El salón era un espacio ancho y de techo bajo, con el suelo sucio y varias mesas de madera gruesa dispuestas en hileras. Hunter se detuvo. Como había dicho la señora Denby, Levas- seur estaba allí, sentado en un rincón, con una jarra de ponche delante.
Hunter fue hacia la puerta.
– ¡Hunter! -gritó Levasseur, con voz de borracho.
Hunter se volvió, fingiendo sorpresa.
– Vaya, Levasseur. No te había visto.
– Hunter, eres el hijo de una perra inglesa.
– Levasseur -contestó él, apartándose de la luz-, tú eres el hijo de un campesino francés con su oveja favorita, ¿qué te trae por aquí?
Levasseur se levantó. Había elegido un rincón oscuro y Hunter no podía verle bien. Pero los dos hombres estaban a una distancia de unos diez metros, demasiado para un disparo de pistola.
– Hunter, quiero mi dinero.
– No te debo ningún dinero -replicó Hunter.
Y era cierto. Entre los corsarios de Port Royal, las deudas se pagaban por completo y con prontitud. No había nada peor para la reputación que no pagar las deudas o no dividir el botín de forma equitativa. Un corsario que durante una expedición pretendiera ocultar parte de los beneficios acababa muerto. El mismo Hunter había disparado una bala en el corazón a más de un marinero ladrón y había lanzado su cadáver por la borda sin ningún reparo.
– Hiciste trampas en las cartas -dijo Levasseur.
– Estabas demasiado borracho para darte cuenta.
– Hiciste trampas. Me robaste cincuenta libras. Quiero que me las devuelvas.
Hunter echó un vistazo a la sala. No había testigos, por desgracia para él. No quería matar a Levasseur sin testigos. Tenía demasiados enemigos.
– ¿Cómo hice trampas? -preguntó. Mientras hablaba, se acercó un poco a Levasseur.
– ¿Cómo? ¿Qué más da cómo? Por la sangre de Cristo, hiciste trampas. -Levasseur se llevó la jarra a los labios.
Hunter aprovechó el momento para atacar. Golpeó con la palma de la mano abierta el fondo de la jarra, que chocó violentamente contra la cara de Levasseur y lo estampó contra la pared. Levasseur se atragantó y cayó, con la sangre resbalán- dole por la boca. Hunter cogió la jarra y la estrelló contra el cráneo de Levasseur. El francés perdió el conocimiento.
Hunter se sacudió el vino de los dedos, se volvió y salió de la posada de la señora Denby. Se hundió hasta el tobillo en el fango de la calle, pero no le prestó atención. Estaba pensando en la borrachera de Levasseur. Había que ser estúpido para emborracharse cuando estabas esperando a alguien.
Ya era hora de emprender una nueva expedición, pensó Hunter. Se estaban volviendo blandos. Él había pasado ya demasiadas noches bebiendo o con las mujeres del puerto. Debían salir al mar otra vez.
Hunter caminó por el barro, sonriendo y saludando a las prostitutas que le gritaban desde las ventanas altas, y se dirigió hacia la mansión del gobernador.
– Todos hablaban del cometa avistado en los cielos de Londres poco antes de que estallara la peste -dijo el capitán Morton, y bebió un sorbo de vino-. También se vio un cometa antes de la peste de 1656.
– Es verdad -coincidió Almont-. Pero ¿qué relevancia tiene? También pasó un cometa en el cincuenta y nueve y no hubo peste, que yo recuerde.
– Ese año hubo una epidemia de viruela en Irlanda -dijo el señor Hacklett.
– En Irlanda siempre hay epidemia de viruela -bromeó Almont-. Todos los años.
Hunter no dijo nada. De hecho, habló poco durante la cena, que le pareció tan aburrida como todas las demás a las que había asistido en casa del gobernador. Durante un rato, había sentido curiosidad por las caras nuevas: Morton, el capitán del Godspeed, y Hacklett, el nuevo secretario, un idiota pedante con una expresión inamovible de severidad. Y la señora Hacklett, que parecía tener sangre francesa, con sus rasgos morenos y esbeltos, y cierta lascivia animal.
