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– Parece un cocodrilo.

– Sí, pero ¿de dónde?

– De aquí no -dijo Hunter-. Aquí no hay cocodrilos.

La recogió. El animal debía de haber sido grande, al menos de un metro y medio de largo. Pocos cocodrilos caribeños tenían ese tamaño; los que vivían en los pantanos de Jamaica medían un metro aproximadamente.

– Hace tiempo que lo desollaron -dijo Hunter.

Lo examinó cuidadosamente. Había unos agujeros en la cabeza, y por ellos habían pasado una tira de cuero como si quisieran hacer una capa.

– Maldición, mirad, capitán.

Hunter miró hacia la siguiente isla al sur. Las hogueras, que antes eran visibles, habían desaparecido. Fue entonces cuando oyeron el débil eco de algunos tambores.

– Será mejor que volvamos al bote -dijo Hunter y sus hombres se movieron rápidamente a la luz vespertina.

Tardaron casi una hora en volver al bote, anclado en la costa oriental. Cuando llegaron, encontraron otro de los misteriosos surcos en la arena.

Y algo más.

Cerca del bote, una zona de arena había sido aplanada y delimitada por medio de piedras pequeñas. En el centro, los cinco dedos de una mano apuntaban al cielo.

– Es una mano enterrada -dijo uno de los marineros. Se agachó y tiró de ella por un dedo.

El dedo se desprendió. El hombre se sobresaltó tanto que lo dejó caer y retrocedió.

– ¡Por la sangre de Cristo!

Hunter sintió que se le aceleraba el corazón. Miró a los marineros, que estaban aterrorizados.

– Vamos a ver -dijo.

Se agachó y tiró de los dedos, uno por uno. Todos se desprendieron fácilmente. Los sostuvo sobre la mano, mientras los marineros los miraban horrorizados.

– ¿Qué significa esto, capitán?

Hunter no tenía ni idea. Se los guardó en el bolsillo.

– Volvamos al galeón y ya veremos -dijo.

Aquella noche, sentado a la luz de una hoguera, Hunter observaba aquellos dedos. Fue Lazue quien proporcionó la respuesta que todos buscaban.

– Mirad los extremos -dijo, señalando la rudeza con la que los dedos habían sido cortados de la mano-. Esto es obra de nativos, no hay ninguna duda.

– Los caribe -susurró Hunter estupefacto.

Los indios caribe, antaño unos temidos guerreros en muchas islas del Caribe, eran prácticamente un mito, un pueblo perdido en el pasado. En los primeros cien años de su dominación, los españoles habían exterminado a todos los indios del Caribe. Unos pocos arawak pacíficos, que vivían en la pobreza y la miseria, subsistían en las regiones del interior de algunas islas remotas. Pero los sanguinarios caribe habían desaparecido hacía mucho tiempo.

O al menos eso se decía.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Hunter.

– Por los extremos -repitió Lazue-. No hay metal en esos cortes. Se hicieron con piedras afiladas.

El cerebro de Hunter intentaba asimilar aquella nueva información.

– Tiene que ser un truco de los españoles, para asustarnos -dijo.

Pero no se mostraba muy convencido. Todo parecía conducir a una sola conclusión: los surcos de las canoas, la piel de cocodrilo con la tira de cuero metida en los agujeros.

– Los caribe son caníbales -prosiguió Lazue monótonamente-. Pero dejan los dedos, a modo de advertencia. Es su forma de actuar.

En aquel momento llegó Enders.

– Disculpad, pero lady Almont no ha regresado.

– ¿Qué?

– No ha regresado, capitán.

– ¿De dónde?

– Le permití que se adentrara un poco -dijo Enders con pesar, señalando los oscuros cactus, lejos de la luz de las hogueras que rodeaban el barco-. Quería recoger fruta y bayas, dice que es vegetariana…

– ¿Cuándo ocurrió?

– Esta tarde, capitán.

– ¿Y todavía no ha vuelto?

– La mandé con dos marineros -dijo Enders-. No pensé que…

Se interrumpió.

En la oscuridad llegó el eco distante de tambores indios.

33

En la primera de las tres barcas, Hunter escuchaba el suave golpeteo del agua contra el casco, y miraba en la noche hacia la isla a la que se dirigían. Los tambores se oían con más fuerza y podían ver el débil reflejo de una hoguera, en el interior.

