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Sin embargo, lo que le dejó más perplejo fue la minuciosidad del acta de acusación. Nadie podía saber lo que había ocurrido durante la expedición a Matanceros excepto él y sus hombres. Aun así, en el acta de acusación se incluía su defensa victoriosa contra el navio de guerra español. ¿De dónde había obtenido el tribunal esa información? Solo podía suponer que algún miembro de la tripulación había hablado, probablemente bajo tortura, la noche anterior.

El tribunal aceptó su declaración de inocencia sin la menor reacción. Hacklett se echó hacia delante.

– Señor Hunter -dijo, con voz calmada-, este tribunal reconoce el prestigio del que gozáis en la colonia de Jamaica. No queremos de ninguna manera que este proceso se fundamente en rituales vacíos que pudieran prestar un mal servicio a la justicia. ¿Deseáis, pues, explicaros en defensa de vuestra declaración de inocencia?

Aquello fue una sorpresa. Hunter pensó un momento antes de contestar. Hacklett estaba rompiendo las reglas del procedimiento judicial. Si lo hacía, tenía que ser en su beneficio. De todos modos, la oportunidad era demasiado buena para desaprovecharla.

– Si me lo permiten los distinguidos miembros de este justo tribunal -dijo Hunter, sin atisbo de ironía-, lo intentaré.

Los jueces del tribunal asintieron pensativa, cuidadosa y razonablemente.

Hunter los miró a la cara uno por uno, antes de empezar a hablar.

– Caballeros, ninguna de vuestras señorías está más informada que yo del sagrado tratado firmado entre Su Majestad el rey Carlos y la Corona española. Jamás osaría infringir los pactos que acaban de suscribir las dos naciones, sin mediar provocación. Sin embargo, esta provocación se produjo, y en más de una ocasión. Mi velero, el Cassandra, fue atacado por un navio español de guerra, y todos mis hombres fueron capturados sin justificación. Más tarde, dos de ellos fueron asesinados por el capitán del barco, un tal Cazalla. Por fin, el mismo Cazalla interceptó un barco mercante inglés que transportaba, junto con otras cargas desconocidas para mí, a lady Sarah Almont, sobrina del gobernador de esta colonia.

»Ese español, Cazalla, oficial del rey Felipe, destruyó el barco mercante inglés, el Entrepid, y mató a todos los que estaban a bordo en un acto de despiadada violencia. Entre los asesinados se contaba uno de los favoritos de Su Majestad Carlos, un tal capitán Warner. Estoy seguro de que Su Majestad sufre en gran medida por la pérdida de ese caballero.

Hunter se calló unos instantes. El tribunal no conocía esta información y era evidente que no les complacía oírla.

El rey Carlos tenía una visión muy personal de la vida; su habitual buen temperamento podía cambiar rápidamente si uno de sus amigos resultaba herido o incluso tan solo insultado. Así que por un amigo muerto, era del todo inimaginable lo que podría hacer.

– Debido a estas diversas provocaciones -prosiguió Hunter-, y como represalia, atacamos la fortaleza española de Matanceros, pusimos en libertad a lady Almont y nos llevamos a modo de simbólica reparación una cantidad razonable y proporcionada de riquezas. Caballeros, no se trató de un acto de piratería. Se trató de una venganza justificada por unas atroces fechorías cometidas en el mar. Esta es la esencia y la auténtica naturaleza de mi conducta.

Se calló y miró las caras del tribunal. Ellos le devolvieron la mirada, impasibles e impenetrables. Era evidente que todos conocían la verdad.

– Lady Sarah Almont puede dar fe de mi testimonio, como todos los hombres a bordo de mi barco, si puede llamarse así. No hay ninguna verdad en la acusación que se me imputa, porque no puede haber piratería si media una provocación, y sin duda hubo la más grave de las provocaciones -concluyó, mirándolos a la cara.

Los miembros del tribunal seguían inexpresivos e impenetrables. Hunter sintió un frío gélido.

Hacklett se apoyó en la mesa.

– ¿Tenéis algo más que decir en respuesta a la acusación, señor Charles Hunter?

– Nada más -contestó Hunter-. He dicho todo lo que quería decir.

