Se esperaba alguna treta. Hunter el inglés era astuto y recorrería a todos sus ardides. Sanson sabía que no era tan inteligente como Hunter. Sus habilidades eran más animales, más físicas. Aun así, estaba seguro de que Hunter no podía jugársela. Dicho de forma sencilla, era imposible. Estaba solo en el barco y seguiría solo, a salvo, hasta que anocheciera. Para entonces tendría su libertad o destruiría el galeón.
Y sabía que Hunter jamás permitiría que destruyeran el barco. Había combatido y sufrido demasiado por ese tesoro. Haría lo que fuera para conservarlo, aunque tuviera que dejar libre a Sanson. El francés confiaba en esto.
Escrutó el bote que se acercaba. Cuando lo tuvo más cerca, vio que Hunter estaba a proa, de pie, con una mujer. ¿Qué podía significar aquello? Le dolía la cabeza de tanto preguntarse qué podía haber urdido el inglés.
Al final, sin embargo, se consoló con la certeza de que no podían jugarle ninguna treta. Hunter era inteligente, pero la inteligencia tenía sus límites. Y Hunter debía saber que, incluso desde lejos, podía matarlo con la rapidez y la facilidad con la que un hombre se sacude una mosca de la manga. Sanson podía hacerlo ahora si le apetecía. Pero no tenía motivos. Lo que quería era la libertad y el perdón. Y para ello necesitaba a Hunter vivo.
La barca se acercó más y Hunter saludó alegremente con la mano.
– ¡Sanson, maldito cerdo francés! -gritó.
Sanson le devolvió el saludo, sonriendo.
– ¡Hunter, cabrito inglés plagado de viruela! -gritó con una jovialidad que no sentía en absoluto. Su tensión era considerable, y aumentó al ver con qué despreocupación se comportaba Hunter.
El bote paró junto a El Trinidad. Sanson se asomó un poco, mostrando la ballesta. Pero, aunque estuviera ansioso por echar una ojeada a la barca, no quería asomarse demasiado.
– ¿A qué has venido, Hunter?
– Te he traído un regalo. ¿Podemos subir a bordo?
– Solo vosotros dos -dijo Sanson, y se apartó de la borda.
Corrió al otro lado del galeón, para ver si se acercaba una barca desde otra dirección. Únicamente vio aguas plácidas, y las aletas en movimiento de los tiburones.
Se volvió y oyó el ruido de dos personas que trepaban por el costado del barco. Apuntó la ballesta a la mujer que apareció. Era joven y condenadamente bonita. Ella le sonrió, casi con timidez, y se apartó para dejar subir a Hunter. El capitán se paró y miró a Sanson, que estaba a unos veinte pasos de distancia, con la ballesta en las manos.
– No es un recibimiento muy amable -indicó Hunter.
– Tendrás que disculparme -dijo Sanson. Miró a la muchacha y después a Hunter-. ¿Has dispuesto lo necesario para que se acepten mis peticiones?
– Lo estoy haciendo en este momento. Sir James está redactando los documentos, te los entregarán en unas horas.
– ¿Y cuál es el motivo de esta visita?
Hunter soltó una breve carcajada.
– Sanson -empezó-, sabes que soy un hombre práctico. Sabes que tienes todas las cartas. No tengo más remedio que aceptar tus peticiones. Esta vez has sido demasiado listo, incluso para mí.
– Lo sé -dijo Sanson.
– Algún día -amenazó Hunter, con los ojos entornados- te encontraré y te mataré. Te lo prometo. Pero, por el momento, has vencido.
– Esto es un truco -dijo Sanson, dándose cuenta de repente de que algo andaba realmente mal.
– Truco no -afirmó Hunter-. Tortura.
– ¿Tortura?
– Por supuesto -dijo Hunter-. Las cosas no son siempre lo que parecen. Así que para que pases una tarde agradable, te he traído a esta mujer. Seguro que te parecerá encantadora… para ser inglesa. Te la dejaré. -Hunter se rió-. Veamos si te atreves.
Ahora rió Sanson.
– ¡Hunter, eres un rufián del demonio! No puedo estar con la mujer sin dejar de vigilar, ¿verdad?
– Que su belleza inglesa te torture -dijo Hunter, y después, tras una pequeña inclinación, saltó por la borda.
