– Qué oportuno.
– Sí, pero es la pura verdad. Cuando por fin logramos escapar, lo que espero que no constituya un crimen para este tribunal, perseguimos al navio hasta Matanceros y vimos cómo desembarcaban a lady Sarah y la conducían a la fortaleza.
– Así que, ¿atacasteis con el único propósito de preservar la virtud de una mujer inglesa? -La voz de Hacklett rebosaba sarcasmo.
Hunter miró las caras de los jueces una tras otra.
– Caballeros -dijo-, tengo entendido que la función de este tribunal no es determinar si soy o no un santo -se oyeron algunas risas-, sino únicamente si soy un pirata. Evidentemente estaba al corriente de que un galeón estaba anclado en el puerto de Matanceros. Era un botín muy valioso. Sin embargo, ruego al tribunal que tenga presente que existió una provocación que justificó tomar represalias, como nosotros hicimos; en realidad, hubo todo tipo de provocaciones que no admiten eruditas disquisiciones ni detalles legales.
Miró al secretario del tribunal cuya misión era tomar nota del proceso. Hunter se quedó asombrado al ver que el hombre estaba sentado tan tranquilo y no apuntaba nada.
– Decidnos -intervino Hacklett-, ¿cómo lograsteis escapar del navio de guerra español, una vez capturados?
– Fue gracias a los esfuerzos del francés Sanson, que demostró tener un enorme valor.
– ¿Tenéis una buena opinión de ese tal Sanson?
– Por supuesto, le debo la vida.
– Bien -dijo Hacklett. Se volvió en la silla-. ¡Que pase el primer testigo de la acusación, el señor André Sanson!
– ¡André Sanson!
Hunter se volvió y miró hacia la puerta. Asombrado, vio que Sanson entraba en la sala. El francés caminó rápidamente, con zancadas largas y desenvueltas, y se sentó en el banco de los testigos. Levantó la mano derecha.
– André Sanson, ¿prometéis y juráis solemnemente sobre los Santos Evangelios decir la verdad y ser un testigo leal entre el rey y el preso con relación al acto o los actos de piratería y rapiña de los que está acusado el señor Hunter aquí presente?
– Lo juro.
Sanson bajó la mano derecha y miró directamente a Hunter. Su mirada era plácida y vagamente compasiva; la sostuvo varios segundos, hasta que Hacklett habló.
– Señor Sanson.
– Señor.
– Señor Sanson, el señor Hunter nos ha ofrecido su versión de los hechos de su último viaje. Desearíamos oír su relato de la historia, como testigo cuyo valor ha sido alabado por el acusado. ¿Queréis hacer el favor de exponer cuál fue el propósito del viaje del Cassandra… tal como se os dio a entender en primera instancia?
– La tala de madera.
– ¿Os enterasteis de algo distinto en algún momento? -Sí.
– Explicaos ante el tribunal, por favor.
– Tras zarpar el nueve de septiembre -dijo Sanson-, el señor Hunter puso rumbo a la bahía del Toro. Allí comunicó a la tripulación que su destino era Matanceros, para capturar los tesoros españoles que allí se encontraban.
– ¿Y cuál fue su reacción?
– Me sorprendió mucho -dijo Sanson-. Le recordé al señor Hunter que tales ataques constituían piratería y se castigaban con la muerte.
– ¿Y cuál fue su respuesta?
– Juramentos y blasfemias -respondió Sanson-, y la advertencia de que si no participaba plenamente me mataría como a un perro y daría de comer mis pedazos a los tiburones.
– ¿Así que participó en todo lo que ocurrió a continuación bajo coacción y no voluntariamente?
– Así es.
Hunter miró a Sanson. El francés estaba tranquilo y sereno mientras hablaba. No se detectaba ninguna falsedad en sus palabras. Miraba a Hunter de vez en cuando, provocativamente, desafiándolo a contradecir la versión que estaba contando con tanta seguridad.
– ¿Y qué sucedió a partir de entonces?
– Pusimos rumbo a Matanceros, donde esperábamos lanzar un ataque por sorpresa.
– Disculpadme, ¿os referís a un ataque sin mediar provocación? -Sí.
