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– ¿Cuántos guardias hay en la puerta? -preguntó a Anne Sharpe.

– He visto cuatro -dijo-, y otra docena en los bastiones.

Esto sería un problema para Hunter. Los guardias eran ingleses y no tenía estómago para matarlos.

– Debemos utilizar una estratagema -comentó-. Haz que venga el capitán de los guardias.

Ella asintió y salió al patio. Hunter se quedó atrás, en la sombra.

Hunter no se maravilló por la compostura de aquella mujer, que acababa de ver cómo mataba brutalmente a un hombre. No estaba acostumbrado a las mujeres que se desmayaban por cualquier cosa, tan en boga en las cortes francesa y española. Las mujeres inglesas tenían el temperamento duro, en cierto sentido eran más duras que los hombres, y esto podía aplicarse tanto a las mujeres del pueblo como a las aristócratas.

El capitán de la guardia de Marshallsea se acercó a Anne Sharpe; hasta el último momento no vio el cañón de la pistola de Hunter sobresaliendo de las sombras. Hunter le indicó que se acercara.

– Escúchame bien -dijo el capitán-. Haz bajar a tus hombres y ordénales que tiren los mosquetes al suelo; de este modo nadie saldrá herido. O puedes resistirte y todos morirán.

El capitán de la guardia dijo:

– Esperaba con ansia que huyerais señor, y espero que lo recordéis en el futuro.

– Ya veremos -dijo Hunter, sin prometer nada.

Con voz formal, el capitán añadió:

– El comandante Scott tomará medidas contra vos por la mañana.

– El comandante Scott -dijo Hunter- no vivirá hasta mañana. Ahora decide.

– Espero que recordéis…

– Puede que me acuerde de no degollarte -dijo Hunter.

El capitán de la guardia ordenó a sus hombres que bajaran y Hunter supervisó personalmente que todos fueran encerrados en las celdas de Marshallsea.

Tras dar instrucciones a Richards, la señora Hacklett volvió junto a su marido. Estaba en la biblioteca, tomando una copa después de cenar en compañía del comandante Scott. En los últimos días ambos hombres se habían aficionado a la bodega de vinos del gobernador, y se habían propuesto dar buena cuenta de las reservas antes de que el gobernador se recuperara.

Cuando llegó la señora ya estaban borrachos.

– Querida mía -saludó su esposo al verla entrar en la habitación-, llegáis en el momento más oportuno.

– ¿De verdad?

– De verdad -dijo Robert Hacklett-. Justo ahora estaba contando al comandante Scott cómo os hicisteis embarazar por el pirata Hunter. Sin duda sabéis que pronto se balanceará en la brisa hasta que su carne se pudra hasta los huesos. En este clima extremo, tengo entendido que sucede muy rápidamente. Pero estoy seguro de que entendéis de cosas rápidas, ¿no es cierto? Hablando de vuestra seducción, el comandante Scott no estaba informado de los detalles del asunto. Acabo de ponerlo al día.

La señora Hacklett se ruborizó.

– ¡Qué tímida! -exclamó Hacklett, en un tono inequívocamente hostil-. Nadie diría que es una vulgar ramera. Y sin embargo es lo que es. ¿Cuánto creéis que pueden valer sus favores?

El comandante Scott olió un pañuelo perfumado.

– ¿Puedo ser franco?

– Os lo ruego, sed franco. Sed franco.

– Es demasiado flaca para los gustos en boga.

– A Su Majestad le gustaba mucho.

– Tal vez, tal vez, pero no es el gusto predominante, ¿verdad? Nuestro rey manifiesta cierta inclinación por las extranjeras de sangre caliente…

– Así sea -dijo Hacklett con irritación-. ¿Cuánto podría pedir?

– Diría que no podría pedir más de… bueno, teniendo en cuenta que ha empuñado la lanceta real… pero no más de cien reales.

La señora Hacklett, sonrojada, se volvió para marcharse.

– No tengo intención de soportar más impertinencias.

– Por el contrario -dijo su esposo, saltando de su sillón y bloqueándole el paso-. Debéis soportar mucho más. Comandante Scott, sois un caballero con experiencia mundana. ¿Pagaríais cien reales?

Scott bebió vino y tosió.

– No, no señor -dijo.