– Y con gran elocuencia, debo reconocer -comentó Hacklett. Los demás acogieron aquellas palabras con asentimientos y murmullos-. Pero la verdad de vuestro discurso es otra cuestión, y es la que ahora debemos considerar. Tened la bondad de informar a este tribunal de la intención con la que zarpó vuestro velero.

– Para talar madera -dijo Hunter.

– ¿Tenía patente de corso?

– La tenía, expedida por el propio sir James Almont.

– ¿Y dónde están esos documentos?

– Se perdieron con el Cassandra -contestó Hunter-, pero no tengo ninguna duda de que sir James confirmará su existencia.

– Sir James -dijo Hacklett- está muy enfermo y no puede ni confirmar ni negar nada ante este tribunal. Sin embargo, creo que podemos fiarnos de vuestra palabra y aceptar que tales documentos fueron emitidos.

Hunter hizo una ligera reverencia.

– Veamos -prosiguió Hacklett-. ¿Dónde fuisteis capturados por el navio de guerra español? ¿En qué aguas?

Instantáneamente, Hunter presintió el problema al que se enfrentaba y vaciló antes de responder, aunque era consciente de que esa vacilación dañaría su credibilidad. Decidió decir la verdad… o casi.

– En el Paso de los Vientos, al norte de Puerto Rico.

– ¿Al norte de Puerto Rico? -repitió Hacklett con una expresión de elaborada sorpresa-. ¿Acaso hay madera en esos lares?

– No -reconoció Hunter-, pero una poderosa tormenta nos arrastró durante dos días, así que nos desviamos mucho de nuestro rumbo inicial.

– Sin duda debió de ser así, porque Puerto Rico está al norte y al este, mientras que la madera se encuentra al sur y al oeste de Jamaica.

– No puede considerárseme responsable de las tormentas -objetó Hunter.

– ¿En qué fechas se produjo esa tormenta?

– El doce y el trece de septiembre.

– Es extraño -dijo Hacklett-, porque el tiempo fue apacible en Jamaica en esas fechas.

– El tiempo en el mar no siempre es similar al de tierra -comentó Hunter-, como sabe todo el mundo.

– El tribunal os da las gracias, señor Hunter, por vuestra lección de artes náuticas -dijo Hacklett-. Aunque no creo que tengáis mucho que enseñar a los caballeros aquí presentes, ¿verdad? -Soltó una risita-. Veamos, señor Hunter, disculpadme si no me dirijo a vos como capitán Hunter, ¿aseguráis, por consiguiente, que ni vuestro barco ni vuestra tripulación tuvo nunca la intención de atacar un asentamiento o dominio español?

– Lo aseguro.

– ¿Nunca concebísteis siquiera el propósito de urdir una agresión criminal?

– No. -Hunter habló con toda la firmeza de la que era capaz, ya que sabía que su tripulación no osaría contradecirle en ese punto. Reconocer el episodio de la votación en la bahía del Toro equivalía a declararse culpable de piratería.

– Sobre vuestra alma inmortal, ¿estáis dispuesto a jurar que jamás, en ningún lugar, hablasteis con miembros de vuestra tripulación de tal posibilidad?

– Sí, lo juro.

Hacklett hizo una pausa antes de seguir hablando.

– Permitidme recapitular, para estar seguro de haberos comprendido. Zarpasteis con la única intención de recoger madera y por pura desventura fuisteis empujados mucho más al norte de vuestro destino por una tormenta que ni siquiera rozó estos territorios. A continuación, fuisteis capturados por un navio español sin que mediara ninguna provocación por parte vuestra. ¿Es así? -Sí.

– Y después os enterasteis de que el mismo navio de guerra había atacado a un barco mercante inglés y había tomado como rehén a lady Sarah Almont, lo cual os brindó una causa para tomar represalias. ¿Es así? -Sí.

Hacklett volvió a callar.

– ¿Cómo os enterasteis de que el navio de guerra había capturado a lady Sarah Almont?

– Estaba a bordo del navio de guerra en el momento de nuestra captura -dijo Hunter-. Me enteré a través de un soldado español que se fue de la lengua.