastante sencillo -dijo el Judío-. Hay que mirar por aquí -dijo colocándose en un extremo-, y cuando las dos cruces coinciden, la mira es correcta. La parte del blanco que acertaréis será la que se encuentra en la intersección de las dos cruces superpuestas.

– ¿Y el alcance?

– Para eso necesitáis a Lazue.

Hunter asintió. Lazue, con su aguda vista era capaz de calcular las distancias con notable precisión.

– El alcance no es el problema -dijo el Judío-. La cuestión es calcular bien las fases de las olas. Mirad, por aquí.

Hunter se colocó en posición detrás de las cruces.

Cerró un ojo y miró hasta que las dos X quedaron superpuestas. Entonces se dio cuenta de cómo se inclinaba y balanceaba el barco.

Tan pronto las cruces apuntaban al cielo vacío como apuntaban al mar agitado.

Mentalmente, imaginó que disparaba una andanada. Hunter sabía que entre las órdenes que gritaba el capitán y su ejecución por parte de los artilleros pasaba cierto intervalo. Debía determinar cuál era. Además, el proyectil se movía con lentitud; pasaría otro medio segundo antes de que diera en el blanco. Tras sumarlo todo, supo que pasaría más de un segundo entre la orden de disparar y el impacto.

En ese segundo, el galeón se balancearía y rebotaría des- controladamente en el océano. Sintió una punzada de pánico. Su desesperado plan era imposible en un mar agitado. Nunca lograrían disparar dos salvas con precisión.

– Cuando el tiempo es de suma importancia -intervino el Judío-, puede ser útil el ejemplo de un duelo.

– Bien -dijo Hunter. Era un buen recurso-. Advertid a los artilleros que antes de disparar deben esperar que yo diga: Preparados, uno, dos, tres, fuego. ¿De acuerdo?

– Se lo comunicaré -dijo el Judío-. Pero en el fragor de la batalla…

Hunter asintió. El Judío estaba demostrando una gran sensatez, y que pensaba con más claridad que el propio Hunter. En cuanto empezaran los disparos, las señales verbales se perderían, o se malinterpretarían.

– Yo gritaré las órdenes. Vos estaréis a mi lado y las repetiréis gesticulando.

El Judío asintió y fue a comunicarlo a la tripulación. Hunter llamó a Lazue y le explicó la importancia de ser preciso en el cálculo del alcance. El disparo estaba preparado para quinientos metros; debería calcularlo con precisión. Ella le aseguró que podía hacerlo.

Hunter volvió junto a Enders, que estaba soltando un rosario de imprecaciones.

– Pronto cataremos las balas de esos bastardos -dijo-. Casi puedo sentir el calor.

Justo en aquel momento, el barco español abrió fuego con sus cañones de proa. Un pequeño proyectil pasó silbando en el aire.

– Caliente como un joven lleno de ardor -dijo Enders, sacudiendo el puño en el aire.

Una segunda salva astilló la madera del castillo de popa, sin causar graves daños.

– Mantened el rumbo -ordenó Hunter-. Dejad que gane terreno.

– Dejad que gane terreno. ¿Qué más podría hacer, si puede saberse?

– No perdáis la calma -dijo Hunter.

– No es mi calma lo que corre peligro -farfulló Enders-, sino mi amado culo.

Un tercer proyectil pasó entre los dos barcos sin causar daño, silbando en el aire. Era lo que estaba esperando Hunter.

– ¡Botes de humo! -gritó el capitán.

La tripulación se apresuró a encender los botes de brea y azufre preparados sobre cubierta. En el aire se elevaron hinchadas volutas de humo, que se dirigían hacia popa. Hunter sabía que con esto haría creer a su enemigo que había causado graves daños al barco. Sabía perfectamente qué aspecto debía de tener El Trinidad: una embarcación que se balanceaba peligrosamente y que ahora, por añadidura, eructaba columnas de humo negro.

– Se está desviando hacia el este -informó Enders-. Para lanzarse sobre la presa.

– Bien -dijo Hunter.

– Bien -repitió Enders, sacudiendo la cabeza-. ¡Por el fantasma de Judas! Nuestro capitán dice que esto es bueno.

Hunter observó cómo el barco español se movía hacia el lado de babor del galeón. Bosquet había iniciado la batalla de la forma clásica, y parecía querer proseguir de la misma manera. Se estaba moviendo para situarse en paralelo al barco enemigo, justo fuera del alcance de sus cañones.

En cuanto estuviera alineado con el galeón, el navio de guerra comenzaría a acercarse. Cuando estuviera a tiro, a partir de dos mil metros, Bosquet abriría fuego, y seguiría disparando mientras se acercaba más y más. Este sería el momento más difícil para Hunter y su tripulación. Tendrían que soportar aquellas andanadas hasta que el barco español estuviera a su alcance.

Hunter observó mientras el barco enemigo se colocaba en paralelo con el rumbo de El Trinidad, a poco más de una milla a babor.

– Seguid así -dijo Hunter y posó una mano en el hombro de Enders.

– Podéis hacer de mí lo que queráis -gruñó Enders-, lo mismo que ese bruto español.

Hunter fue a ver a Lazue.

– Está a poco menos de dos mil metros -dijo Lazue, mirando el perfil del enemigo con ojos entornados.

– ¿A qué velocidad se acerca?

– Veloz. Está ansioso.

– Mejor para nosotros -repuso Hunter.

– Ahora está a mil ochocientos metros -indicó Lazue.

– Preparaos para recibir el fuego enemigo -dijo Hunter.

Momentos después, la primera andanada explotó, salió del navio enemigo y cayó en el agua a babor de El Trinidad.

El Judío empezó a contar.

– Uno Madonna, dos Madonna, tres Madonna, cuatro Madonna…

– Menos de mil setecientos -informó Lazue.

El Judío había contado hasta setenta y cinco cuando salió la segunda andanada. Las balas de hierro silbaron en el aire, pero no alcanzaron el barco.

Inmediatamente, el Judío empezó a contar otra vez.

– Uno Madonna, dos Madonna, tres Madonna…

– No son particularmente rápidos -dijo Hunter-. Deberían poder hacerlo en sesenta segundos.

– Mil quinientos metros -murmuró Lazue.

Pasó otro minuto, y entonces se disparó la tercera andanada. Esta vez con una puntería impresionante; de repente, Hunter se vio envuelto en un mundo de absoluta confusión: hombres que gritaban, astillas que volaban por los aires, vergas y aparejos que caían sobre el puente.

– ¡Daños! -gritó-. ¡Informe de daños!

Miró entre el humo hacia el barco enemigo, que seguía acercándose. Ni siquiera vio al marinero que, a sus pies, se retorcía y gritaba de dolor, tapándose la cara con las manos, con sangre resbalando entre los dedos.

El Judío miró hacia abajo y vio que una astilla enorme había traspasado la mejilla del marinero y le salía por el paladar. Enseguida, Lazue se inclinó con calma y disparó al hombre en la cabeza con su pistola. Una sustancia grumosa y rosácea se esparció sobre la madera del puente. Con frío desapego, el Judío se dio cuenta de que era el cerebro del hombre. Volvió a mirar a Hunter, que tenía los ojos fijos en el enemigo.