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Por fin llegó a aquel lugar nuevo, donde todo le pareció raro y desconocido. Sin embargo, no sintió miedo porque estaba segura de que gustaría al gobernador, al igual que había gustado a los otros hombres que habían cuidado de ella.

Terminado el baño, la vistieron con un traje de lana teñida y una blusa de algodón. Era la ropa más refinada que se ponía en más de tres meses, y le produjo un momento de placer sentir la tela sobre la piel. La negra abrió la puerta y le hizo una seña para que la siguiera.

– ¿Adonde vamos?

– A ver al gobernador.

La acompañó por un largo y ancho pasillo. El suelo era de madera, pero irregular. A Anne le pareció extraño que un hombre tan importante como el gobernador viviera en una casa tan tosca. Muchos hombres corrientes de Londres tenían viviendas mejor construidas que aquella.

La negra llamó a una puerta y un escocés de expresión maliciosa la abrió. Anne vio un dormitorio y al gobernador de pie junto a la cama, en camisón y bostezando. El escocés indicó a Anne que entrara.

– Ah -dijo el gobernador-. Señorita Sharpe. Debo decir que vuestro aspecto se ha beneficiado en gran manera de las abluciones.

Anne no entendió exactamente qué le decía, pero si él estaba complacido, ella también lo estaba. Hizo una reverencia, como le había enseñado su madre.

– Richards, puedes dejarnos solos.

El escocés asintió y cerró la puerta. Anne se quedó a solas con el gobernador. Lo miró a los ojos.

– No te asustes, querida mía -dijo él en tono amable-. No hay nada que temer. Acércate a la ventana, Anne. Allí hay más luz.

Ella obedeció.

Él la miró en silencio un buen rato y finalmente dijo:

– Sabes que en tu juicio se te acusó de brujería.

– Lo sé, excelencia. Pero no es cierto.

– Estoy seguro de que no lo es, Anne. Pero se dijo que llevabas los estigmas de un pacto con el diablo.

Lo juro, excelencia -rogó ella, sintiéndose nerviosa por primera vez-. No tengo nada que ver con el diablo.

– Te creo, Anne -dijo, sonriéndole-. Pero es mi deber verificar que no tienes estigmas.

– Os lo juro, excelencia.

– Te creo -dijo él-. Pero debes quitarte la ropa.

– ¿Ahora excelencia?

– Sí, ahora.

Ella miró a su alrededor, un poco perpleja.

– Puedes dejar la ropa sobre la cama, Anne.

– Sí, excelencia.

El la miró mientras se desnudaba. Anne percibió el brillo de sus ojos y dejó de tener miedo. El ambiente era caluroso y se sentía a gusto sin la ropa.

– Eres una muchacha preciosa, Anne.

– Gracias, excelencia.

Se quedó quieta, desnuda, y él se acercó. Se detuvo para ponerse los anteojos y después le examinó los hombros.

– Date la vuelta lentamente.

Ella obedeció. El la escrutó detenidamente.

– Levanta los brazos por encima de la cabeza.

La joven lo hizo y él le examinó las axilas.

– Normalmente los estigmas se encuentran en las axilas o en los pechos -dijo él-. O en las partes pudendas. -Le sonrió-. No sabes de qué hablo, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

– Échate en la cama, Anne.

Ella se echó en la cama.

– Ahora completaremos el examen -dijo él con seriedad.

Metió los dedos entre el vello púbico y observó la piel de ella con la nariz a dos centímetros de su vagina. Anne temía ofenderlo, pero la situación le parecía grotesca; además le hacía cosquillas, así que empezó a reír.

Él la miró enfadado un momento, pero después también rió y se quitó el camisón. La tomó sin ni siquiera quitarse los anteojos; ella sintió la montura de metal contra su oreja. Le dejó hacer. No duró mucho y después pareció satisfecho, así que ella también se quedó contenta.

Echados en la cama, él le preguntó por su vida y sus experiencias en Londres y por la travesía a Jamaica. La joven le describió cómo se divertían la mayoría de las mujeres entre ellas o con miembros de la tripulación, pero ella dijo que no lo había hecho. No era exactamente cierto, pero, como solo había estado con el capitán Morton, era casi verdad. Después le habló de la tormenta que se había desatado justo cuando habían avistado la tierra de las Indias, y cómo los había zarandeado durante dos días.

