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– Sin duda escucharemos su testimonio -afirmó Hacklett-. Pero antes de llamarla, desearíamos formular una pregunta que nos tiene perplejos. El ataque a Matanceros, justificado o no, se produjo el veintiuno de septiembre. Pero habéis regresado a Port Royal el veinte de octubre. Entre piratas, es de esperar que esta demora se explique únicamente por la decisión de fondear en una isla secreta para descargar el tesoro sustraído y, de ese modo, privar al rey de lo que le corresponde. ¿Cuál es vuestra explicación?

– Nos vimos mezclados en una batalla naval -dijo Hunter-. Después tuvimos que enfrentarnos con un huracán durante tres días. Estuvimos reparando el galeón durante cuatro días en una isla cercana a la Boca del Dragón. A continuación, zarpamos pero nos atacó un kraken…

– Disculpad. ¿Os referís a un monstruo de las profundidades?

– Sí.

– ¡Qué divertido! -Hacklett rió y los otros miembros del tribunal lo secundaron-. Vuestra imaginación para explicar el mes de retraso acumulado merece al menos nuestra admiración, si no nuestra credulidad. -Hacklett se volvió en su silla-. Convocad a lady Sarah Almont al banco de los testigos.

– ¡Lady Sarah Almont!

Un momento después, pálida y demacrada, lady Sarah entró en la sala, prestó juramento y esperó a ser interrogada. Hacklett, con modales solícitos, la miraba desde lo alto.

– Lady Sarah, antes que nada deseo daros la bienvenida a la colonia de Jamaica y disculparme por este indigno asunto que constituye con toda probabilidad vuestro primer contacto con la sociedad de esta región.

– Gracias, señor Hacklett -dijo ella, con una ligera reverencia. No miró a Hunter ni una sola vez, lo cual empezó a preocuparle.

– Lady Sarah -prosiguió Hacklett-, es de crucial importancia para este tribunal aclarar si fue capturada por los españoles y posteriormente liberada por el capitán Hunter, o si fue capturada en primer lugar por el capitán Hunter. ¿Puede iluminarnos sobre el particular? -Sí.

– Hablad libremente.

– Iba a bordo del mercante Entrepid -comenzó ella-, en viaje de Bristol a Port Royal cuando…

Se le quebró la voz. Hubo un largo silencio. Miró a Hunter. Él la miró a los ojos, que parecían más asustados que nunca.

– Adelante, os lo ruego.

– … cuando avistamos un navio español en lontananza. Abrió fuego contra nosotros y fuimos capturados. Me sorprendió descubrir que el capitán del navio español era un inglés.

– ¿Se refiere a Charles Hunter, el prisionero que tenéis ahora delante?

– Sí.

– Continuad, por favor.

Hunter apenas oyó el resto de su testimonio. Contó que él la había subido a bordo del galeón y después había exterminado a la tripulación inglesa, prendiendo fuego al mercante; luego, para justificar el ataque contra Matanceros, le había pedido que mintiera y declarara que él la había salvado de los españoles. Habló con voz aguda y tensa, muy apresuradamente, como si no viera el momento de acabar con aquel asunto.

– Gracias, lady Sarah. Podéis retiraros.

Ella salió de la sala.

Los miembros del tribunal miraron a Hunter, siete hombres con caras impasibles y frías, como si ya estuvieran ante un muerto. Hubo un largo silencio.

– La testigo no nos ha contado nada acerca de vuestra pintoresca aventura en la Boca del Dragón, o del encuentro con el monstruo marino. ¿Tenéis alguna prueba de ello? -preguntó Hacklett suavemente.

– Solo esto -dijo Hunter, y rápidamente se desnudó hasta la cintura.

En el pecho se apreciaban las escoriaciones y las cicatrices causadas por las gigantescas ventosas, grandes como platos: una visión aterradora. Los miembros del tribunal se sobresaltaron y murmuraron entre ellos.

Hacklett golpeó con el martillo para restablecer el orden.

– Un interesante entretenimiento, señor Hunter, pero en absoluto convincente a los ojos de los caballeros presentes. No es difícil imaginar los medios que habéis empleado, en vuestra desesperada situación, para simular el encuentro con el monstruo. El tribunal no está convencido.