– Continuad, os lo ruego.
– Mientras nos dirigíamos a Matanceros, encontramos un navio de guerra español. Cuando vieron que estábamos en inferioridad numérica, los españoles nos capturaron como piratas.
– ¿Y qué hicisteis?
– No tenía ningún deseo de morir en La Habana como pirata -dijo Sanson-, sobre todo teniendo en cuenta que hasta entonces me había visto obligado a seguir las órdenes del señor Hunter. Así que me escondí, y más tarde logré facilitar la huida de mis compañeros, confiando en que después decidirían volver a Port Royal.
– ¿Y no lo hicieron?
– Ni mucho menos. En cuanto el señor Hunter volvió a asumir el mando de su barco, nos obligó a poner rumbo a Matanceros como había sido su intención original.
Hunter no pudo contenerse más.
– ¿Que os obligué? ¿Cómo pude obligar a sesenta hombres?
– ¡Silencio! -aulló Hacklett-. El prisionero permanecerá en silencio o se le obligará a salir de la sala. -Hacklett volvió a mirar a Sanson-. ¿Cómo fue a partir de entonces vuestra relación con el prisionero?
– Mala -dijo Sanson-. Me puso los grilletes el resto del viaje.
– A continuación, ¿atacaron Matanceros y capturaron el galeón?
– Sí, caballeros -contestó Sanson-. Así fue como me encontré en el Cassandra: el señor Hunter subió a bordo del barco y decidió que el balandro no podía seguir navegando, tras el ataque a Matanceros. Me cedió el mando de aquella ruina de barco, lo cual era como abandonarme en una isla desierta, porque no se esperaba que sobreviviera en mar abierto. Me dejó una exigua tripulación de hombres que pensaban como yo. Nos dirigíamos hacia Port Royal cuando un huracán nos golpeó de improviso. Nuestro barco quedó destrozado y perdí a todos los hombres de la tripulación. Yo, en una chalupa, conseguí llegar a Tortuga y, desde allí, a Port Royal.
– ¿Qué sabéis de lady Sarah Almont?
– Nada.
– ¿Nada en absoluto?
– Nada hasta este momento -dijo Sanson-. ¿Existe esa persona?
– Parece que sí -contestó Hacklett, con una rápida mirada a Hunter-. El señor Hunter asegura haberla rescatado de Matanceros y haberla traído hasta aquí sana y salva.
– No estaba con él cuando se marchó de Matanceros -dijo Sanson-. Si esperáis que formule una hipótesis, diría que el señor Hunter atacó un barco mercante inglés y se llevó a la pasajera como botín y para justificar sus fechorías.
– Un suceso de lo más conveniente -comentó Hacklett-. ¿Por qué no se ha sabido nada de aquel barco mercante?
– Probablemente mató a todos los hombres que iban a bordo y lo hundió -especuló Sanson-. En su viaje de regreso de Matanceros.
– Una última pregunta -dijo Hacklett-. ¿Recordáis una tormenta en el mar los días doce y trece de septiembre?
– ¿Una tormenta? No, caballeros. No hubo ninguna tormenta.
Hacklett asintió.
– Gracias, señor Sanson. Podéis bajar.
– Como desee el tribunal -dijo Sanson. Y salió de la sala.
Hubo una larga pausa después de que la puerta se cerrara con un golpe seco. Los miembros del tribunal miraron a Hunter, que estaba pálido y temblando de rabia, pero intentó recuperar la compostura.
– Señor Hunter -dijo Hacklett-, ¿podríais atribuir a vuestra mala memoria las discrepancias existentes entre vuestra versión de los hechos y la que nos ha dado el señor Sanson, de quien vos mismo habéis hablado en términos tan elogiosos?
– Es un mentiroso. Un vil y miserable mentiroso.
– El tribunal está dispuesto a tomar en consideración esta acusación, si sois tan amable de ofrecer algún detalle útil que avale vuestra tesis.
– Solo cuento con mi palabra -dijo Hunter-, pero podéis obtener todas las pruebas que deseéis de la propia lady Sarah Almont, que contradecirá la versión del francés punto por punto.