– No -dijo Hunter-. No será necesario.
– ¿No será necesario? Mi querido Hunter, ya conocéis Matanceros. Una guarnición española al completo está estacionada en la fortaleza.
Hunter sacudió la cabeza.
– Un ataque frontal jamás tendría éxito. Lo sabemos desde la expedición de Edmunds.
– Pero ¿qué alternativa tenemos? La fortaleza de Matanceros domina la entrada al puerto. Es imposible escapar con el navio del tesoro sin apoderarse primero de la fortaleza.
– No hay duda.
– Entonces, ¿en qué pensáis?
– Propongo un asalto reducido desde el lado de tierra de la fortaleza.
– ¿Contra una guarnición entera? ¿De al menos trescientos soldados? No lo lograréis.
– Al contrario -dijo Hunter-. Si no lo logramos, Cazalla dirigirá sus cañones contra el galeón del tesoro y lo hundirá en el puerto, donde está anclado.
– No se me había ocurrido -reflexionó Almont. Tomó un poco de brandy-. Contadme algo más de vuestro plan.
7
Más tarde, cuando Hunter salía de la casa del gobernador, la señora Hacklett apareció en el vestíbulo y lo abordó.
– Capitán Hunter.
– Sí, señora Hacklett.
– Quería disculparme por el inexcusable comportamiento de mi esposo.
– No son necesarias vuestras disculpas.
– Al contrario, capitán. Creo que son muy necesarias. Se ha comportado como un palurdo y como un villano.
– Señora, su esposo se ha disculpado personalmente como ini caballero, así que doy el asunto por concluido. -La saludó con la cabeza-. Buenas noches.
– Capitán Hunter.
El se detuvo en la puerta y se volvió.
– ¿Sí, señora?
– Es usted un hombre muy atractivo, capitán.
– Señora, me siento halagado. Espero que volvamos a vernos pronto.
– Yo también, capitán.
Hunter se marchó pensando que el señor Hacklett haría bien vigilando a su esposa. El capitán lo había visto en otras ocasiones: una mujer bien educada, crecida en un ambiente rural noble de Inglaterra, que encontraba la forma de divertirse en la corte, como sin duda había encontrado la señora Hacklett, en cuanto su esposo miraba hacia otro lado, como sin duda había hecho el señor Hacklett. Por lo que parecía, al encontrarse en las Indias, lejos de casa y de las restricciones de clase y moral… Hunter lo había visto en otras ocasiones.
Caminó por la calle empedrada alejándose de la mansión y pasó frente a la cocina, todavía iluminada, donde los criados trabajaban. Debido al clima caluroso, todas las casas de Port Royal tenían las cocinas separadas del edificio principal. A través de las ventanas abiertas, vio la silueta de la muchacha rubia que les había servido la cena. La saludó con la mano.
Ella le devolvió el saludo y siguió con su trabajo.
Frente a la posada de la señora Denby, una multitud estaba atormentando a un oso. Hunter miró a los niños que fastidiaban al indefenso animal lanzándole piedras; se reían y gritaban mientras el oso rugía y tiraba de la cadena a la que estaba atado. Un par de prostitutas pinchaban al oso con ramas. Hunter pasó por su lado y entró en la posada.
Trencher estaba en un rincón, bebiendo con su brazo bueno. Hunter lo llamó y se lo llevó aparte.
– ¿Qué pasa, capitán? -preguntó Trencher ansiosamente.
– Quiero que consigas algunos hombres.
– Decidme a quién queréis, capitán.
– A Lazue, al señor Enders, a Sanson. Y al Moro.
Trencher sonrió.
– ¿Los queréis aquí?
– No. Descubre dónde están y yo iré a buscarlos. ¿Dónde está Susurro?
– En la Cabra Azul -contestó Trencher-. En la parte de atrás.
– ¿Y Ojo Negro está en Farrow Street?
– Creo que sí. ¿Queréis también al Judío?
– Confío en tu discreción -dijo Hunter-. Guárdame el secreto por ahora.
– ¿Me llevaréis a mí también, capitán?
– Si haces lo que te ordene.
– Lo juro por las llagas de Cristo, capitán.
– Pues mantente alerta -dijo Hunter, y salió de la posada a la calle embarrada.
