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– ¡Informe de daños! -gritó Hunter cuando llegó la siguiente salva del navio de guerra.

– ¡Bauprés destruido!

– ¡Vela de trinquete destruida!

– ¡Cañón número dos inutilizado!

– ¡Cañón número seis inutilizado!

– ¡Alto del palo de mesana destruido!

– ¡Los de abajo, apartaos! -llegó un grito, mientras la parte superior de la mesana caía a trozos sobre la cubierta, entre una lluvia de madera pesada y cuerdas.

Hunter se agachó para protegerse de los fragmentos que caían a su alrededor. Una vela lo cubrió, pero consiguió ponerse de pie con un gran esfuerzo. A pocos centímetros de su cara, un cuchillo cortó la vela. La apartó y vio la luz; Lazue lo estaba liberando.

– Casi me cortas la nariz -murmuró.

– No la echaríais de menos -bromeó Lazue.

Otra andanada del barco español silbó sobre sus cabezas.

– ¡Tienen la mira alta! -gritó Enders, con una alegría absurda-. ¡Por la gracia de Dios, tiran alto!

Hunter miró hacia delante justo cuando un proyectil cayó sobre los artilleros del cañón número cinco. El cañón de bronce salió despedido por los aires, y volaron pesadas astillas en todas direcciones. A uno de los hombres un fragmento de madera afilado como una hoja de afeitar le traspasó el cuello. Se lo agarró y cayó al suelo, retorciéndose de dolor.

Cerca, otro marinero recibió de lleno una bala. Le partió el cuerpo por la mitad y las piernas cayeron literalmente debajo de él. El torso gritó y rodó sobre la cubierta unos instantes hasta que murió.

– ¡Informe de daños! -gritó Hunter.

Un hombre que estaba de pie a su lado recibió un golpe en la cabeza de un fragmento de madera que le hizo añicos el cráneo; se derrumbó sobre un charco de sangre, roja y pegajosa.

La verga del palo de proa cayó sobre dos marineros en cubierta, aplastándoles las piernas; aullaron y gritaron desgarradoramente.

Mientras tanto, las andanadas del barco español seguían cayendo.

Permanecer lúcido en medio de tanta muerte y destrucción y mantener la calma era casi imposible; sin embargo, era lo que Hunter intentaba, mientras caía una andanada tras otra sobre su barco. Habían pasado veinte minutos desde que el navio de guerra había abierto fuego. La cubierta estaba sembrada de aparejos, vergas y fragmentos de madera; los gritos de los heridos se mezclaban con los silbidos de las balas de cañón que cruzaban el aire sin cesar. Para Hunter, la destrucción y el caos que lo rodeaba se habían fundido hacía rato en un fondo uniforme y tan constante que ya no le prestaba atención. Sabía que su barco estaba siendo destruido lenta e inexorablemente, pero permanecía con la mirada fija en el barco enemigo, que se acercaba más a cada segundo.

Las bajas eran considerables: siete hombres muertos, y doce heridos; dos puestos de artillería inservibles. Había perdido el bauprés y todas las velas; había perdido la cima del palo de mesana y el aparejo de la vela mayor en el lado de sotavento; había recibido el impacto de dos proyectiles bajo la línea de flotación, y empezaba a entrar agua en El Trinidad. Podía sentir que se movía más bajo entre las olas, menos ágilmente, si ello era posible; los movimientos eran pesados y torpes.

No podía intentar reparar los daños. La reducida tripulación estaba ocupada manteniendo el barco en un rumbo aceptable. Solo era cuestión de tiempo que fuera imposible controlarlo o se hundiera irremisiblemente.

Miró el barco español entre el humo y la niebla. Empezaba a ser difícil distinguirlo. A pesar del fuerte viento, los dos barcos estaban rodeados de un humo acre.

Se acercaba velozmente.

– Setecientos metros -informó Lazue monótonamente.

También ella estaba herida; un fragmento de madera partido le había lacerado el antebrazo en la quinta andanada. Se había aplicado rápidamente un torniquete cerca del hombro y seguía avistando, sin hacer caso de la sangre que goteaba sobre la cubierta, a sus pies.

