Hunter sacó la pistola y apuntó a Phips.
– Vamos, Charles -dijo Phips-. Os ruego que os mostréis razonable. Tenía que ser práctico. ¿Creéis que os habría condenado de haber creído que la sentencia se cumpliría? ¿Lo creéis de verdad?
Hunter no dijo nada. Amartilló la pistola, un único chasquido metálico en el silencio de la habitación.
– Charles -dijo Phips-, mi corazón se llena de alegría al veros. Vamos, sentaos conmigo y olvidémonos…
Hunter le disparó en el pecho. Los demás se agacharon para esquivar los fragmentos de hueso y un chorro de sangre que salió disparado de su corazón con un ruido sibilante. Phips dejó caer la taza que tenía en la mano, que golpeó contra la mesa y rodó por el suelo.
Los ojos de Phips lo siguieron. Alargó el brazo para cogerla y dijo con voz áspera:
– Una copa, Charles… -Se interrumpió y se desplomó sobre la mesa, empapándola de sangre.
Hunter se volvió y salió de la taberna.
Al salir a la calle, oyó el tañido de las campanas de Santa Ana. No paraban de tocar; era la señal de que estaban atacando Port Royal, o de cualquier otra situación de emergencia.
Hunter sabía que solo podía significar una cosa: su huida de la prisión de Marshallsea había sido descubierta.
No le importó ni poco ni mucho.
Lewisham, el juez del Almirantazgo, tenía su cuartel general detrás del juzgado. Se despertó alarmado con las campanadas de la iglesia, y mandó a un criado a averiguar qué estaba sucediendo. El hombre volvió pocos minutos después.
– ¿Qué sucede? -preguntó Lewisham-. Habla.
El hombre le miró. Era Hunter.
– ¿Cómo es posible? -se sorprendió Lewisham.
Hunter amartilló la pistola.
– Ha sido fácil -dijo.
– Dime qué quieres.
– Ahora mismo -respondió Hunter. Y se lo dijo.
El comandante Scott, aturdido por la bebida, estaba echado en un sofá de la biblioteca de la mansión del gobernador. El señor Hacklett y su esposa hacía rato que se habían retirado. Se despertó con las campanadas y al instante supo qué había sucedido; sintió un terror que no había experimentado jamás en la vida. Poco después, uno de los guardias irrumpió en la estancia con la noticia: Hunter había escapado, todos los piratas se habían esfumado, y Poorman, Foster, Phips y Dodson estaban muertos.
– Prepárame el caballo -ordenó Scott, y se arregló apresuradamente la ropa.
Salió a la parte delantera de la mansión del gobernador, miró alrededor cautelosamente y montó en su caballo.
Un momento después lo descabalgaron y lo lanzaron bruscamente sobre los adoquines a no más de cien metros de la mansión del gobernador. Una pandilla de vagabundos guiados por Richards, el mayordomo del gobernador, e instruidos por Charles Hunter, el muy canalla, lo esposaron y lo llevaron a Marshallsea.
¡En espera de juicio, malditos rufianes!
Hacklett despertó con el fragor de las campanadas de la iglesia, y también imaginó su significado. Saltó de la cama, sin hacer caso de su esposa, que llevaba toda la noche despierta, mirando el techo y escuchando los ronquidos de borracho de su marido. Estaba dolorida y profundamente humillada.
Hacklett abrió la puerta de la estancia y llamó a Richards, que acababa de llegar.
– ¿Qué ha sucedido?
– Hunter se ha evadido -contestó Richards con tranquilidad-. Dodson, Poorman y Phips están muertos. Puede que haya más.
– ¿Y sigue suelto?
– No lo sé -dijo Richards, evitando deliberadamente decir «excelencia»
– ¡Dios Santo! -exclamó Hacklett-. Cerrad con llave. Llamad a la guardia. Alertad al comandante Scott.
– El comandante Scott se ha marchado hace unos minutos.
– ¿Se ha marchado? Cielo santo -dijo Hacklett.
Cerró la puerta de la estancia de golpe, con llave y miró hacia la cama.
