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Mirando hacia popa, vio a Sanson de pie junto a la muchacha. Ella se estaba vistiendo; Sanson escrutaba el horizonte. Solo había necesitado unos minutos para desahogar su lascivia, pero serían unos minutos fatales para él. Vio que Sanson caminaba hasta el centro del galeón y paseaba por cubierta. Miraba por una borda, después por la otra.

Y entonces se paró.

Volvió a mirar.

Hunter sabía lo que estaba viendo. Había descubierto las huellas mojadas en el casco que había dejado la ropa de Hunter en su errática subida por el costado del barco hasta llegar a las cañoneras.

Sanson se volvió de golpe.

– ¡Maldito! -gritó, y disparó la ballesta a la muchacha que seguía en el castillo.

Con la tensión del momento falló, y ella gritó y corrió abajo. Sanson fue tras ella, pero luego se lo pensó mejor. Paró y cargó la ballesta. Entonces esperó, escuchando.

Se oyeron los pasos de la muchacha que corría, y después una puerta enorme que se cerraba de golpe. Hunter supuso que se habría encerrado en uno de los camarotes de popa. De momento, allí estaría a salvo.

Sanson fue hasta el centro del puente y se quedó junto al palo mayor.

– Hunter -gritó-. Hunter, sé que estás aquí. -Y entonces se rió.

Ahora las circunstancias le eran favorables. Estaba junto al mástil, fuera del alcance de cualquier pistola, desde cualquier dirección; y allí esperó. Dio la vuelta al mástil cuidadosamente, girando la cabeza con movimientos lentos. Estaba totalmente alerta, totalmente concentrado. Estaba preparado para cualquier eventualidad.

Hunter se comportó de forma ilógica: disparó ambas pistolas. Un tiro astilló el mástil, y el otro dio a Sanson en el hombro. El francés gruñó, pero apenas dio muestras de notar la herida. Giró rápidamente y disparó la ballesta; la flecha pasó junto a Hunter y se clavó en la madera de la escalera que conducía a los camarotes.

Mientras Hunter bajaba los escalones, escuchó cómo Sanson corría hacia él. Vio brevemente al francés, corriendo con las dos pistolas en las manos.

Hunter, situado bajo la escalera de los camarotes contenía el aliento. Vio a Sanson justo por encima de su cabeza, y luego bajando la escalera apresuradamente.

Sanson llegó a la cubierta de artillería, de espaldas a Hunter, y entonces el capitán dijo con voz fría:

– No te muevas.

El francés se movió. Se volvió con rapidez y disparó ambas pistolas.

La bala silbó sobre la cabeza de Hunter que se agachó en el suelo. Se levantó otra vez, con la ballesta a punto.

– Las cosas no son siempre lo que parecen -dijo.

Sanson sonrió, levantando los brazos.

– Hunter, amigo mío. Estoy indefenso.

– Sube -dijo Hunter, sin expresar ninguna emoción.

Sanson empezó a subir los escalones, sin bajar los brazos. Hunter vio que llevaba un puñal al cinto. Su mano izquierda empezó a bajar hacia él.

– No lo hagas.

La mano izquierda se detuvo.

– Arriba.

Sanson subió, con Hunter detrás de él.

– Todavía te tengo, amigo mío -dijo Sanson.

– Solo tendrás un palo metido en el agujero de tu culo -prometió Hunter.

Ambos hombres salieron a la cubierta principal. Sanson retrocedió hacia el mástil.

– Tenemos que hablar. Debemos ser razonables.

– ¿Por qué? -preguntó Hunter.

– Porque he ocultado la mitad del tesoro. Mira -dijo San- son, tocándose una moneda de oro que llevaba colgada al cuello-. Aquí he señalado dónde está escondido el tesoro. El tesoro del Cassandra. ¿No te interesa? -Sí.

– Bien. Entonces tenemos razones para negociar.

– Intentaste matarme -dijo Hunter, con la ballesta a punto.

– ¿No lo habrías intentado tú, en mi lugar?

– No.

– Por supuesto que sí -confirmó Sanson-. Es una desvergonzada mentira negarlo.

– Puede que lo hubiera hecho -dijo Hunter.

– No nos teníamos tanto aprecio.

