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Lisa enarcó las cejas.

– Yo diría que te interesaría estar tan fea como sea posible. ¿No quieres espantarlo?

– Vete a buscar las luces -dijo Jane, sabedora de que, si seguía hablando con Lisa, acabaría por confesar la verdad sobre sus sentimientos, que eran más intensos de lo que quería admitir.

Volvió al hígado que seguía en el fuego. Cuando levantó la tapa, el olor se extendió de nuevo por la estancia y sintió náuseas. Odiaba el hígado, pero valdría la pena sacrificarse con tal de ver la cara de Will cuando empezara a cortarlo.

Sintió un empujoncito en la pierna y miró a Thurgood, que se había sentado al lado de la vitrocerámica.

– ¿Quieres probarlo?

El animal movió la cola y ladró con suavidad. Jane sacó un trozo pequeño de la sartén y lo colocó en un plato en el suelo. El perro lo olió y la miró como si lo hubiera insultado. Se alejó para instalarse delante de la puerta.

– Bueno, si el perro no lo come, supongo que ya está hecho.

Will abrió la puerta de atrás y se quitó el abrigo al tiempo que entraba. Se oía música suave y Thurgood corrió a su encuentro y frotó el hocico en la mano de su amo, que se inclinó a acariciarlo detrás de las orejas.

– Hola, viejo. ¿Qué has hecho todo el día?

Se enderezó y vio a Jane en la cocina. Le bastó con verla para olvidar todos los problemas del día. Tenía una velada entera por delante y comprendió de pronto una de las mayores ventajas del matrimonio: un lugar cómodo y feliz al que acudir al final del día.

– Cariño, estoy en casa -gritó.

Jane dio un salto de sorpresa y giró hacia él. Se llevó una mano al corazón.

– Me has asustado.

Will dejó el abrigo en el respaldo del sofá de la sala y se acercó a ella. Estaba muy guapa. Llevaba un pantalón corto caqui y una blusa blanca que se amoldaba perfectamente a sus pechos y su cintura. Resistió el impulso de abrazarla, quitarle el estúpido delantal y besarla con fuerza.

– Has hecho la cena -olfateó el aire-. ¿A qué huele?

– A hígado con cebolla.

Will reprimió un respingo y forzó una sonrisa.

– ¿Hígado con cebolla? ¿Vamos a cenar hígado?

Jane asintió con entusiasmo.

– Sí. Ahora que estoy aquí para cuidar de ti, me encargaré de que comas como es debido. Se acabó la cerveza con una bolsa de patatas fritas. Y el helado tiene demasiada grasa y colesterol. Y las pizzas congeladas están llenas de sal. Ya tienes treinta años y debes empezar a cuidarte la presión arterial -tomó dos platos y unos cubiertos y entró en el comedor.

– Haces que me sienta viejo dijo él, que se apoyó en la encimera.

– Eres viejo -Jane volvió a la cocina-. Vas a ser un hombre casado y ya sabes lo que ocurre cuando te casas.

Will no estaba seguro de querer oír lo que ocurría cuando un hombre se casaba. Y menos si tenía que ver con comer entrañas.

– ¿Y qué ocurre? -preguntó.

– Los michelines. Personalmente no me molestan, pero no pienso tolerar barriga. Will se tocó el estómago. -Voy al gimnasio.

– Claro que sí, pero ahora que estamos juntos, no vas a tener tiempo para el gimnasio.

– ¿No?

– No -ella movió la cabeza-. Las parejas tienen que pasar tiempo juntas. Tenemos que trabajar en nuestra relación, aprender a conocernos mutuamente como nadie más nos conoce. Tenemos que hablar.

– ¿De qué?

– De nuestra relación. Tenemos que crecer como pareja. Dicen que el matrimonio son dos personas que se hacen una. Y si vamos a ser uno, tenemos que empezar a pensar como uno. ¿No estás de acuerdo?

Curioso. El día anterior Jane parecía a punto de salir corriendo y ahora hablaba como si el matrimonio fuera inevitable. Aquello tenía que formar parte de algún juego. Will sintió una punzada de miedo. O quizá se había entusiasmado con la idea de casarse.

– Supongo que sí -repuso.

