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Mientras observaban, una barca se estaba alejando de la costa frente a Fort Charles, bajo cuyos cañones estaba anclado El Trinidad.

La barca se acercó al galeón y un capitán de la milicia del rey subió a bordo. Hunter lo conocía; era Emerson, un joven oficial con una carrera ascendente. Se le veía tenso cuando, hablando demasiado alto, preguntó:

– ¿Quién es el capitán a cargo de este navio?

– Soy yo -contestó Hunter, adelantándose. Sonrió-. ¿Cómo estás, Peter?

Emerson se mantuvo impertérrito, sin dar muestras de reconocerlo.

– Identificaos, señor, os lo ruego.

– Peter, sabes perfectamente quién soy. ¿Qué significa…?

– Identificaos, señor, bajo pena de sanción.

Hunter frunció el ceño.

– ¿A qué viene esta charada?

Emerson, siempre en posición de firmes, dijo:

– ¿Sois Charles Hunter, ciudadano de la Colonia de la Bahía de Massachusetts, y posteriormente trasladado a la colonia de Jamaica de Su Majestad?

– En efecto -dijo Hunter. Se fijó en que Emerson estaba sudando a pesar del frescor de la noche.

– Identificad vuestro navio, por favor.

– Es el galeón español conocido como El Trinidad.

– ¿Un navio español?

Hunter empezaba a impacientarse.

– Es evidente, ¿no?

– En ese caso -dijo Enders, respirando hondo-, es mi deber, Charles Hunter, poneros bajo arresto por piratería…

– ¡Piratería!

– … junto con toda vuestra tripulación. Os ruego que me acompañéis a bordo de la barca.

Hunter estaba estupefacto.

– ¿Por orden de quién?

– Por orden del señor Robert Hacklett, gobernador en funciones de Jamaica.

– Pero sir James…

– Sir James está agonizando -prosiguió Emerson-. Por favor, acompañadme.

Aturdido, moviéndose como en trance, Hunter pasó por encima de la borda y subió a la barca. Los soldados remaron hacia la costa. Hunter miró atrás, hacia la silueta cada vez más lejana del galeón. Era consciente de que su tripulación estaba tan atónita como él.

Se volvió para hablar con Emerson.

– ¿Qué diablos ha sucedido?

Ahora que estaban en la barca, Emerson parecía más relajado.

– Ha habido muchos cambios -dijo-. Hace quince días, sir James contrajo una fiebre…

– ¿Qué fiebre?

– Os diré lo que sé -contestó Emerson-. Ha estado confinado en cama, en la mansión del gobernador, todos estos días. En su ausencia, el señor Hacklett ha asumido el gobierno de la colonia. Con la ayuda del comandante Scott.

– ¿Ah, sí?

Hunter se daba cuenta de que le estaba costando reaccionar. No podía creer que tras las numerosas aventuras vividas aquellas últimas seis semanas, lo encerraran en prisión y, sin duda, lo colgaran en la horca como a un vulgar pirata.

– Sí-dijo Emerson-. El señor Hacklett está gobernando la ciudad con severidad. Muchos ya están en prisión o han muerto en la horca. Pitts fue colgado la semana pasada…

– ¡Pitts!

– … y Morley ayer mismo. Y han puesto una recompensa por vuestro arresto.

En la mente de Hunter surgieron mil objeciones y mil preguntas. Pero no dijo nada. Emerson era un funcionario, un hombre que cumplía las órdenes de su comandante, el excesivamente refinado Scott. Emerson cumpliría con su deber.

– ¿A qué prisión me mandan?

– A Marshallsea.

Hunter rió ante aquella absurda decisión.

– Conozco al carcelero de Marshallsea.

– No, ya no. Lo han sustituido por un hombre de Hacklett.

– Ya.

Hunter no dijo nada más. Escuchó el golpeteo de los remos en el agua y miró cómo se acercaba el perfil de Fort Charles.

Una vez en el fuerte, Hunter se quedó impresionado con la vigilancia y la dedicación de los soldados. Anteriormente, no era raro encontrar una docena de guardias borrachos en las almenas de Fort Charles cantando canciones obscenas. Aquella noche no había ninguno, y los hombres lucían el uniforme completo y limpio.