– Yo no habría intentado engañarte.

– Lo habrías hecho, de haber podido.

– No -dijo Hunter-. Yo tengo algo llamado honor…

En aquel momento, por detrás, una voz de mujer gritó:

– Oh, Charles, lo tienes…

Hunter se volvió una fracción de segundo a mirar a Anne Sharpe y en aquel momento Sanson se echó encima de él.

Hunter disparó automáticamente. Con un siseo la flecha de la ballesta se soltó. Cruzó el puente y fue a hundirse en el pecho de Sanson; lo levantó y quedó clavado al palo mayor, donde agitó los brazos y se retorció.

– Me has agraviado -dijo Sanson, escupiendo sangre.

– He sido justo -apuntó Hunter.

Sanson murió; su cabeza cayó sobre el pecho. Hunter arrancó la flecha y el cadáver se derrumbó en el suelo. Tiró de la moneda de oro con el mapa del tesoro grabado que colgaba del cuello de Sanson. Mientras Anne Sharpe observaba, tapándose la boca con la mano, Hunter arrastró el cadáver hasta el parapeto y lo lanzó por la borda.

Flotó unos instantes en el agua.

Los tiburones lo rodearon cautelosamente. Por fin uno de ellos se adelantó, tiró de la carne y la desgarró. Luego otro y otro hasta que el agua comenzó a agitarse con una espuma de color rojo sangre. Poco después, cuando el color del mar se volvió de nuevo verde azul y la superficie se calmó, Hunter apartó la mirada.

Epílogo

Según sus memorias, La vida entre los corsarios del mar del Caribe, Hunter buscó el tesoro de Sanson durante todo el año 1666, pero no lo halló.

La moneda de oro no tenía un mapa grabado en la superficie, solo una serie de triángulos y números que Hunter no fue capaz de descifrar.

Sir James Almont volvió a Inglaterra con su sobrina, lady Sarah Almont. Ambos murieron en al Gran Incendio de Londres de 1666.

La señora Hacklett permaneció en Port Royal hasta 1686, año en el que murió de sífilis. Su hijo, Edgar, se convirtió en un mercader importante en la colonia de Carolina. A su vez, su hijo, James Charles Hacklett Hunter, fue gobernador de la colonia de Carolina en 1777, y propuso que la colonia se aliara con los insurgentes del norte contra el ejército inglés al mando del general Howe, con base en Boston.

La señorita Anne Sharpe regresó a Inglaterra en 1671 para ser actriz; en aquella época los papeles femeninos ya no los interpretaban varones, como a principios de siglo. La señorita Sharpe acabó siendo la segunda mujer de las Indias más famosa en toda Europa (la más famosa, por supuesto, era madame de Maintenon, amante de Luis XIV, que había nacido en Guadalupe). Anne Sharpe murió en 1704, tras una vida que ella misma describía como de «deliciosa notoriedad».

Enders, el artista del mar y cirujano barbero, se unió a la expedición de Mandeville en Campeche en 1668 y pereció en una tormenta.

Bassa, el Moro, murió en 1669 en el ataque de Henry Morgan a Panamá. Lo abatió un toro de los muchos que los españoles soltaron con la intención de proteger la ciudad.

Don Diego, el Judío, vivió en Port Royal hasta 1692, cuando, a una edad avanzada, murió en un terremoto que destruyó la «perversa ciudad» para siempre.

Lazue fue capturada y colgada en la horca por pirata en Charleston, Carolina del Sur, en 1704. Se decía que había sido amante del pirata Barbanegra.

Charles Hunter, debilitado por la malaria contraída durante la búsqueda del tesoro de Sanson, regresó a Inglaterra en 1669. En aquel momento, la expedición dirigida por él contra Matanceros se había convertido en motivo de malestar político, y nunca fue recibido por Carlos II, ni se le concedieron honores. Murió de neumonía en 1670 en una casita en Tunbridge Wells, dejando un modesto patrimonio y un cuaderno de apuntes, que se cedió al Trinity College, de Cambridge. Su cuaderno todavía existe, así como su tumba, en el cementerio de la iglesia de St. Anthony en Tunbridge Wells. La lápida está prácticamente lisa, pero todavía es legible lo siguiente: