Pero también desde un punto de vista práctico debía reaccionar contra la injusticia con que había sido tratado, porque la reputación de Hunter estaba en juego.
Repasó mentalmente los ocho nombres:
Hacklett.
Scott.
Lewisham, el juez del Almirantazgo.
Foster y Poorman, los mercaderes.
El teniente Dodson.
James Phips, capitán de mercante.
Y por último, pero no menos importante, Sanson.
Todos esos hombres habían actuado a sabiendas de que cometían una injusticia. Y todos sacarían provecho de que confiscaran su botín.
Las leyes de los corsarios eran muy claras; este tipo de conjuras merecían inevitablemente la muerte y la confiscación de la parte asignada. Pero, al mismo tiempo, se vería obligado a matar a varias personalidades de la ciudad. No sería difícil, pero podría pasarlo mal posteriormente, si sir James no sobrevivía para ayudarle.
Si sir James no había perdido su brío, debía de haber escapado hacía tiempo. Hunter decidió confiar en ello. Mientras tanto, tendría que matar a los que le habían traicionado.
Poco antes del alba, ordenó a los hombres que se escondieran en las Blue Hills, al norte de Jamaica, y que se quedaran allí dos días.
Entonces, solo, volvió a la ciudad.
36
Foster, un próspero mercader de seda, poseía una gran casa en Pembroke Street, al nordeste de los astilleros. Hunter se introdujo por la parte trasera, cruzando la cocina exterior. Subió al segundo piso donde estaba el dormitorio principal.
Encontró a Foster en la cama durmiendo, con su esposa. Hunter lo despertó apretando una pistola ligeramente bajo su nariz.
Foster, un hombre obeso de cincuenta años, roncó, hizo una mueca e intentó volverse, pero Hunter le apretó el cañón de la pistola en un orificio de la nariz.
Foster parpadeó y abrió los ojos. Se sentó en la cama, sin decir una palabra.
– No te muevas -murmuró su esposa adormilada-. No dejas de dar vueltas.
Pero no se despertó. Hunter y Foster se miraron. Foster miraba a Hunter y a la pistola, una y otra vez.
Por fin, Foster alzó un dedo y se levantó silenciosamente de la cama. Su esposa seguía durmiendo. Vestido únicamente con el camisón, Foster cruzó la habitación hacia una cómoda.
– Os recompensaré -susurró-. Mirad esto. -Abrió un compartimiento falso y sacó un saquito de oro muy pesado-. Hay más, Hunter. Os pagaré lo que queráis.
Hunter no dijo nada. Foster extendió el brazo con el saco de oro. Su brazo temblaba.
– Por favor -susurró-. Por favor, por favor…
Se puso de rodillas.
– Por favor, Hunter, os lo ruego, por favor.
Hunter le disparó a la cara. El cuerpo cayó hacia atrás, y las piernas se levantaron en el aire, con los pies desnudos pataleando. En la cama, la mujer siguió sin despertarse; se dio la vuelta y siguió roncando.
Hunter recogió el saco de oro y salió tan silenciosamente como había entrado.
Poorman, a pesar de su apellido, era un rico comerciante de plata y estaño. Su casa estaba en High Street. Hunter lo encontró durmiendo, apoyado en la mesa de la cocina, con una botella de vino medio vacía delante.
Hunter cogió un cuchillo de cocina y le cortó ambas muñecas. Poorman se despertó aturdido, vio a Hunter, y después la sangre que caía sobre la mesa. Levantó las manos ensangrentadas, pero no podía moverlas porque los tendones estaban cortados. Las manos cayeron inertes, como los dedos de una muñeca, y empezaron a adquirir un color blanco grisáceo.
Dejó caer los brazos sobre la mesa. Contempló la sangre que se encharcaba sobre la madera y se filtraba por las grietas del suelo. Volvió a mirar a Hunter. Su expresión era extraña, confundida.
– Habría pagado -dijo ásperamente-. Os habría dado lo que… lo que…
Se levantó de la mesa, oscilando, mareado, sujetándose las manos heridas bajo los codos. En el silencio de la habitación, la sangre repiqueteaba sobre el suelo con un ruido amplificado.
– Os habría… -empezó Poorman, y entonces cayó de espaldas al suelo-. Sí, sí, sí, sí-dijo, cada vez con voz más débil.
