Hacklett le miraba, cada vez más pálido.
– Soy responsable de proteger esta colonia. ¿Cómo debo hacerlo? Sin duda, proveyéndome de hombres para el combate. Los aventureros y los corsarios son los únicos a los que tengo acceso, y me ocupo de que sean bien recibidos aquí. Tal vez a vos os parezcan poco agradables, pero Jamaica estaría indefensa y sería vulnerable sin ellos.
– Sir James…
– Callaos -le interrumpió Almont-. También tengo la responsabilidad de expandir la colonia de Jamaica. En la corte es habitual proponer que incentivemos el establecimiento de granjas y explotaciones en esta zona. Sin embargo no han mandado a ningún campesino desde hace dos años. La tierra es pantanosa y poco productiva. Los nativos son hostiles. ¿Cómo puedo expandir la colonia y aumentar su población y su riqueza? Con el comercio. El oro y los bienes necesarios para establecer un mercado floreciente nos llegan gracias a los asaltos de los corsarios a los navios y a los asentamientos españoles. Lo cual enriquece las arcas del rey, y según tengo entendido, esta situación no desagrada del todo a Su Majestad.
– Sir James…
– Y finalmente -prosiguió Almont-, tengo el deber, tácitamente, de privar a la corte de Felipe IV de tanta riqueza como sea posible. Sin duda su majestad considera, aunque en privado, que este es también un objetivo digno de esfuerzo. Sobre todo teniendo en cuenta que gran parte del oro que no llega a Cádiz acaba en Londres. En consecuencia, las iniciativas corsarias se fomentan abiertamente. Pero no la piratería, señor Hacklett. Y no se trata de una cuestión terminológica.
– Pero, sir James…
– La dura realidad de la colonia no admite un debate -sentenció Almont, sentándose de nuevo y apoyando el pie en el cojín-. Podéis reflexionar a placer sobre cuanto os he dicho, pero comprenderéis, estoy seguro de que lo haréis, que hablo con la sabiduría que se deriva de la experiencia en estos asuntos. Tened la amabilidad de acompañarme esta noche en la cena con el capitán Morton. Mientras tanto, estoy seguro de que tenéis mucho de lo que ocuparos para instalaros en vuestro alojamiento.
La entrevista había llegado claramente a su fin. Hacklett y su esposa se levantaron. El secretario hizo una leve y rígida reverencia.
– Sir James.
– Señor Hacklett. Señora Hacklett.
La pareja salió y el ayudante cerró la puerta. Almont se frotó los ojos.
– Santo cielo -dijo, sacudiendo la cabeza.
– ¿Deseáis descansar un poco, excelencia? -preguntó John.
– Sí -contestó Almont-. Desearía descansar.
Se levantó de detrás de la mesa y salió al pasillo, para dirigirse a sus habitaciones. Al pasar por una estancia, oyó agua salpicando en una bañera de metal y una risita femenina. Miró a John.
– Están bañando a la nueva criada -dijo John.
Almont gruñó.
– ¿Desea examinarla más tarde?
– Sí, más tarde -respondió Almont. Miró a John y sintió cierta diversión.
Estaba claro que John seguía asustado por la acusación de brujería. Los miedos de la gente del pueblo, pensó, cuán necios eran y cuán arraigados estaban.
5
Anne Sharpe se relajó en el agua tibia de la bañera y escuchó la charla de la enorme negra que se afanaba por la habitación. Anne no lograba entender casi nada de lo que decía la mujer, a pesar de que aparentemente hablaba en inglés; su entonación y su rara pronunciación le sonaban muy extrañas. La negra decía algo sobre la bondad del gobernador Almont. Anne Sharpe no estaba preocupada por la benevolencia del gobernador. Desde muy tierna edad había aprendido a tratar a los hombres.
Cerró los ojos y la cantilena de la negra dio paso en su cabeza al tañido de las campanas de la iglesia. En Londres había acabado odiando aquel sonido incesante y monótono.
