Simultáneamente, los hombres de Hunter abrieron fuego desde la vegetación baja.
Hunter y el Moro se adelantaron furtivamente, recogieron el cuerpo de lady Sarah Almont y volvieron a esconderse entre los arbustos. Alrededor de ellos, los guerreros caribe gritaban, aullaban y morían. Los tejados de hierba de las chozas se incendiaron. La última visión de Hunter del campamento fue la de un infierno en llamas.
La retirada fue apresurada e improvisada. Bassa, con su enorme fortaleza, llevaba en brazos a la inglesa. La mujer gimió.
– Está viva -dijo Hunter. La mujer volvió a gemir.
A un trote sostenido, los hombres volvieron a la playa y a sus botes. Se alejaron de la isla sin más incidentes.
Al amanecer estaban de nuevo sanos y salvos en el barco. Enders, el artista del mar, había traspasado la dirección de los trabajos a bordo del galeón a Hunter, para prestar las atenciones necesarias a la mujer. A media mañana, presentó su informe.
– Sobrevivirá -dijo-. Tiene un golpe feo en la cabeza, pero no es grave. -Miró el barco-. Ojalá el galeón estuviera igual de bien.
Hunter había intentado devolver al barco las condiciones para navegar. Pero todavía faltaba mucho por hacer: el palo mayor seguía estando débil, y había que reponer la plataforma superior; también faltaba el palo de trinquete y el barco todavía tenía un gran agujero bajo la línea de flotación. Habían arrancado gran parte de la cubierta para obtener madera para las reparaciones, y pronto tendrían que empezar a arrancar la cubierta inferior de la artillería. Pero avanzaban lentamente.
– No podremos marcharnos antes de mañana por la mañana -dijo Hunter.
– La noche puede ser peligrosa -advirtió Enders, mirando hacia la isla-. Ahora está todo tranquilo. Pero no me hace gracia pasar la noche aquí.
– A mí tampoco -respondió Hunter.
Trabajaron toda la noche, porque el deseo de terminar los trabajos en el barco era tal que los agotados hombres prefirieron no dormir. Se apostó una guardia numerosa, aunque con ello se retrasaran las reparaciones. Hunter lo creía necesario.
A medianoche, los tambores volvieron a sonar; siguieron sonando casi una hora. A continuación se produjo un silencio de mal presagio.
Los hombres tenían los nervios de punta y no querían trabajar, así que Hunter tuvo que motivarlos. Cerca del amanecer, el capitán estaba con un marinero en la playa, ayudándolo a sostener una plancha de madera, cuando el hombre se pegó un manotazo en el cuello.
– Malditos mosquitos -renegó.
Después, con una extraña expresión en la cara, tosió y cayó muerto.
Hunter se inclinó sobre él. Le miró el cuello y únicamente vio un pequeño pinchazo, con una sola gota roja de sangre. Pero el hombre estaba muerto.
En algún lugar cerca de proa, oyó un grito, y otro hombre cayó sobre la arena, muerto. Sus hombres estaban desconcertados; los guardias volvieron corriendo al barco; los que estaban trabajando se escondieron debajo del casco.
Hunter miró otra vez al hombre muerto a sus pies. Entonces vio algo en la mano del hombre. Era un dardo diminuto, con plumas, con una aguja en la punta.
Dardos envenenados.
– ¡Ya vienen! -gritaron los vigías.
Los hombres se apresuraron a esconderse detrás de las maderas y los deshechos; de cualquier cosa que les ofreciera protección. Esperaron en tensión. Sin embargo no llegó nadie; las matas de cactus y los matorrales del litoral estaban en silencio.
Enders se arrastró al lado de Hunter.
– ¿Seguimos trabajando?
– ¿A cuántos hemos perdido?
– A Peters. -Enders miró al suelo-. Y a Maxwell.
Hunter sacudió la cabeza.
– No puedo perder a más. -Solo le quedaban treinta hombres-. Esperaremos que se haga de día.
– Lo comunicaré a los demás -dijo Enders, y se alejó arrastrándose.
Mientras se iba, se oyó un silbido quejoso y un golpe seco. Un pequeño dardo plumado se había incrustado en la madera, cerca de la oreja de Hunter, que se agachó otra vez y esperó.