Para Hunter, lo más interesante de la velada fue descubrir a una nueva criada, una niña rubia y deliciosamente pálida que iba y venía de la cocina. Intentó captar su mirada. Hacklett se dio cuenta y le miró con desaprobación. No era la primera que había tenido que dirigir a Hunter esa noche.
Mientras la muchacha daba la vuelta a la mesa llenando las copas, Hacklett preguntó:
– ¿Siente usted alguna predilección por las criadas, capitán Hunter?
– Cuando son bonitas -contestó Hunter con calma-. ¿Por qué sentís predilección vos?
– El cordero es excelente -comentó Hacklett, ruborizándose y mirando su plato.
Con un gruñido, Almont desvió la conversación hacia la travesía por el Atlántico que habían realizado sus invitados. Siguió una descripción de la tormenta tropical, que ofreció Morton con emoción y todo lujo de detalles, como si fuera la primera persona en la historia de. la humanidad que se había enfrentado con algunas olas. Hacklett añadió algunos detalles aterradores y la señora Hacklett informó de que se había mareado terriblemente.
Hunter, cada vez más aburrido, apuró su copa de vino.
– En fin -continuó Morton-, tras dos días de tormenta, el tiempo mejoró, y el tercer día amaneció totalmente despeja-, do y con un cielo magnífico. Se podía ver a millas de distancia y el viento del norte nos era favorable. Pero no conocíamos nuestra posición, porque habíamos ido a la deriva durante cuarenta y ocho horas. Avistamos tierra a babor y pusimos rumbo hacia aquella dirección.
Un error, pensó Hunter. Era evidente que Morton carecía tle experiencia. En las aguas españolas, un navio inglés nunca ponía rumbo a tierra sin saber exactamente a quién pertenecía aquel territorio. Lo más probable era que fuera del virrey.
– Nos acercamos a la isla y, ante nuestra sorpresa, vimos un navio de guerra anclado en el puerto. Era una isla pequeña, pero había un navio de guerra español, no teníamos ninguna duda. Estábamos convencidos de que se lanzaría en nuestra persecución.
– ¿Y qué sucedió? -preguntó Hunter, no demasiado interesado.
– Permaneció en el puerto -dijo Morton, y se rió-. Hubiera preferido una conclusión más emocionante para el relato, pero la verdad es que no salió detrás de nosotros. El navio de guerra permaneció en el puerto.
– Pero los soldados del virrey os vieron, ¿verdad? -dijo Hunter, empezando a interesarse.
– En efecto, deberían habernos visto. Navegábamos con todas las velas desplegadas.
– ¿A qué distancia estaban?
– A no más de dos o tres millas de la costa. La isla no figuraba en los mapas. Supongo que porque es demasiado pequeña. Tiene un único puerto con una fortaleza a un lado. Debo decir que todos tuvimos la sensación de que habíamos escapado por los pelos.
Hunter se volvió lentamente y miró a Almont, que le dirigió una ligera sonrisa.
– ¿Os divierte el relato, capitán Hunter?
Hunter se volvió a hablar con Morton.
– Decís que había una fortaleza en el puerto, ¿no es cierto?
– Así es, una fortaleza bastante imponente.
– ¿En la costa norte o sur del puerto?
– Dejad que lo piense… en la costa norte. ¿Por qué?
– ¿Cuántos días hace que visteis esa nave? -preguntó Hunter.
– Hará tres o cuatro días. Pongamos tres. En cuanto nos situamos, pusimos rumbo a Port Royal.
Hunter tamborileó con los dedos sobre la mesa. Frunció el ceño mirando su copa vacía. Hubo un breve silencio.
Almont se aclaró la garganta.
– Capitán Hunter, parece que este relato os ha preocupado.
– Intrigado -dijo Hunter-. Al igual que a vos, gobernador.
– Creo que sería justo decir que los intereses de la Corona están en juego.
Hacklett se irguió rígidamente en su silla.
– Sir James -dijo-, ¿querríais iluminar al resto de comensales sobre la cuestión de la que discutís?