La joven levantó la sartén, tomó un paño de cocina y se dirigió al comedor.

– La cena está servida.

Will la siguió de mala gana. Cuando se sentó, ella había sacado ya la silla de la mesa y había servido un buen trozo de hígado en su plato.

– ¿Qué te parece la cena? -Jane le pasó una cacerola-. Tenemos remolacha hervida y hay ensalada aliñada con zumo de limón y de postre galletas integrales.

Will miró el plato de ella y vio que sólo se había servido lechuga y remolacha.

– ¿Tú no vas a comer hígado? -preguntó.

– No, sólo tomaré verdura. Yo también tengo que cuidar mi figura. Luego es difícil perder los kilos que ganas en el embarazo.

Will se atragantó con el trozo de hígado que comía en ese momento. Bebió agua para pasarlo. ¿Embarazo? ¡Caray! Ella sabía muy bien qué teclas pulsar, pero no iba a permitir que lo viera sufrir.

– Tienes un cuerpo perfecto -declaró. Y vio que se ruborizaba.

Cuando al fin consiguió tragar el hígado, comprendió por qué se consideraba una comida sana. Después de un mordisco, no apetecía comer nada más. Nunca había probado nada tan asqueroso, pero sabía que Jane se había esforzado mucho para que su primera cena fuera especial. ¿O quizá no?

La botella de vino le ayudó bastante a pasar la comida, y cuando terminó el hígado, sentía ya los efectos del vino. Se recostó en la silla y se frotó el estómago.

– Muy bueno -dijo-. Muy nutritivo. Ya me siento mejor con todo ese hierro. Me siento como Supermán. Creo que puedo saltar edificios altos de un… bueno, tú ya me entiendes.

– Queda más.

Will movió al cabeza.

– No. Guárdalo y me lo llevaré mañana para comer.

– Si tanto te gusta, podemos hacer noches de hígado.

Will tomó un trago de vino.

– ¿Noches de hígado?

– Sí. A veces los matrimonios comen ciertas cosas en ciertas noches. El viernes es noche de pizza, el jueves de ensalada, el domingo de sándwiches. Podemos hacer los lunes noche de hígado.

– ¿Tenemos que decidirlo ya? -preguntó él-. Porque me gustaría probar más delicias culinarias tuyas antes de centrarnos en una. Y por cierto, yo cocino bien. Creo que algunas parejas se reparten los días de cocinar.

– ¡Oh, no! Creo que cocinar es mi deber -insistió ella con un entusiasmo sospechoso.

Will no sabía mucho de matrimonios, pero sabía que cualquier esposa que trabajara fuera aceptaría encantada la posibilidad de compartir el trabajo del hogar. O se burlaba de él o había admitido a una loca en su casa. Y Will estaba seguro de que Jane tenía motivos ocultos para actuar como una esposa entusiasta, sólo le faltaba saber cuáles eran.

Extendió el brazo a través de la mesa y le tomó la mano.

– Me gustaría mucho ayudar -dijo.

Jane se levantó con rapidez y soltó la mano.

– Tengo que recoger.

– Te ayudaré.

– ¡No! -se detuvo un momento-. Lo haré yo. Tú termina el postre.

Se llevó los platos con rapidez. Will tenía que admitir que le había gustado mirarla a través de la mesa. Solía comer en el mostrador de la cocina, normalmente algo ya preparado pasado por el microondas. Y era agradable tenerla en la casa y oírla moverse por la cocina.

– ¿Seguro que no quieres que te ayude? -preguntó.

– No, estoy bien.

– Tengo que decirte que…

Un grito resonó por la casa antes de que tuviera ocasión de advertirle del peligro del triturador de basura. Will corrió a la cocina y vio a Jane de pie ante el fregadero con la cara y la blusa manchadas de papilla marrón.

– ¡Ha explotado! -gimió ella con el hígado líquido escurriéndose por sus manos y su nariz.

Will reprimió una carcajada y tomó un paño de cocina.

– Olvidé avisarte -dijo. La volvió hacia sí y le limpió las mejillas con gentileza-. Cuando lo conectas, sale volando esa cosa de goma. Hay que sujetarla.

– ¡Qué asco! -exclamó ella, sacudiéndose el hígado de las manos.