El ambiente nocturno era cálido y quieto, como lo había • ido durante el día. Oyó los acordes suaves de una guitarra y, en algún lugar, risotadas de borrachos y un solitario disparo. Entró en Ridge Street para ir a la Cabra Azul.
La ciudad de Port Royal estaba dividida en barrios improvisados y distribuidos alrededor del puerto. Cerca de los muelles se encontraban las tabernas, los burdeles y las casas de juego. Más allá, apartadas de la actividad tumultuosa del litoral, las calles eran más tranquilas. Las abacerías y las panaderías, los artesanos de los muebles y los fabricantes de velas, los herreros y los orfebres estaban allí. Más lejos aún, en el lado sur de la bahía, había un puñado de viviendas privadas y posadas respetables. La Cabra Azul era una de estas últimas.
Hunter entró y saludó a los hombres que bebían en las metas. Reconoció al mejor médico de la isla, el doctor Perkins; a uno de los concejales, el señor Pickering; al alguacil de la prisión de Bridewell, y a algunos otros caballeros respetables.
Normalmente, los corsarios no eran bien recibidos en la Cabra Azul, pero Hunter era una excepción y se le aceptaba de buen grado. Era una forma de reconocer que el comercio del puerto dependía del flujo constante de los botines que conseguían los corsarios. Hunter era un capitán hábil y valiente y, por consiguiente, un importante miembro de la comunidad. El año anterior, sus tres expediciones habían significado más de dos cientos mil pistóles y doblones para Port Royal. Gran parte de ese dinero había ido a parar a los bolsillos de esos caballeros y por eso lo saludaron como se merecía.
La señora Wickham, que regentaba la Cabra Azul, fue menos afable. Era viuda y hacía unos años que se había juntado con Susurro. Al ver llegar a Hunter, supo que había ido a verle. Señaló con el dedo una puerta del fondo.
– Allí, capitán.
– Gracias, señora Wickham.
Hunter se dirigió a la habitación de atrás, llamó y abrió la puerta sin esperar respuesta; sabía que no contestaría nadie. La habitación estaba oscura, iluminada solo por una vela. Hunter pestañeó para adaptarse a la penumbra. Oyó un chirrido rítmico. Finalmente, vio a Susurro, sentado en un rincón, en una mecedora. Susurro empuñaba una pistola cargada y apuntaba a la barriga de Hunter.
– Buenas noches, Susurro.
La respuesta fue un siseo bajo y áspero.
– Buenas noches, capitán Hunter. ¿Venís solo? -Sí.
– Entonces entrad -siseó de nuevo la voz-. ¿Un trago de matalotodo? -Susurro apuntó a un tonel que tenía a su lado y le servía de mesa. Había unos vasos y una pequeña garrafa de ron encima.
– Con gusto, Susurro.
Hunter observó a Susurro mientras servía los dos vasos de líquido oscuro. Sus ojos se adaptaron a la penumbra y pudo ver mejor a su compañero.
Susurro, de quien nadie conocía su nombre auténtico, era un hombre grande y robusto, con unas manos desproporcionadas y pálidas. Antaño había sido un capitán corsario próspero que trabajaba por su cuenta. Pero entonces fue a Matanceros con Edmunds. Susurro fue el único superviviente, después de que Cazalla lo capturara, le cortara la garganta y lo diera por muerto. De algún modo Susurro había logrado sobrevivir, pero había perdido la voz. Esto y la gran cicatriz blanca en forma arqueada bajo el mentón eran un recordatorio de su pasado.
Desde su regreso a Port Royal, Susurro se había escondido en aquel cuarto trasero; todavía era grande y vigoroso pero había perdido el coraje, el temple. Vivía asustado; nunca soltaba la pistola y siempre tenía otra al lado. Hunter vio que brillaba en el suelo, al alcance, junto a la mecedora.
– ¿Qué os trae por aquí, capitán? ¿Matanceros?
Hunter debió de parecer sorprendido porque Susurro se echó a reír. La risa de Susurro era un sonido horripilante, un resuello muy agudo, como una olla hirviendo. Al reír echó hacia atrás la cabeza, mostrando la cicatriz blanca en toda su longitud.