Hunter se volvió, sin esperar a que el hombre muriera. Se adentró de nuevo en la noche y caminó furtivamente por las calles oscuras de Port Royal.
Encontró al teniente Dodson por casualidad. El soldado iba dando tumbos por la calle, cantando borracho, y con dos rameras al lado. Hunter lo vio en un extremo de High Street; retrocedió, se metió rápidamente en Queen Street y dobló hacia el este en Howell Alley, a tiempo de tropezar con Dodson en la esquina.
– ¿Quién va? -preguntó Dodson en voz alta-. ¿No sabes que hay toque de queda? Desaparece si no quieres acabar en Marshallsea.
Desde la sombra, Hunter dijo:
– Acabo de salir de allí.
– ¿Eh? -preguntó Dodson, ladeando la cabeza hacia la voz-. ¿Qué significa esta tontería? Te haré…
– ¡Hunter! -gritaron las rameras, y salieron corriendo.
Sin nadie en quien apoyarse, Dodson cayó en el barro.
– ¡Maldito hijo de mala madre! -gruñó, e intentó levantarse-. Mira cómo ha quedado mi uniforme, maldita sea. -Estaba cubierto de barro y excrementos.
Ya estaba de rodillas cuando las palabras de las mujeres de repente se abrieron paso en su cerebro nublado por el alcohol.
– ¿Hunter? -preguntó en voz baja-. ¿Eres tú, Hunter?
Hunter asintió desde la sombra.
– Pues tendré que arrestarte por canalla y por pirata -dijo Dodson.
Pero antes de que pudiera ponerse de pie, Hunter le pegó una patada en el estómago y lo hizo caer.
– ¡Oh! -exclamó Dodson-. Me has hecho daño, maldito seas.
Fueron las últimas palabras que pronunció. Hunter agarró al soldado por el cuello y le apretó la cara contra el barro y los excrementos de la calle, sujetando el cuerpo que se agitaba, que se resistía cada vez con más fuerza y, hacia el final, con contorsiones violentas hasta que dejó de moverse.
Hunter se apartó, jadeando por el esfuerzo.
Miró a su alrededor; la ciudad estaba oscura y desierta. Una patrulla de diez milicianos apareció de la nada y él se escondió en la penumbra hasta que pasó.
Se acercaron dos rameras.
– ¿Eres tú, Hunter? -preguntó una, sin ningún miedo.
Él asintió.
– Que Dios te bendiga -dijo-. Ven a verme y tendrás lo que quieras sin pagar nada. -Se rió.
Entre carcajadas, las dos mujeres desaparecieron en la noche.
Hunter entró en la taberna del Jabalí Negro. Había cincuenta personas en el interior, pero él solo vio a James Phips, gallardo y apuesto, bebiendo con otros capitanes de la marina mercante. Los compañeros de Phips se marcharon cautelosamente, con una expresión de terror en sus rostros. Pero Phips, tras el primer momento de sorpresa, decidió adoptar una actitud cordial.
– ¡Hunter! -saludó, sonriendo con afecto-. ¡Benditos mis ojos! Veo que habéis hecho lo que todos creíamos que haríais. Una ronda para todos; tenemos que celebrar vuestra nueva libertad.
En el Jabalí Negro reinaba un silencio sepulcral. Nadie hablaba. Nadie se movía.
– ¡Vamos! -dijo Phips en voz alta-. ¡Invito a una ronda en honor del capitán Hunter! ¡Una ronda!
Hunter avanzó hacia la mesa de Phips. Sus pasos sobre el suelo sucio era el único ruido que se oía en la habitación.
Los ojos de Phips miraban a Hunter con inquietud.
– Charles -dijo-. Charles, esta actitud severa no es propia de vos. Es un momento de celebración.
– ¿Ah, sí?
– Charles, amigo mío -dijo Phips-. Sin duda sabéis que no os deseo ningún mal. Me obligaron a formar parte del tribunal. Lo urdieron todo Hacklett y Scott; lo juro. No tuve elección. Mi barco debe zarpar dentro de una semana, Charles, y no iban a darme la documentación necesaria. Eso fue lo que me dijeron. Sabía que lograríais escapar. No hace ni una hora que le estaba diciendo a Timothy Flint que precisamente esto era lo que esperaba. Timothy: di la verdad, ¿estaba diciendo o no que Hunter escaparía? ¿Timothy?