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– ¡Señor Enders! -aulló Hunter-. ¡Preparados para virar!

Enders miró a Hunter con incredulidad. Un cambio de ruta, en aquel momento, pondría a El Trinidad frente a la proa del navio de guerra… y mucho más cerca de él.

– ¡Preparados para virar! -repitió Hunter a gritos.

– ¡Preparados para virar! -gritó Enders.

Los marineros corrieron aturdidos a sus puestos, trabajando frenéticamente para desenredar las cuerdas.

El navio de guerra estaba cada vez más cerca.

– Trescientos cincuenta metros -informó Lazue.

Hunter apenas la oía. Ya no le preocupaba el alcance. Fijó la vista en la mira hacia el perfil humeante del navio de guerra. Le escocían los ojos y veía borroso. Parpadeó y se centró en un punto imaginario del perfil del barco español. Bajo y justo por debajo de la línea de flotación.

– ¡Preparados! ¡Timón a sotavento! -aulló Enders.

– ¡Preparados para abrir fuego! -gritó Hunter.

Enders estaba estupefacto. Hunter lo sabía, incluso sin mirar a la cara al artista del mar. No dejaba de observar las cruces.

Hunter iba a disparar mientras el barco todavía maniobraba. Era algo inaudito, una auténtica locura.

– ¡Uno! -gritó Hunter.

En la mira vio al barco balanceándose en el viento, apuntando hacia el navio español…

– ¡Dos!

Su barco se movía lentamente, y veía cómo las cruces se acercaban poco a poco al perfil brumoso del navio de guerra. Pasó por los portillos de los cañones y después distinguió la madera…

– ¡Tres!

La mira seguía moviéndose hacia el blanco, pero estaba demasiado alto. Esperó a que su barco se hundiera, sabiendo que en el mismo momento el navio de guerra ascendería ligeramente y estaría más expuesto.

Esperó, sin atreverse a respirar, sin atreverse a tener esperanza. El navio de guerra se levantó un poco y entonces…

– ¡Fuego!

De nuevo el galeón se sacudió con el impacto de los cañonazos. Fue una salva un tanto irregular; Hunter la oyó y la sintió, pero no podía ver nada. Esperó a que el humo se despejara y el barco recuperara el equilibrio. Miró.

– ¡Madre de Dios! -exclamó Lazue.

No se apreciaba ningún cambio en el barco español. Hunter había errado el disparo.

– ¡Que el demonio me lleve! -se desesperó Hunter, pensando que nunca habían sido tan ciertas aquellas palabras. A todos se los llevaría el demonio; la siguiente andanada de los españoles acabaría con ellos.

– Ha sido un noble intento -dijo don Diego-. Un noble y valeroso intento.

Lazue meneó la cabeza y le besó en la mejilla.

– Los santos nos ayudarán -afirmó ella, con lágrimas en los ojos.

Hunter era presa de la desesperación. Habían perdido la última oportunidad; les había fallado a todos. Únicamente podían izar la bandera blanca y rendirse.

– Señor Enders -gritó-, izad la bandera blanca…

De repente se calló. Enders estaba bailando frente al timón, golpeándose los muslos y riendo como un poseso.

Después oyó gritos de júbilo en las cubiertas inferiores. Los artilleros estaban vitoreando.

¿Se habían vuelto locos?

A su lado, Lazue soltó un chillido de alegría y se puso a reír tan fuerte como Enders. Hunter se volvió y miró el navio de guerra español. Vio que la proa se alzaba del agua y que aparecía un enorme agujero en el casco, de casi tres metros de largo, bajo la línea de flotación. Inmediatamente la proa volvió a sumergirse escondiendo el daño bajo el agua.

Apenas tuvo tiempo de darse cuenta de lo que aquello representaba cuando columnas de humo surgieron del castillo de proa del navio enemigo, hinchándose con sorprendente rapidez. Un momento después, una explosión retumbó sobre la superficie del mar.

