En aquel momento, el señor Hacklett y su esposa entraron en la estancia.
– ¡Sir James!
Almont, con los ojos vidriosos por la fiebre, miró a su ayudante.
– ¿Qué pasa ahora?
– Hemos procesado al capitán Hunter. Lo ahorcaremos el próximo lunes, como a un vulgar pirata.
Al oírlo, lady Sarah se volvió. Tenía lágrimas en los ojos.
– ¿Dais vuestra aprobación, sir James?
– Lo que… decidáis… será lo mejor… -dijo sir James respirando con dificultad.
– Gracias, sir James. -Hacklett se rió, giró sobre sus talones y salió de la estancia.
La puerta se cerró pesadamente.
De inmediato, sir James se puso alerta. Miró a Sarah con el ceño fruncido.
– Quítame este maldito trapo de la frente, muchacha. Tengo mucho que hacer.
– Pero tío…
– ¡Maldición! ¿Es que no entiendes nada? He pasado todos estos años en esta colonia dejada de la mano de Dios, financiando expediciones corsarias y esperando el momento en el que uno de mis bucaneros me trajera un galeón español, cargado de tesoros. Y por fin ha sucedido. ¿Acaso no comprendes lo que significa?
– No, tío.
– Una décima parte del botín será para Carlos -le explicó Almont-. Y el noventa por ciento restante se lo repartirán Hacklett y Scott. Puedes creerme.
– Pero me advirtieron…
– Olvida sus advertencias. Yo sé qué está sucediendo. He esperado cuatro años para este momento, y no permitiré que me lo arrebaten. Ni lo permitirán los demás valientes habitantes de esta…, de esta pía ciudad. No me dejaré estafar por un truhán moralista e imberbe y un mujeriego refinado vestido con uniforme militar. Hunter debe ser liberado.
– Pero ¿cómo? -inquirió lady Sarah-. Lo ejecutarán dentro de dos días.
– Ese perro viejo -dijo Almont- no colgará de ninguna verga, te lo prometo. La ciudad le apoya.
– ¿En qué sentido?
– Porque tiene deudas pendientes, y si regresa a casa las pagará generosamente. Con intereses. A mí y a otros. Solo necesitamos liberarlo…
– Pero ¿cómo? -insistió lady Sarah.
– Pregúntale a Richards -indicó Almont.
Una voz procedente de un rincón apartado y en la penumbra de la estancia, dijo:
– Yo hablaré con Richards.
Lady Sarah se volvió de golpe. Miró a Emily Hacklett.
– Tengo una cuenta pendiente -dijo Emily Hacklett, y salió de la estancia.
Cuando estuvieron solos, lady Sarah preguntó a su tío:
– ¿Será suficiente?
Sir James Almont soltó una risita.
– Sin la menor duda, querida mía -dijo-. Sin la menor duda. -Se rió ruidosamente-. Antes de mañana veremos correr la sangre en Port Royal. Puedes estar segura de ello.
– Estoy deseoso de ayudaros, señora -dijo Richards.
El fiel mayordomo se estaba volviendo loco desde hacía semanas por la injusticia cometida con su amo, recluido bajo vigilancia.
– ¿Quién puede entrar en Marshallsea? -preguntó la señora Hacklett.
Ella había visto el edificio por fuera, pero evidentemente no había entrado en él. De hecho era imposible que entrara nunca. Ante un crimen, una mujer de alta cuna torcía el gesto y volvía la cara para mirar a otra parte.
– ¿Podéis entrar en la prisión?
– No, señora -contestó Richards-. Vuestro marido ha ordenado que una guardia especial vigile la prisión; me descubrirían inmediatamente y me impedirían entrar.
– Entonces, ¿quién puede?
– Una mujer -dijo Richards.
Era costumbre que a los prisioneros la comida y los efectos personales se los proporcionaran los amigos y familiares.
– ¿Qué mujer? Debe ser una mujer astuta, que pueda evitar que la registren.
– Solo se me ocurre una -dijo Richards-. La señorita Sharpe.
La señora Hacklett asintió. Recordaba a la señorita Sharpe, una de las treinta y siete convictas que habían llegado en el Godspeed. Desde entonces, la señorita Sharpe se había convertido en la cortesana más solicitada del puerto.