No sucedió nada más hasta el amanecer, cuando, con un lamento inhumano, los guerreros de la cara pintada de rojo surgieron de la vegetación y bajaron a la playa. Los hombres de Hunter respondieron con fuego de mosquete. Una docena de salvajes cayeron sobre la arena y los demás retrocedieron de nuevo a su escondite.
Hunter y sus hombres esperaron, agachados e incómodos, hasta mediodía. En vista de que no sucedía nada nuevo, Hunter dio la orden de seguir cautelosamente con los trabajos. Guió a un grupo de hombres al interior. Los salvajes habían desaparecido sin dejar rastro.
Volvió al barco. Sus hombres estaban demacrados, agotados, y se movían con extrema lentitud. Pero Enders estaba jubiloso.
– Cruzad los dedos y rezad a la Providencia -dijo-. Pronto zarparemos.
De nuevo con el sonido de fondo de los martillazos, Hunter fue a visitar a lady Sarah.
Estaba echada en la arena y miró a Hunter mientras se acercaba.
– Señora-dijo-, ¿cómo os encontráis?
Ella le miró, pero no respondió. Tenía los ojos abiertos pero no lo veía.
– ¿Señora?
No obtuvo respuesta.
– ¿Señora?
Hunter movió una mano frente a su cara. Ella no parpadeó. No mostró ninguna señal de reconocimiento.
Hunter se alejó, sacudiendo la cabeza.
Reflotaron El Trinidad con la marea de la noche pero no podrían salir de la cala hasta el alba. Hunter iba arriba y abajo por el puente del galeón, vigilando la playa. Los tambores habían vuelto a empezar a sonar. Estaba muy cansado, pero no durmió. Durante la noche, a intervalos, los dardos mortales surcaron el aire, aunque no alcanzaron a ningún hombre. Enders, arrastrándose por el barco como un mono curioso, se declaró satisfecho, si no contento, con las reparaciones.
Con la primera luz levaron el ancla de popa y maniobraron con las velas para dirigirse hacia mar abierto. Hunter se mantuvo alerta, porque creía que los rojizos caribe, con su flota de canoas, intentarían atacarlos. Pero ahora podía hacerles probar las balas de cañón, y le apetecía una barbaridad.
Sin embargo, los indios no atacaron. Izaron todas las velas, para aprovechar el viento, y cayo Sin Nombre empezó a desaparecer detrás de ellos. El episodio empezó a parecerles tan solo una pesadilla. Hunter estaba agotado. Ordenó a casi todos los hombres que durmieran y dejó a Enders al timón con la tripulación indispensable.
Enders estaba preocupado.
– Dios santo -dijo Hunter-, estáis siempre preocupado. Acabamos de escapar de los salvajes, el barco navega y el mar está en calma. ¿Nunca nada os parece suficiente?
– Sí, el mar está en calma -contestó Enders-, pero estamos en la Boca del Dragón, nada más y nada menos. Aquí no se puede navegar con una tripulación tan escasa.
– Los hombres deben dormir -dijo Hunter, y bajó.
Inmediatamente cayó en un sueño inquieto y atormentado en su camarote caluroso y mal ventilado. Soñó que su galeón volcaba en la Boca del Dragón, donde las aguas eran más profundas que en ningún otro lugar de los mares occidentales. Se hundía en un agua azul, después negra…
Se despertó con un sobresalto, al oír los gritos de una mujer. Corrió al puente. Era la hora del crepúsculo, y la brisa era muy ligera; las velas de El Trinidad se agitaban y reflejaban la luz rojiza del atardecer. Lazue estaba al timón; había relevado a Enders. Le señaló el mar.
– Mirad allí.
Hunter miró. A babor se veía una agitación bajo la superficie y un objeto fosforescente, azul verdoso y brillante, que se dirigía hacia ellos.
– El Dragón -dijo Lazue-. El Dragón lleva siguiéndonos una hora.
Hunter observó la escena. La bestia reluciente se había acercado y se movía al lado del galeón, reduciendo la velocidad para adaptarse a la de El Trinidad. Era enorme: un gigantesco saco de carne brillante con largos tentáculos en la parte trasera.