Hacklett agarró la muñeca de su esposa.

– ¿Qué precio pagaríais?

– Cincuenta reales.

– ¡Hecho! -aceptó Hacklett.

– ¡Robert! -protestó su esposa-. Por el amor de Dios, Robert…

Robert Hacklett golpeó a su mujer en la cara con tal fuerza que la hizo retroceder y caer sobre un sillón.

– Bien, comandante -dijo Hacklett-. Sé que sois un hombre de palabra. Os fiaré, por esta vez.

Scott miró por encima del borde de su copa. -¿Eh?

– He dicho que os fiaré en esta ocasión. Disfrutad de vuestro dinero.

– ¿Eh? Queréis decir que… -Hizo un gesto en dirección a la señora Hacklett, que los miraba con ojos aterrorizados.

– Por supuesto, y con rapidez, además.

– ¿Aquí? ¿Ahora?

– Exactamente, comandante. -Hacklett, muy borracho, cruzó la estancia y posó las manos en los hombros del soldado-. Y yo observaré, para divertirme.

– ¡No! -gritó la señora Hacklett.

Su grito fue atroz, pero ninguno de los dos hombres pareció oírlo. Se miraron, totalmente borrachos.

– La verdad -dijo Scott- es que no creo que sea prudente.

– Tonterías -le contradijo Hacklett-. Sois un caballero y tenéis una reputación que defender. Al fin y al cabo, se trata de una mujer digna de un rey… o al menos que una vez fue digna de un rey. A por ella, muchacho.

– Al diablo -decidió el comandante Scott, poniéndose de pie con dificultad-. Al diablo, claro que lo haré, señor. Lo que es bueno para un rey es bueno para mí. Lo haré. -Y empezó a desabrocharse los calzones.

El comandante Scott estaba demasiado borracho y no acertaba con los cierres. La señora Hacklett empezó a gritar, pero su esposo cruzó la biblioteca y la golpeó en la cara, partiéndole el labio. Un hilo de sangre le resbaló por la barbilla.

– La puta de un pirata, o de un rey, no debe darse aires. Comandante Scott, disfrutad.

Scott avanzó hacia la mujer.

– Sácame de aquí -susurró el gobernador Almont a su sobrina.

– Pero ¿cómo, tío?

– Mata al guardia -indicó él dándole una pistola.

Lady Sarah Almont cogió la pistola en las manos, sintiendo la forma desconocida del arma.

– Se carga así-dijo Almont, mostrándoselo-. ¡Con cuidado! Ve a la puerta, dile que quieres salir y dispara.

– ¿Cómo disparo?

– Directamente a la cara. No cometas errores, querida mía.

– Pero tío…

Él la miró con furia.

– Estoy enfermo -dijo-. Ayúdame.

Ella dio unos pasos hacia la puerta.

– Directo a la boca -dijo Almont, con cierta satisfacción-. Se lo ha ganado, ese perro traidor.

Sarah llamó a la puerta.

– ¿Qué deseáis, señora? -preguntó el guardia.

– Abre -dijo ella-. Quiero salir.

Se oyeron chirridos y un chasquido metálico mientras el soldado abría los cerrojos. La puerta se abrió. Sarah vio un momento al guardia, un joven de diecinueve años, de cara fresca e inocente, y expresión tímida.

– Lo que desee la señora…

Ella le disparó a los labios. La explosión le sacudió el brazo y a él lo hizo retroceder como si hubiera recibido un puñetazo. Se retorció y cayó al suelo, encogido. Ella vio horrorizada que el joven no tenía cara, solo una masa sanguinolenta sobre los hombros. El cuerpo se retorció en el suelo un momento. Por una pierna, bajo los pantalones, comenzó a deslizarse la orina, y en la estancia se propagó un olor agrio a defecación. Después, el guardia se quedó inmóvil.

– Ayúdame a moverme -gimió su tío, el gobernador de Jamaica, sentándose en la cama con expresión de dolor.

Hunter reunió a sus hombres en el extremo norte de Port Royal, cerca de la península. Su problema inmediato era eminentemente político: revocar la condena emitida contra él. Desde un punto de vista práctico, ahora que había escapado, los ciudadanos le apoyarían y no le encarcelarían de nuevo.