– Arregladlo -dijo la señora Hacklett-, sin demora.
– ¿Y qué debo prometerle?
– Decidle que el capitán Hunter la recompensará generosamente y con justicia. Estoy segura de que lo hará.
Richards asintió, pero después vaciló.
– Señora -dijo-, confío que comprendáis las consecuencias de liberar al capitán Hunter.
Con una frialdad que provocó a Richards un estremecimiento en la columna, la mujer respondió:
– No solo las comprendo sino que estoy impaciente. -Muy bien, señora -dijo Richards y se alejó en la noche.
En la oscuridad, las tortugas reunidas en Chocolate Hole emergieron a la superficie haciendo chocar sus afiladas fauces. No lejos de allí, la señorita Sharpe, ataviada con volantes y riendo, esquivó coquetamente a uno de los guardias que quería tocarle los pechos. Le mandó un beso y siguió caminando a la sombra del alto muro de Marshallsea. Llevaba en las manos un cazo con estofado de tortuga.
Otro guardia, taciturno y bastante borracho, la acompañó a la celda de Hunter. Metió la llave en la cerradura y se quedó inmóvil.
– ¿Por qué dudas? -preguntó ella.
– ¿Qué cerradura se ha abierto nunca sin una voluptuosa vuelta?
– Es mejor que la cerradura esté bien lubrificada -contestó ella mirándolo lascivamente.
– Sí, señora, y también que la llave sea la adecuada.
– Creo que tienes la llave -dijo ella-. En cuanto a la cerradura, bueno, eso tendrá que esperar un momento mejor. Déjame unos minutos con este perro hambriento y te prometo que después podrás darle una vuelta que no olvidarás.
El guardia rió y abrió la puerta. Ella entró y oyó cómo la cerraban otra vez con llave. El guardia se quedó allí vigilando.
– Concédeme unos minutos a solas con este hombre -dijo ella-, en nombre de la decencia.
– No está permitido.
– ¿A quién le importa? -preguntó ella, y se lamió los labios con expresión lasciva.
Él le sonrió y se marchó.
En cuanto se fue, ella dejó el cazo de estofado en el suelo y miró a Hunter. Él no la reconoció, pero estaba hambriento, y el olor del estofado de tortuga era fuerte y agradable.
– Qué amable eres -dijo.
– No tienes ni idea -contestó ella, y con un gesto rápido, cogió el dobladillo de la falda y se la levantó hasta la cintura. El movimiento fue de una lascivia asombrosa, pero más asombroso fue lo que dejó a la vista.
Atada a las pantorrillas y a los muslos llevaba una auténtica armería: dos cuchillos y dos pistolas.
– Dicen que mis partes más recónditas son peligrosas -dijo-; ahora sabes por qué.
Rápidamente, Hunter cogió las armas y se las guardó al cinto.
– No las descargues antes de tiempo.
– Puedes contar con mi capacidad de dominio.
– ¿Hasta cuándo puedo contar?
– Hasta cien -respondió Hunter-. Es una promesa.
Ella miró en dirección al guardia.
– Te recordaré tu promesa más adelante -añadió ella-. Por el momento, ¿debo dejarme violar?
– Creo que es lo mejor -dijo Hunter y la echó en el suelo.
Cuando ella empezó a chillar y a pedir ayuda, el guardia acudió corriendo. Enseguida supo qué ocurría; abrió apresuradamente la puerta y entró en la celda.
– Maldito pirata -gruñó. Pero, en ese instante, el cuchillo en la mano de Hunter se hundió en su cuello, y el hombre retrocedió, agarrando la hoja por debajo de la barbilla. Cuando se la arrancó, la sangre brotó como de un surtidor sibilante; a continuación, cayó y murió.
– Rápido, señorita -dijo Hunter, ayudando a Anne Sharpe a levantarse.
Los demás detenidos en Marshallsea permanecieron en silencio; lo habían oído todo pero se quedaron totalmente callados. Hunter abrió las puertas de las celdas y después entregó las llaves a los hombres para que terminaran la tarea.