Se dio cuenta de que el gobernador Almont no le prestaba mucha atención; sus ojos tenían otra vez aquella expresión grotesca. Aun así, ella siguió hablando. Le contó que, terminada la tormenta el día amaneció despejado y pudieron ver tierra, con un puerto y una fortaleza, y un gran navio español en el puerto. Y que el capitán Morton temía ser atacado por ese navio de guerra español que sin duda había visto al mercante inglés. Pero el navio español, no salió del puerto.

– ¿Qué? -preguntó el gobernador Almont, con voz aguda. Inmediatamente saltó de la cama.

– ¿Qué sucede?

– ¿Un navio español os vio y no os atacó?

– En efecto, excelencia -dijo ella-. Fue un gran alivio.

– ¿Alivio? -gritó Almont. No daba crédito a sus oídos-. ¿Os sentisteis aliviados? ¡Santo cielo! ¿Cuándo sucedió?

Ella se encogió de hombros.

– Hace tres o cuatro días.

– Y era un puerto con una fortaleza, dices.

– Sí.

– ¿En qué lado estaba la fortaleza?

Ella, confundida, sacudió la cabeza.

– No lo sé.

– Veamos -dijo Almont, vistiéndose apresuradamente-, ¿mirando hacia la isla y el puerto desde el mar, la fortaleza se encontraba a la derecha o a la izquierda?

– A este lado -dijo ella, señalando con el brazo derecho.

– ¿Y la isla tenía un pico alto? ¿Era una isla muy verde y muy pequeña?

– Sí, exactamente, excelencia.

– ¡Por la sangre de Cristo! -exclamó Almont-. ¡Richards! ¡Richards! ¡Llama a Hunter!

El gobernador salió corriendo de la estancia, dejándola sola y desnuda en la cama. Convencida de que le había causado algún disgusto, Anne se echó a llorar.

6

Llamaron a la puerta. Hunter se volvió en la cama; vio la ventana abierta y el sol que entraba a raudales.

– Largo -murmuró.

La muchacha que estaba a su lado cambió de posición, pero no se despertó.

Llamaron de nuevo.

– ¡Largo, maldita sea!

La puerta se abrió y la señora Denby asomó la cabeza.

– Disculpe, capitán Hunter, pero ha llegado un mensajero de la mansión del gobernador. El gobernador requiere vuestra presencia esta noche para cenar, capitán Hunter. ¿Qué debo decirle?

Hunter se frotó los ojos. Parpadeó, deslumhrado.

– ¿Qué hora es?

– Las cinco, capitán.

– Decidle al gobernador que allí estaré.

– Sí, capitán Hunter. Ah, capitán…

– ¿Qué sucede?

– El francés de la cicatriz está abajo y pregunta por vos.

Hunter gruñó.

– Entendido, señora Denby.

La puerta se cerró y Hunter saltó de la cama. La muchacha seguía durmiendo, roncando ruidosamente. El capitán miró alrededor de la estancia, pequeña y atestada; había una cama, un baúl de marinero con sus pertenencias en un rincón, una bacinilla bajo la cama, una jofaina de agua. Tosió y empezó a vestirse, pero se paró para orinar por la ventana, a la calle. Le llegó una maldición. Hunter sonrió y siguió vistiéndose, tras elegir el único jubón bueno del baúl y el último par de mallas sin demasiados rotos. Finalmente se ciñó el cinturón de oro con la daga corta, y después, en una decisión de última hora, cogió una pistola, la cargó, colocó la bala con una baqueta para que no se moviera dentro del cañón y se la metió también en el cinto.

Este es el ritual de cada tarde del capitán Charles Hunter, cuando se despertaba a la puesta de sol. Solo tardaba cinco minutos, porque Hunter no era un hombre quisquilloso. Tampoco era un puritano, se dijo; volvió a mirar a la muchacha dormida, cerró la puerta y bajó la escalera de madera, estrecha y que crujía bajo sus pies, hacia el salón de la posada de la señora Denby.