Anne era la menor de tres hermanos, la hija de un marinero retirado reconvertido en fabricante de velas en Wapping. Cuando estalló la peste, poco antes de Navidad, sus dos hermanos mayores habían empezado a trabajar de vigilantes. Su misión era montar guardia frente a las puertas de las casas infectadas y procurar que sus habitantes no salieran por ningún motivo. Anne, por su parte, trabajaba de enfermera en casa de varias familias acomodadas.
Con el paso de las semanas, los horrores que había visto empezaron a mezclarse en su memoria. Las campanas tocaban de día y de noche. Todos los cementerios estaban llenos a rebosar; pronto no quedaron tumbas individuales, así que los cadáveres se echaban por docenas en zanjas profundas y se cubrían apresuradamente con cal y con tierra. Los carros funerarios, completamente cargados de cadáveres, recorrían las calles; los sacristanes se paraban frente a todas las casas gritando: «Sacad a vuestros muertos». El olor del aire pútrido era omnipresente.
Como el miedo. Anne recordaba haber visto a un hombre caer muerto en plena calle, con una bolsa repleta al lado, llena de monedas tintineantes. La gente pasó junto al cadáver, pero nadie se atrevió a recoger la bolsa. Más tarde se llevaron el cuerpo, pero la bolsa siguió allí, intacta.
En todos los mercados, los tenderos y los carniceros tenían cuencos de vinagre junto a sus artículos. Los vendedores echaban las monedas en el vinagre; las monedas no pasaban de mano en mano. Todos procuraban pagar con el importe exacto.
Amuletos, baratijas, pociones y hechizos eran los artículos más solicitados. Anne se compró un medallón que contenía una hierba pestilente, de la que se decía que repelía la peste. Lo llevaba siempre puesto.
Aun así la gente seguía muriendo. Su hermano mayor cayó víctima de la peste. Un día, ella lo vio en la calle; tenía el cuello hinchado con grandes bultos y le sangraban las encías. No volvió a verlo.
Su otro hermano sufrió una suerte bastante común entre los vigilantes. Una noche, mientras custodiaba una casa, los habitantes encerrados en ella se volvieron locos por la demencia de la enfermedad. Consiguieron salir y mataron a su hermano de un disparo durante su evasión. A ella se lo contaron, porque nunca volvió a verlo.
Finalmente, Anne también quedó encerrada en una casa perteneciente a la familia de un tal señor Sewell. Estaba cuidando a la anciana señora Sewell, madre del dueño de la casa, cuando al señor Sewell se le manifestaron los bultos. La casa fue puesta en cuarentena. Anne cuidó a los enfermos lo mejor que pudo. Uno tras otro, todos los miembros de la familia murieron. Los cadáveres se fueron yendo en los carros funerarios. Al final se quedó sola en la casa y, milagrosamente, con buena salud.
Fue entonces cuando robó algunos objetos de oro y las pocas monedas que encontró; aquella noche escapó por una ventana del segundo piso y huyó saltando por los tejados de Londres. Un agente de policía la detuvo al día siguiente y le preguntó de dónde había sacado tanto oro una muchacha tan joven como ella. Le quitó el oro y la encerró en la prisión de Bridewell.
Allí languideció durante semanas hasta que lord Ambrit- ton, un caballero animado por un espíritu cívico, fue de visita a la prisión y se fijó en ella. Anne sabía desde hacía tiempo que los hombres encontraban agradable su aspecto. Lord Ambrit- ton no fue una excepción. Halló la forma de llevársela en su carruaje y tras algunos escarceos amorosos, que ella complació, prometió mandarla al Nuevo Mundo.
Al cabo de poco tiempo, Anne se encontró en Plymouth, y después a bordo del Godspeed. Durante la travesía, el capitán Morton, un hombre joven y vigoroso, se encaprichó de ella, y como en la intimidad de su camarote la invitaba a carne fresca y a otras exquisiteces, ella se alegró de conocerle y de renovar su amistad prácticamente cada noche.