Hunter miró las caras de los siete hombres y vio que sí estaban convencidos. Pero el martillo de Hacklett volvió a golpear.

– Charles Hunter -dictaminó Hacklett-, este tribunal os declara culpable del crimen de piratería y rapiña en el mar, según el acta de acusación. ¿Podéis aportar alguna razón para que esta sentencia no se cumpla?

Hunter esperó. Se le ocurrieron mil juramentos e insultos, pero ninguno que sirviera para nada.

– No -dijo en voz baja.

– No os he oído, señor Hunter.

– He dicho que no.

– En ese caso, Charles Hunter, se ordena que vos y todos los hombres de vuestra tripulación seáis devueltos a la prisión, y que el lunes próximo seáis conducidos al lugar de ejecución, en la plaza de High Street de la ciudad de Port Royal, donde seréis colgado de la horca hasta morir. Después, vuestros cadáveres serán descolgados y colgados de las vergas de vuestro barco. Que Dios se apiade de vuestras almas. Guardia, devolvedlo a la celda.

Hunter fue conducido fuera de la sala de justicia. Al cruzar la puerta, oyó la risa de Hacklett: su cacareo peculiar y estridente. La puerta se cerró y lo acompañaron a la cárcel.

35

Lo condujeron a una celda distinta; por lo visto, los carceleros de Marshallsea no diferenciaban las unas de las otras. Hunter se sentó sobre la paja del suelo y consideró su situación desde todos los ángulos. No podía creer lo que había sucedido, y estaba más furioso de lo que había estado nunca.

Llegó la noche y la prisión quedó en silencio, excepto por los ronquidos y los suspiros de los detenidos. Hunter se estaba adormilando cuando oyó una voz conocida que siseaba:

– ¡Hunter!

Se incorporó.

– ¡Hunter!

Conocía esa voz.

– Susurro -dijo-. ¿Dónde estás?

– En la celda de al lado.

Todas las celdas se abrían por delante, así que no podía ver la siguiente celda, pero si apretaba la mejilla contra la pared de piedra, podía oír bastante bien.

– Susurro, ¿cuánto tiempo llevas aquí?

– Una semana, Hunter. ¿Os han procesado?

– Sí.

– ¿Y os han declarado culpable?

– Sí.

– A mí también -siseó Susurro-. Acusado de robo. Es falso.

El robo, como la piratería, se castigaba con la pena capital.

– Susurro -dijo-, ¿qué le ha sucedido a sir James?

– Dicen que está enfermo -siseó Susurro-, pero no lo está. Está sano, pero encerrado bajo vigilancia, en la mansión del gobernador. Su vida corre peligro. Hacklett y Scott han asumido el control. Han dicho a todos que sir James está a punto de morir.

Hacklett debía de haber amenazado a lady Sarah, pensó Hunter, y la había obligado a testificar en falso.

– Corren más rumores -siseó Susurro-. Parece que la señora Emily Hacklett está encinta.

– ¿Y?

– Por lo visto, su esposo, el gobernador en funciones, no había cumplido los deberes conyugales con su mujer. No es capaz de hacerlo. En consecuencia, su estado es motivo de irritación.

– Entiendo -dijo Hunter.

– Habéis puesto en ridículo a un tirano, y ahora se vengará de vos.

– ¿Y Sanson?

– Llegó solo, en una barca. Sin tripulación. Contó que todos sus hombres habían muerto en un huracán, salvo él.

Hunter apretó la mejilla contra la pared de piedra, sintiendo la fría humedad como una especie de sólido consuelo.

– ¿Qué día es hoy?

– Sábado.

Hunter tenía dos días antes de la ejecución. Suspiró, se sentó y miró a través de los barrotes de la ventana las nubes que pasaban frente a una luna pálida y menguante.

La mansión del gobernador estaba construida con sólidos ladrillos, como una especie de fortaleza, en el extremo norte de Port Royal. En el sótano, fuertemente custodiado, sir James Almont yacía en un lecho, consumido por la fiebre. Lady Sarah Almont le aplicó una toalla fría sobre la frente ardorosa y le rogó que respirara más pausadamente.