Otra andanada les cayó encima estruendosamente, sacudiendo la embarcación con múltiples impactos.

– Seiscientos metros.

– ¡Preparados para disparar! -gritó Hunter, inclinándose para mirar las cruces a través de la mira.

La posición era la adecuada para dar en el centro del barco enemigo, pero mientras lo observaba, se movió ligeramente hacia delante. Con el instrumento óptico, Hunter encuadraba ahora el castillo de popa.

Que sea lo que Dios quiera, pensó, mientras calculaba el balanceo de El Trinidad mediante las cruces, e intentaba determinar la secuencia de las olas, arriba y abajo, arriba y abajo; veía el cielo despejado, después solo agua, y luego de nuevo el barco de guerra. Finalmente, otra vez el cielo despejado mientras El Trinidad seguía su balanceo ascendente.

Contó para sus adentros, una y otra vez, moviendo silenciosamente los labios.

– Quinientos metros -dijo Lazue.

Hunter miró un momento más. Contó.

– ¡Uno! -gritó, mientras las cruces apuntaban al cielo.

Entonces el arco descendió y vio pasar rápidamente el perfil del navio de guerra.

– ¡Dos! -gritó, mientras las cruces apuntaban al mar agitado.

Hubo una breve vacilación en el movimiento. Esperó. -¡Tres! -aulló, mientras empezaba de nuevo el movimiento ascendente. Y finalmente:

– ¡Fuego!

El galeón se sacudió peligrosamente y escoró con brusquedad cuando los treinta cañones explotaron en una salva. Hunter cayó hacia atrás contra el palo mayor con una fuerza que le dejó sin aliento. Pero apenas lo notó; estaba observando el movimiento descendente, para ver qué le había ocurrido al enemigo.

– Le habéis dado -dijo Lazue.

Sin duda le habían dado. El impacto había desplazado el navio español lateralmente sobre el agua, y ahora se encontraba con la popa hacia mar abierto. El perfil del castillo de popa se había reducido a una línea recortada, y el palo de mesana estaba cayendo al agua con un movimiento extrañamente lento, con las velas y todo.

Pero, en el mismo momento, Hunter vio que había apuntado demasiado cerca de la proa y no había alcanzado ni al timón ni al timonel. El barco español seguía bajo control.

– ¡Volved a cargar y sacad los cañones! -gritó.

Había una gran confusión a bordo del navio español. Hunter sabía que había ganado tiempo. Aunque no podía determinar con certeza si había ganado los diez minutos que necesitaba para preparar la segunda salva.

A popa del navio de guerra, los marineros se afanaban para abatir definitivamente el palo de mesana y quitarlo de en medio. Por un momento pareció que, cuando cayera al agua con el aparejo, podría llevarse por delante el timón, pero no sucedió.

Hunter oía el fragor en las cubiertas inferiores donde, uno tras otro, estaban cargando los cañones y colocándolos nuevamente en los portillos.

El navio de guerra español ya estaba más cerca, a menos de cuatrocientos metros a babor, pero estaba mal situado para soltar una andanada.

Pasó un minuto; luego otro.

El barco español se recuperó de la confusión, mientras el palo de mesana con sus velas se alejaba a la deriva en su estela.

La proa del barco cambió de rumbo. Los españoles estaban virando para acercarse por el indefenso lado de estribor de Hunter.

– ¡Maldición! -dijo Enders-. ¡Sabía que ese bastardo era astuto!

El navio español se alineó para soltar una andanada, y un momento después la carga llegó. A tan poca distancia, fue terriblemente efectiva. Más vergas y aparejos cayeron alrededor de Hunter.

– No podremos aguantar mucho más -dijo Lazue en voz baja.

Hunter estaba pensando lo mismo.

– ¿Cuántos cañones están dispuestos? -gritó.

Abajo, don Diego hizo un rápido cálculo.

– ¡Dieciséis!

– Abriremos fuego con ellos -dijo Hunter.

Otra andanada del navio español los golpeó con un efecto devastador. El barco de Hunter se estaba haciendo pedazos.