Una compañía de soldados armados y vigilantes escoltó a Hunter hasta la ciudad, por una Lime Street insólitamente tranquila y después por York Street; pasaron frente a tabernas oscuras, que normalmente estaban muy animadas a aquella hora. El silencio en la ciudad y la soledad de las calles embarradas era impresionante.

Marshallsea, la prisión de hombres, estaba situada en el extremo de York Street. Era un gran edificio de piedra con cincuenta celdas distribuidas en dos plantas. El interior hedía a orina y heces; las ratas se escurrían por las grietas del suelo; los hombres encerrados miraron a Hunter con ojos vacíos mientras lo acompañaban a la luz de las antorchas a una celda y lo encerraban en ella.

Hunter estudió la celda. No había nada; ni cama, ni catre, solo paja en el suelo y una ventana alta con barrotes. A través de la ventana pudo ver una nube que pasaba delante de la luna menguante.

Cuando la puerta de hierro se cerró, Hunter se volvió.

– ¿Cuándo me juzgarán por piratería?

– Mañana -dijo Emerson. Y se marchó.

El proceso a Charles Hunter tuvo lugar el 21 de octubre de 1665, un sábado. Normalmente, el tribunal de justicia no se reunía los sábados, pero a Hunter lo juzgaron aquel día. El edificio, gravemente dañado por un terremoto, estaba prácticamente desierto cuando hicieron comparecer a Hunter, solo, sin su tripulación, ante un tribunal de siete hombres sentados a una mesa de madera. El tribunal lo presidía Robert Hacklett en persona, como gobernador en funciones de la colonia de Jamaica.

Mientras leían los cargos presentados contra él, le hicieron ponerse de pie.

– Levantad la mano derecha.

Hunter obedeció.

– Vos, Charles Hunter, con todos los hombres de vuestra tripulación, en nombre de nuestro señor soberano, Carlos, rey de Inglaterra, sois acusados de los cargos siguientes.

Hubo una pausa. Hunter escrutó las caras: Hacklett lo miraba con expresión ceñuda desde arriba, con un ligero indicio de sonrisa presuntuosa; Lewisham, juez del Almirantazgo, se sentía evidentemente incómodo; el comandante Scott se hurgaba los dientes con un palillo de oro; los mercaderes Foster y Poorman evitaban mirar a Hunter a la cara; el teniente Dod- son, un rico oficial de la milicia, daba tirones a su uniforme, y finalmente James Phips, un capitán de la marina mercante. Hunter, que los conocía a todos, se daba cuenta de lo mal que lo estaban pasando.

– Con absoluto desdén por las leyes de vuestro país y de la soberana alianza de vuestro rey, os habéis asociado con fines malvados, habéis urdido ataques por mar y por tierra, provocando daños a sujetos y bienes del rey cristianísimo, Su Majestad Felipe de España, además de asaltar, siguiendo las intenciones más perversas y maliciosas, el asentamiento español de la isla de Matanceros, con el propósito de saquear, incendiar y apoderaros de todos los navios y barcos que encontrarais en vuestra expedición.

»Además, se os acusa del criminal asalto a una nave española en el estrecho al sur de Matanceros, terminado con el hundimiento del mencionado navio y la pérdida de todas las vidas humanas y de todos los bienes en ella embarcados.

»Y, finalmente, de haber conspirado deliberadamente, para el cumplimiento de tales gestas perversas, con vuestros asociados, individualmente y en su conjunto, con el fin de conseguir todos los medios para provocar daños y agredir a los mencionados navios y dominios españoles y causar la muerte a subditos españoles. ¿Cómo os declaráis, Charles Hunter?

Hubo una breve pausa.

– Inocente -dijo Hunter.

Para Hunter, aquel juicio era una farsa. La Ley del Parlamento de 1612 especificaba que el tribunal debía estar compuesto por hombres que no tuvieran interés, ni directa ni indirectamente, en los detalles del caso que se estaba juzgando. En aquel caso, todos los componentes del tribunal sacarían algún beneficio de la condena de Hunter y de la confiscación de su navio y del tesoro que transportaba.