– Dios santo -repitió-. Dios Santo, ese pirata nos matará a todos.
– A todos no -dijo su esposa, apuntándolo con una pistola. Su marido guardaba un par de pistolas cargadas junto a la cama, y ahora ella le apuntaba con una en cada mano.
– Emily -intentó razonar Hacklett-, no hagas tonterías. No es momento para bromas, ese hombre es un malvado asesino.
– No te acerques más -dijo ella.
Él vaciló.
– Es un farol.
– No lo es.
Hacklett miró a su esposa, y luego las pistolas que sujetaba. Él no era muy ducho en el manejo de las armas, pero a pesar de su limitada experiencia sabía que era extremadamente difícil disparar una pistola con precisión. No sentía tanto miedo como irritación.
– Emily, te estás portando como una maldita idiota.
– Quieto -ordenó ella.
– Emily, eres una inconsciente y una ramera, pero no una asesina y yo…
Ella disparó una de las pistolas. La habitación se llenó de humo. Hacklett gritó aterrorizado. Pasó un buen rato antes de que marido y mujer se dieran cuenta de que no estaba herido.
Hacklett rió, más que nada de alivio.
– Ya ves que no es tan fácil -dijo-. Dame la pistola.
Ella dejó que se acercara antes de volver a disparar, apuntando a la altura de la ingle. El impacto no fue potente. Hacklett siguió de pie. Dio otro paso, acercándose tanto a ella que casi podía tocarla.
– Siempre te he odiado -dijo él, con voz tranquila-. Desde el día que te conocí. ¿Te acuerdas? Te dije «Buenos días, señora», y tú me dijiste…
Sufrió un acceso de tos y se desplomó en el suelo, doblado de dolor.
Sangraba por la cintura.
– Me dijiste -siguió-. Dijiste… Oh, maldita seas mujer, tú y tus perversos ojos negros… duele… me dijiste.
Se balanceó en el suelo, con las manos apretadas sobre la ingle, la cara contorsionada de dolor, los ojos cerrados con fuerza. Gemía al compás de su balanceo.
– Aaaah… Aaaah… Aaaah…
Ella se incorporó en la cama y soltó la pistola. Estaba tan caliente que al tocar la sábana, dejó la marca del cañón en la tela. Rápidamente volvió a cogerla y la tiró al suelo; después miró a su esposo. Seguía balanceándose, gimiendo; de golpe paró y la miró, y habló entre dientes.
– Acaba de una vez -susurró.
Ella sacudió la cabeza. Las cámaras estaban vacías; no sabía cómo cargarlas de nuevo, ni si había balas y pólvora.
– Acaba de una vez -pidió él otra vez.
Emily Hacklett sintió emociones contradictorias. En vista de que no parecía que fuera a morir tan rápidamente como creía, se acercó a la mesilla, llenó un vaso de vino y se lo ofreció. Le levantó la cabeza y le ayudó a beber. Él dio un sorbo, pero después le entró una furia repentina y con una mano sangrienta empujó a su mujer con fuerza. Ella cayó hacia atrás, con la huella de la mano roja en su camisón.
– Maldita seas, puta del rey -susurró, y empezó a balancearse de nuevo.
Estaba tan absorto en su dolor que parecía haber olvidado que ella seguía allí. La mujer se levantó, se sirvió un vaso de vino, tomó un sorbo y contempló la agonía de su marido.
Una hora después, cuando Hunter entró en la habitación, seguía allí de pie. Hacklett estaba vivo, pero con una palidez cetrina, y sus movimientos eran débiles, excepto algún espasmo involuntario. Estaba echado sobre un enorme charco de sangre.
Hunter sacó su pistola y fue hacia Hacklett.
– ¡No! -gritó ella.
El dudó pero después retrocedió.
– Gracias por vuestra cortesía -dijo la señora Hacklett.
37
El 23 de octubre de 1665, la condena de Charles Hunter y su tripulación por los cargos de piratería y hurto fue sumariamente revocada por Lewisham, juez del Almirantazgo, reunido en sesión a puerta cerrada con sir James Almont, que había recuperado el cargo de gobernador de la colonia de Jamaica.