Sentada a su lado, Lazue dijo:

– No se comen a las mujeres.

– Mejor para ti -dijo Hunter.

– Y para lady Sarah. Se dice que los caribe tampoco comen españoles -prosiguió Lazue-. Su carne es demasiado dura. Los holandeses son regordetes pero insípidos, los ingleses no son ni buenos ni malos, pero los franceses son deliciosos. Es cierto, ¿no os parece?

– Quiero recuperarla -dijo Hunter lúgubremente-. La necesitamos. ¿Cómo vamos a decirle al gobernador que rescatamos a su sobrina pero que la perdimos en manos de unos salvajes que tal vez quieran comérsela?

– No tenéis sentido del humor -dijo Lazue.

– Esta noche no.

Miró atrás hacia los demás botes, que los seguían en la oscuridad. Se había llevado a todos sus hombres; solo había dejado a Enders en El Trinidad, que intentaba poner el galeón a punto a la luz de las hogueras. Enders era un mago con los bar- eos, pero aquello era demasiado pedir. Aunque consiguieran rescatar a lady Sarah, no podrían marcharse de Sin Nombre al menos hasta pasado un día o más. Y en ese tiempo los indios atacarían.

Sintió que la lancha chocaba contra el fondo arenoso. Los hombres saltaron al agua, que les llegaba a las rodillas. Hunter susurró:

– Todos abajo menos el Judío. Tened cuidado con el Judío.

Poco después, el Judío bajó cautelosamente a tierra, acunando su valiosa carga.

– ¿Se ha mojado? -susurró Hunter.

– No lo creo -dijo don Diego-. He estado muy atento. -Sus débiles ojos parpadearon-. No veo bien.

– Seguidme -indicó Hunter.

Guió al grupo hacia el interior de la isla. Detrás de él, en la playa, los marineros armados estaban desembarcando de las otras tres barcas. Los hombres se adentraron silenciosamente en los cactus que delimitaban la playa. No había luna y la noche era muy oscura. Pronto se alejaron de la costa y se acercaron a las hogueras y al sonido de los tambores.

El poblado caribe era mayor de lo que se esperaban: una docena de chozas de barro con tejados de hierba, dispuestas en semicírculo alrededor de varias hogueras de considerables dimensiones. Los guerreros, pintados de rojo vivo, danzaban y aullaban, y sus cuerpos proyectaban largas sombras oscilantes. Algunos llevaban pieles de cocodrilo sobre la cabeza; otros, cráneos humanos en la mano. Todos iban desnudos. Entonaban un canto monótono y angustioso.

Sobre la hoguera se distinguía el motivo de su danza. Posado sobre una parrilla de leña verde, se veía el torso destripado, sin piernas ni brazos, de un hombre blanco. A un lado, un grupo de mujeres estaban limpiando las visceras del hombre.

Hunter no veía a lady Sarah. Hasta que el Moro se la indicó. Se encontraba echada en el suelo a un lado. Sus cabellos estaban manchados de sangre. No se movía. Probablemente estaba muerta.

Hunter miró a sus hombres. Sus expresiones reflejaban asombro y rabia. Susurró algunas palabras a Lazue, y después se fue con Bassa y don Diego, avanzando furtivamente alrededor del poblado.

Los tres hombres entraron en una choza, con los cuchillos a punto. Estaba vacía. Del techo colgaban cráneos, que entrechocaban movidos por el viento que soplaba por todo el campamento. En un rincón había un cesto lleno de huesos.

– Rápido -dijo Hunter, sin pararse a mirar los restos humanos.

Don Diego colocó su granada en el centro de la estancia y encendió la mecha. Los tres hombres salieron silenciosamente y se situaron en el extremo más alejado del campamento. Don Diego encendió la mecha de una segunda granada y esperó.

La primera estalló con un resultado impresionante. La choza voló en mil pedazos; los guerreros pintados de color langosta, estupefactos, gritaron de miedo y de sorpresa. Don Diego lanzó al fuego la segunda granada. Explotó poco después. Los guerreros chillaban bajo la lluvia de fragmentos de metal y cristal.