Sanson oyó el golpe sordo de sus pies contra el casco del barco, y después un golpe seco al caer Hunter sobre el bote. Oyó que Hunter daba la orden de alejarse y, por fin, le llegó el ruido de los remos en el agua.
Era una trampa, pensó. No podía ser otra cosa. Miró a la mujer, podía llevar algún tipo de arma.
– Échate -gruñó ásperamente.
Ella parecía confusa.
– ¡Que te eches! -gritó él, golpeando con el pie sobre cubierta.
La mujer se echó en el suelo y él la rodeó con cautela y la registró. No llevaba armas. Aun así, estaba seguro de que era una trampa.
Se acercó a la borda y miró hacia el bote que se alejaba a buen ritmo en dirección a la costa. Hunter estaba sentado a proa, de cara al puerto, y no miraba atrás. Los remeros a bordo eran seis, como a la ida.
– ¿Puedo levantarme? -preguntó la muchacha, riendo.
Él se volvió a mirarla.
– Sí, levántate -dijo.
Ella se puso de pie y se arregló la ropa.
– ¿Te gusto?
– Para ser una cerda inglesa, sí -dijo él con brusquedad.
Sin añadir nada más, ella empezó a desnudarse.
– ¿Qué haces? -preguntó Sanson.
– El capitán Hunter ha dicho que tenía que quitarme la ropa.
– Pues yo te digo que la dejes donde está -gruñó San- son-. A partir de ahora, harás lo que yo te diga. -Miró hacia el horizonte en todas direcciones. No había nada, excepto el bote que se alejaba.
Tenía que ser una trampa, pensó. Tenía que serlo.
Se volvió y miró de nuevo a la muchacha. Ella se humedeció los labios con la lengua; era una criatura deliciosa. ¿Dónde podía tomarla? ¿Dónde sería seguro? Se dio cuenta de que si iban al castillo de popa, podría mirar en todas direcciones y al mismo tiempo gozar de la ramera inglesa.
– Me aprovecharé del capitán Hunter -dijo-. Y también de ti.
Y la condujo hacia el castillo de popa. Unos minutos después tuvo otra sorpresa: aquella diminuta y tímida criatura se transformó en una furia fogosa y chillona, que jadeaba y arañaba para gran satisfacción de Sanson.
– ¡Qué grande la tienes! -jadeó la muchacha-. ¡No sabía que los franceses la tuvieran tan grande!
Sus dedos le arañaban la espalda, dolorosamente. Sanson era feliz.
Habría sido menos feliz de haber sabido que sus gritos de éxtasis -por los que había sido generosamente pagada- eran una señal para Hunter, que esperaba colgado sobre la línea de flotación, agarrado a la escalera de cuerda, observando las formas pálidas de los tiburones que surcaban el agua a su alrededor.
Hunter había permanecido allí colgado desde que el bote se había alejado. A proa del bote había un espantapájaros, antes oculto bajo una lona, que habían colocado en su sitio mientras Hunter estaba a bordo del barco.
Todo había transcurrido tal como Hunter lo había planeado. Sanson no había osado mirar demasiado atentamente el bote, y en cuanto este se había alejado, se había visto obligado a dedicar un momento a registrar a la muchacha. Cuando finalmente fue a echar un vistazo al bote, estaba suficientemente lejos para que el maniquí resultara convincente. En aquel momento, de haber mirado directamente hacia abajo, habría visto a Hunter colgando de la escalerilla. Pero no tenía ningún motivo para mirar hacia abajo, además, había dado instrucciones a la muchacha para que lo distrajera cuanto fuera posible.
Colgado de las cuerdas, Hunter había esperado varios minutos hasta oír los gritos apasionados de la muchacha. Procedían del castillo de popa, tal como esperaba. Silenciosamente, subió hasta las cañoneras y se deslizó furtivamente en el interior de las cubiertas inferiores de El Trinidad.
Hunter no iba armado, por lo tanto, su primera misión era encontrar armas. Fue a la armería, de donde cogió un puñal corto y un par de pistolas, que cargó y se guardó en el cinto. Además, cogió una ballesta y le tensó la cuerda para prepararla para el tiro. Hecho esto, subió la escalera hasta la cubierta principal. Allí se detuvo.