El navio español desapareció en una gigantesca esfera de llamaradas, entre explosiones que se sucedían a medida que la pólvora almacenada en la bodega ardía. Se oyó una nueva detonación, tan potente que incluso El Trinidad se resintió de las olas que levantó. Después otra, y otra más; en poco tiempo el navio de Bosquet fue engullido por el mar. Hunter solo alcanzó a ver imágenes fragmentadas de destrucción: los mástiles cayendo; cañones empujados por manos invisibles; toda la estructura del navio hundiéndose hacia dentro, y finalmente explotando hacia fuera.

Algo chocó contra el palo mayor sobre la cabeza de Hunter, cayó sobre sus cabellos, le resbaló por los hombros y aterrizó en el puente. Pensó que sería un pájaro, pero, al mirar, vio que era una mano humana, seccionada por la muñeca. Llevaba un anillo en un dedo.

– Santo Dios -susurró. Cuando volvió a mirar hacia el navio de guerra, se quedó petrificado.

El navío de guerra había desaparecido.

Literalmente, había desaparecido: hacía un minuto estaba allí, consumido por el fuego y las ardientes nubes de las explosiones, pero estaba allí. Ahora ya no. Solo fragmentos, velas en llamas, vergas que flotaban sobre el agua. Entre ellos flotaban los cadáveres de los marineros, y oyó los gritos y alaridos de los supervivientes. El navio de guerra ya no existía.

Alrededor de él, su tripulación reía y pegaba saltos en una frenética celebración. Hunter no podía apartar los ojos del lugar donde poco antes estaba el navio enemigo. Entre los restos todavía en llamas, su mirada se posó sobre un cadáver que flotaba boca abajo en el agua. Era el cuerpo de un oficial español; Hunter lo dedujo por la espalda del uniforme azul del hombre. Los pantalones se habían hecho pedazos con la explosión, y sus nalgas desnudas estaban a la vista. Hunter miró la carne al descubierto, fascinado de que la espalda estuviera intacta y en cambio la ropa de la parte de abajo del cuerpo estuviera hecha trizas. Había algo obsceno en las circunstancias y el azar de aquella muerte. Después, cuando el cuerpo rebotó con las olas, Hunter vio que no tenía cabeza.

A bordo de su barco, se dio cuenta vagamente de que la tripulación ya no estaba de celebración. Todos se habían quedado en silencio y se habían vuelto, para mirarlo. El capitán observó sus caras, cansadas, sucias, sangrantes, los ojos apáticos e inexpresivos de fatiga, y al mismo tiempo extrañamente expectantes.

Lo miraban a él y esperaban que hiciera algo. Por un instante, no logró imaginar qué esperaban de él. Entonces sintió algo en la mejilla.

Lluvia.

31

El huracán se desencadenó con furiosa intensidad. En pocos minutos el viento ululaba entre los aparejos a más de cuarenta nudos, azotándolos con punzantes ráfagas de lluvia. El mar estaba todavía más agitado, con olas de cinco metros de altura que formaban montañas de agua que balanceaban el barco vertiginosamente. Tan pronto estaban en lo alto, sobre la cresta de la ola, como se hundían con una brusquedad que revolvía el estómago; el agua les caía encima de todas las direcciones.

Los hombres sabían que aquello solo era el comienzo. El viento, la lluvia y el mar empeorarían; la tormenta duraría varias horas, tal vez días.

Se lanzaron a trabajar con una energía que contradecía la fatiga que sentían. Despejaron la cubierta y recogieron las velas desgarradas; con un esfuerzo sobrehumano consiguieron tirar por la borda una vela y tapar los agujeros bajo la línea de flotación. Trabajaron en silencio sobre los puentes mojados, resbaladizos y peligrosamente oscilantes, corriendo el riesgo de caer por la borda y que nadie se diera cuenta.

Pero la tarea más urgente, y más difícil, era recuperar el equilibrio del barco, trasladando parte de los cañones a estribor. Si ya no era fácil hacerlo en aguas tranquilas con la cubierta seca, en plena tormenta, con el barco llenándose de agua por ambos lados y la cubierta inclinándose en ángulos de cuarenta y cinco grados, con todas las superficies y cuerdas empapadas y resbalosas, era prácticamente imposible. Sin embargo debían hacerlo si querían sobrevivir.